Anclas de identidad
José Miguel Jaimes Prada
La Universidad ha estado presente en el horrible momento de historia colonial y republicana del país. Semillero de críticos con la corona, cuartel ocupado por las fuerzas de reconquista, centro de formación de élites nacionales que marcaron (para bien y para mal) las transformaciones políticas del siglo XIX y XX. Lugar de luchas y tensiones, de cambios generacionales que fueron arrancando los orígenes excluyentes y elitistas del Colegio Mayor. La entrada de las primeras mujeres que accedieron a la educación superior, la abolición de la pureza de sangre como requisito de entrada, la progresiva regionalización del estudiantado. No por nada en la segunda mitad del siglo pasado los rosaristas eran tachados de ser los “burgueses rebeldes” como Juan Gabriel Vásquez (2016, p. 310).
Por tanto, la identidad rosarista nunca ha sido monolítica o unitaria. Ni siquiera en la primera mitad del siglo XX el perfil de estudiante rosarista era exclusivo de jóvenes pretéritos y ultraconservadores. Discursos como los de Esteban Jaramillo (1928) y el entonces presidente de la Cámara de Representantes Gerardo Arias (1923) dejan en claro que el estudiantado rosarista de los 20's, a pesar de ser abrumadoramente capitalino y de las élites locales, era irreverente y hasta anticlerical en el Claustro y festividades bogotanas. Por el contrario, los discursos también resaltaron el rol institucional de “corregir” los comportamientos rebeldes y homogeneizar el tipo ideal de “estudiante rosarista”. De entrada, los archivos de casi un siglo atrás nos demuestran la necesidad de entender el ser rosarista desde la diversidad.
Overol de vuelo, propiedad de Anamaria Mendieta, expositora museal. Era usado en vuelos de la Fuerza Aérea con su padre, Diosely Mendieta. Fotografía de la iglesia de Ráquira, municipio natal de los Mendieta con gran significado para la historia política de la familia.
Adelantándonos varias décadas y participaciones rosaristas en la oración por la paz de Gaitán y numerosas manifestaciones durante el Frente Nacional no sistematizadas aún (y terreno fértil de investigaciones de historia estudiantil), ciertamente el paro cívico de 1977, encontramos la idea y acción consecuente de la necesidad de crear una nueva constitución, nacida y planeada en el Claustro. Recientemente, el rol de la universidad en las protestas entre 2019 y 2021, donde el eterno Claustro acogió a estudiantes que huían de la represión estatal indiscriminada. Esperemos que la tendencia del estudiantado rosarista de ser más crítico, más diverso, combativo y reflexivo se mantenga. El valor de una universidad no se basa en sus edificaciones, instalaciones y utilidades, sino en el tejido social de sus habitantes: de sus estudiantes, profesores, directivos y trabajadores. Además, la Universidad no es nada si quienes la conforman no son conscientes del bagaje histórico, de las circunstancias materiales y simbólicas que los han llevado al momento presente.
En ese orden de ideas, frente a las visiones instrumentales de universidad como mera productora de técnicos útiles a la perpetuación de las estructuras sociales, políticas y bases existentes, revindico otra visión. Una visión de universidad como un semillero de seres humanos capaces de entender a profundidad el mundo y transformarlo, desde las artes teatrales hasta las luchas legales, pasando por la comprensión de los ecosistemas y los sistemas de poder que nos permean. Y para ello la labor de hicieron, sistematización y divulgación de la historia del Colegio Mayor de nuestra señora del Rosario es vital. El Archivo de la universidad es un polo a tierra, que nos recuerda esa contingencia histórica, esa conciencia “¿de dónde venimos?”.
Ninguna institución, idea o persona existe “al vacío”, y la recopilación de la historia y transformaciones de la Universidad permite ser críticos de diversas situaciones: el capital cultural e histórico que acarrea el Rosario, su rol en las coyunturas de transformación y luchas del país y, por supuesto, los esfuerzos que se han dado para superar anacronismos, violencias exclusiones históricas. Mas hasta ahora hemos omitido un factor central a la construcción de la identidad histórica del “ser rosarista” que tan a menudo se dice y difunde hoy. Sí que no basta con una memoria institucionalista. No basta con que se nos diga que “el rosarista es…” en primer semestre y que acabe allí la cosa. Específicamente.
Ahora bien, es clave tener en cuenta que reconstruir la memoria colectiva e individual de los miembros del Rosario con el conflicto no puede pasar por la imposición. Ya el filósofo y lingüista Todorov (2000) nos deja en claro que la memoria es un derecho, nunca una imposición. Y en ese orden de ideas, la revictimización de quienes experimentaron experiencias traumáticas es otro límite que nunca debe cruzarse. Mas mi experiencia como investigador en el semillero Imaginarios por la Paz con el profesor Uriel Cárdenas (y la electiva de Memoria Histórica) abrieron la puerta a una infinitud de relatos y experiencias de compañerxs cuyas identidades se vieron entrecruzadas con la violencia y el conflicto, pero Tambien por la busqueda de paz.
Panorama del pabellón del edificio Cabal donde se llevó a cabo la exposición. A mano izquierda pared donde se exponían los objetos de memoria y los audios que narraban las crónicas de cada estudiante/expositor.
