Atrapados en el tiempo, perdidos en el espacio. Primera parte: la inalcanzable inmensidad del mundo
Camilo Vargas Betancourt
Camilo Vargas Betancourt
La tendencia exploratoria de los seres humanos, que como una plaga mal que bien hemos poblado el planeta entero, se extiende a los confines de lo imaginable. La ciencia ficción está llena de sueños acerca de viajes por el espacio exterior.
Clásicos de la ciencia ficción audiovisual así como numerosas producciones recientes reflejan nuestra obsesión con extender nuestro impulso exploratorio al Universo: 2001: Odisea del Espacio, la Guerra de las Galaxias, Alien, Viaje a las Estrellas, Interstellar, the Wandering Earth, Ad Astra, the Midnight Sky, entre muchas otras, son pinceladas que nos han creado la imagen de que exploraremos muchos otros planetas, estrellas y galaxias.
Y probablemente lo haremos, pero a una escala temporal tan amplia que nuestros sueños (los de la ciencia ficción) se plasmarán dentro de muchas vidas. Porque pocas personas son conscientes de que la humanidad está inevitablemente atrapada en una fracción del tiempo que ha transcurrido en el Universo, así como está abandonada en una pequeña porción del espacio que lo compone, sin poder salir de allí (por lo menos en un tiempo prudente). Los seres humanos estamos condenados a no podernos mover ni conocer, en principio, sino una mínima fracción del mundo que sabemos que existe.
Intentar tener una noción de la magnitud del espacio y del tiempo es un ejercicio de humildad que le viene bien a una humanidad siempre intentando conocer y entender el mundo en el que está parada.
Perdidos en el espacio
El conocimiento que tiene la humanidad sobre el mundo más allá del planeta que habita, sobre el espacio, es antiguo. La astronomía, o astrología (que la mayor parte de la historia han sido lo mismo), ha sido un conocimiento común a las distintas civilizaciones humanas. Los seres humanos se han dado cuenta desde hace milenios de la lógica del movimiento de los astros, la han estudiado, calculado y predicho.
Sobra decir (o debería sobrar decir) que el conocimiento sobre la naturaleza esférica de la Tierra es también antiguo. Que se sepa, el africano Eratóstenes fue el primero en demostrar empíricamente, por medio de mediciones geodésicas, que la Tierra era esférica y calculó su tamaño hace unos 2.200 años. Creer que la Tierra fuera plana era una creencia ignorante desde hace milenios, desmentida racional y empíricamente (así algunos aún hoy tengan fe en dicha creencia). Pero la noción de que la Tierra es el centro del Universo sí prevaleció hasta tiempos más recientes.
El modelo de un Universo geocéntrico, sustentado empíricamente por el también africano Claudio Ptolomeo hace casi 1.900 años, prevaleció hasta que las demostraciones empíricas de Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Johannes Kepler y otros pioneros de la astronomía de la temprana modernidad (entre los siglos XVI y XVII) obligaron a adoptar la imagen de un sistema solar heliocéntrico (con el Sol en el centro), en el que la Tierra era un planeta más.
Neighbouring Superclusters 1k million ly
Durante los siglos XVIII y XIX las cada vez más avanzadas observaciones astronómicas permitieron entender que el sistema solar en el que nos encontramos corresponde a apenas una de muchas estrellas en la galaxia (literalmente la “vía láctea” en griego, para referirse al halo blancuzco que forma nuestra galaxia cuando se la observa en el cielo). Entendimos que el sistema solar no está en el centro de la galaxia, sino en Perseo, uno de sus brazos. Por lo tanto, pasamos de un modelo heliocéntrico a uno “galactocéntrico”.
Hace apenas un siglo (entre los años 10 y 20 del siglo XX), el trabajo de muchísimos astrónomos culminó con las observaciones y formulaciones de Edwin Hubble, quien determinó que no solo nuestro sol es una de muchas estrellas dentro de una galaxia, sino que además, la nuestra es una entre muchas otras galaxias. El Universo ni siquiera es galactocéntrico (la Vía Láctea no es el centro del mundo), y en realidad no sabemos dónde está, si existe, su centro.
De esta forma la astro-física ha avanzado hasta crear una imagen del Universo que parecería rayar en la especulación mística, si no fuera por los instrumentos increíblemente sensibles que como humanidad hemos desarrollado y que son capaces de hacer comprobaciones empíricas a niveles sumamente detallados sobre astros lejanísimos.
Apenas en la última década del siglo XX se pudo observar la existencia de planetas fuera de nuestro sistema solar. Hoy (julio de 2021), hemos descubierto más de 3.500 sistemas planetarios fuera del nuestro, con casi 5.000 planetas confirmados. Más allá de lo observable, se calcula que solo la Vía Láctea tiene unas 200.000 millones de estrellas. Una minoría de ellas (apenas 4.100 millones, el 2%) son estrellas similares a nuestro Sol. Con base en los datos de los telescopios espaciales Gaia y Kepler (tenemos telescopios orbitando por el espacio, para observar sin tanto estorbo terrenal), a finales de 2020 se calculaba que hay al menos unos 300 millones de planetas en condiciones similares a la Tierra, en términos de tamaño y distancia a su sol. Es decir, que podrían tener condiciones propicias para la vida.
Planisphaerium Ptolemaicum
Ello da una idea de las probabilidades de que la vida, como la que tenemos en la Tierra, no sea nada excepcional para el Universo. Y esos 300.000.000 de planetas son nada más en nuestra galaxia, la Vía Láctea. La nuestra es una de unas cuatro decenas de galaxias ubicadas en un “Grupo Local”, como lo bautizó Hubble en los años 30. El Grupo Local es una pequeña parte del Cúmulo galáctico de Virgo, compuesto por unas 1.300 galaxias. A su vez, este es una pequeña parte del Súpercúmulo de Laniakea (“cielos inconmesurables” en lengua hawaiana, la de la Universidad desde la que se determinó la existencia de esta estructura en 2014). Laniakea tiene unas 100.000 galaxias con unos 100.000 billones de estrellas, con sus respectivos planetas. Muchos de ellos, con características similares a las de la Tierra y la capacidad de haber desarrollado vida.
Nada de antropocentrismo, geocentrismo, heliocentrismo ni galactocentrismo por lo tanto.
El tamaño del Universo es casi inimaginable, casi inasible para seres tan minúsculos como los humanos. Hay millones de posibilidades de que la vida haya surgido en otras partes del espacio. Y ha habido suficiente tiempo. Nuestro sistema solar ha existido durante una tercera parte de la edad estimada del Universo. 4.568 millones de años, de unos 13.700 millones de años que han pasado desde el Big Bang. Perfectamente la vida puede haber surgido y haberse desarrollado a escalas más complejas que lo que hemos alcanzado nosotros; y haberse extinto. O puede estar por ahí. El hecho de que no veamos naves alienígenas surcando el espacio y de no encontrar sus señales y comunicación llegando a la Tierra en todo momento se debe más probablemente, no a seamos únicos y elegidos, sino al simple hecho de que todo lo que hay en este enorme universo está muy lejos. Demasiado lejos.
Para tener una idea de esta lejanía, vale la pena pensar en la relación entre la distancia y el tiempo.
La vejez de la distancia
La noción de los “años luz” es una de las unidades de medida más utilizadas para medir distancias en el Universo. La luz, y más precisamente la radiación electromagnética (que viaja a la velocidad de la luz), es nuestra fuente primordial de información sobre lo que hay en el Universo. Dado que la luz viaja a casi 300.000 kilómetros por segundo, un año luz (la distancia que la luz recorre durante un año) equivale a casi 9.5 billones de kilómetros. Eso no solo quiere decir que el Universo es muy grande y que todo está muy lejos (ya lo dijimos). Ello también implica que el Universo que vemos cuando observamos el cielo no es el del presente, sino el del pasado. Todo está tan lejos que al observar el Universo vemos la imagen (la luz) de lo que fue, no de lo que es en este momento. Porque la luz ha tomado mucho tiempo en llegar a nosotros para que la podamos observar.
Scenographica Systematica Copernica
Si miramos la tenue luz que llega desde el centro de nuestra galaxia, el cúmulo estelar de Sagitario A*, estamos viendo cómo era el centro de la Vía Láctea hace 26 mil años, cuando la Humanidad estaba en la Edad de Piedra. La galaxia pudo haber explotado antes incluso de que iniciara la civilización humana, y nosotros aún no nos hemos enterado de que ya se acabó el mundo. Eso es físicamente imposible, pero da una idea de lo extraño que es mirar al cielo y encontrar al pasado e ignorar inevitablemente el presente.
La siguiente galaxia más cercana a nosotros, Andrómeda, está a 2 millones y medio de años luz. O sea que el resplandor que vemos llegar desde Andrómeda es como era la galaxia cuando los homínidos (ya ni siquiera los seres humanos) se separaban poco a poco del resto de los primates en África. Quién sabe qué ha sido de la vida de Andrómeda de ahí para acá, porque no lo podemos ver.
Los objetos más lejanos que podemos observar con los telescopios y radio-telescopios actuales están a algo más de 13.000 millones de años luz. Son luces emitidas poco después de la formación del Universo, y muchísimo antes de que la Tierra y la Vía Láctea se formaran. Entre más lejos observamos, más podemos ver el Universo del pasado.
Vía Láctea
La percepción de lo inalcanzable
Para aumentar esta tragedia de la inmensa lejanía del espacio y el tiempo, el Universo se expande. Es decir que las cosas cada vez están más lejos. Dado que el Big Bang sucedió hace unos 13.700 millones de años, la radiación más lejana que podemos percibir está a esa distancia-tiempo. Pero dado que el espacio se infla constantemente por alguna razón que aún no logramos entender bien, hoy la astrofísica estima que el universo observable es una esfera de 93 mil millones de años luz, en el centro de la cual está la Tierra (desde donde observamos). Si asumimos que la Tierra no está en el centro del Universo (no tendría por qué estarlo), el Universo debe ser mucho más grande.
Todo esto quiere decir que cuando vemos hacia el espacio estamos atrapados en la imagen del pasado, y que además todo se vuelve cada vez más inalcanzable, porque todo se aleja.
Hasta esta arcaica época de los inicios del siglo XXI en la que nos encontramos (desde el punto de vista de nuestras capacidades para la exploración espacial), el objeto más rápido que hemos sido capaces de fabricar es una sonda espacial que alcanzó casi los 400.000 kilómetros por hora. Eso fue casi 110 kilómetros por segundo, 0,04% de la velocidad de la luz. Siendo tan lentos en un espacio tan grande y que además se expande, estamos por ahora condenados a permanecer en nuestro rincón del Universo.
Sin embargo, el contraste de este cuadro tan pesimista (en comparación con lo que nos promete la ciencia ficción) es el hecho de que sabemos todo eso.
Seguramente algún día logremos colonizar el Universo, o por lo menos algo más allá de nuestro humilde sistema solar. Tomará tanto tiempo que los que hoy vivimos no podemos sino soñarlo. Estamos atrapados en nuestro tiempo y nuestro espacio en medio de un mundo insondable. Pero es tanto lo que hemos logrado ver, analizar y entender en tan poco tiempo, que el Universo se expande y complejiza en nuestras cabezas a una velocidad impresionante para las escalas astronómicas. Lo que hemos descubierto y entendido los humanos en unos pocos cientos de años contrasta con las decenas de miles de millones de años que le ha tomado al Universo llegar hasta donde está, con lo que le toma a la luz, a su velocidad, llegar hasta nosotros.
La humanidad piensa a una velocidad que es una revolución cosmológica. Seguramente seguiremos revolucionando nuestro entender de la naturaleza del mundo, desde la comodidad de nuestra Tierra, hasta que inevitable e inconteniblemente descubramos cómo salir de ella.