La exposición fue organizada por los estudiantes del semillero de Imaginarios por la Paz e integrantes de la clase de Memoria Histórica (ambos a cargo del profesor Uriel Cárdenas). Tanto en la clase como el semillero compartieron el objetivo de visibilizar y construir escenarios públicos de memoria histórica. Dicho objetivo se intersecó con el apoyo logístico del Museo de la universidad, lo cual permitió reservar un espacio en el edificio Cabal para la noche de los museos en mayo. Al final la exposición fue llevada a cabo el 18 de mayo de este año y luego se extendió hasta el 27 fue un ejercicio de memoria abierta donde lxs estudiantes expusimos crónicas narradas sobre nuestras memorias de violencia y conflicto, cómo nos impactaron a nosotrxs o nuestras familias.
El resultado fue la visualización de esa faceta dolorosa de ser rosarista (¿y ser colombiano?), la faceta de la guerra y la violencia en todas sus caras: grupos armados, violencia feminicida, discriminación, violencia sistémica, secuestro, represión de la identidad . Y si bien la noción de memoria histórica, superación y catarsis de la violencia son construcciones relativamente recientes, el ejercicio de rememorar aquellas víctimas de la guerra en el Claustro se remonta a obras como la de Rafael Pombo (1910), nombradamente, un poema dedicado al joven de clase alta Daniel Malo O'Leary, caído en una de las muchas guerras civiles partidistas de finales del siglo XIX. Malo O'Leary tal vez fue un miembro privilegiado de la sociedad bogotana, una memoria exclusiva frente a las decenas de miles de nadies.
Con la publicación del informe final de la Comisión de la Verdad este 28 de junio de 2022, exhorto a la Universidad a darle el rol protagónico que amerita la superación del conflicto, y sobre todo, la visibilización de las memorias de violencia que compartimos todxs, sin distinción en el Rosario, desde estudiantes a profesores, empleados y directivos.
No obstante, aún después de recorrer archivos, exposiciones, crónicas, entrevistas, audios y voces sobre la memoria, queda un interrogante clave: ¿por qué?, ¿para qué la memoria? ¿de qué sirve? ¿servir incluso para algo? Y, bueno, sinceramente no creo que alcancen las páginas de este ensayo para responder a plenitud. No creo que alcance un ensayo, un libro, una biblioteca. Ni basta un mes, un semestre, un año, tal vez ni siquiera la existencia mortal para entenderlo. Tal vez debamos dejar de lado esa obsesión con las respuestas expresas y las piezas digeribles de 30 segundos. La memoria va más allá de lo leve. Y por ello quiero decir que la memoria es un ancla, un ancla que nos mantiene alejados de la impermanencia.
Y para hablar de la impermanencia y la memoria, tanto del individuo como de las colectividades y comunidades, quiero referirme por un momento al filme World of Tomorrow, de Don Hertzfeldt. Una película animada, nominada al Oscar, en que la humanidad existe en el futuro lejano bajo un “totalitarismo memorístico”. Un futuro en que las personas pueden clonarse manteniendo los recuerdos, vivencias e imágenes de sus cuerpos anteriores, efectivamente logrando la vida eterna. Y el panorama de la vida eterna es uno desolador, donde ante la inminencia del fin del mundo la mayoría de personas solo aspiran a revisitar sus memorias pasadas, obsesionadas con haber sido la mejor persona posible, la más exitosa, la más perfecta. Dicho escenario distópico contrasta con ese eterno presente continuo en que la mayoría de individuos, instituciones y sociedades viven hoy. Solo se valora aquello que trae beneficio inmediato (preferiblemente pecuniario), y la imagen del pasado se idealiza y congela en un retrato estático. ¿Qué se puede hacer en un escenario así? Parar y respirar profundo.
Bordados que responden la pregunta ¿cómo se imaginan una Colombia en paz? De izq a der, autoría de Anamaria Mendieta y José Miguel Jaimes, Alejandro Cortés, Anabella Rodríguez y Natalia Beltrán.
En un marco de competición y productividad ansiosas y constantes, donde la persona llega a verso como una marca empresarial (Han, 2014) y la identidad propia flota aislada en el aire, una acción sumamente poderosa es parar en seco y recordar que tenemos memoria. Memorias. Momentos que nos han definido, momentos de felicidad, tristeza, rabia, eventos colectivos que nos determinaron a nosotros ya nuestros allegados. Traumas colectivos y procesos de recuperación que, en un país como el nuestro, están cruzados por la violencia. La guerra, el conflicto y la represión. La violencia estructural, el patriarcado, el racismo, el hambre. Mas como muestran las crónicas sobre violencia, trauma, reconciliación y memoria de la exposición del edificio Cabal, atreverse a adentrarse en esos lugares y momentos es doloroso. Es, además, extremadamente valiente recorrer aquellos recuerdos y vivencias compartidas que duelen en carne propia. Pero a su vez, buscar reconstruir la memoria colectiva de la violencia vivida permite algo fundamental en nuestro momento histórico presente, tan etéreo, efímero y dependiente del espectáculo: construir identidad.
La identidad no es cuestión menor en una etapa donde la obsesión generalizada es la producción y el consumo. Mas es la construcción de una memoria viva la que nos atañe. Ya hemos tenido muchos años de construcción de mitos colectivos, imágenes de un pasado que tal vez nunca fue. Relatos de próceres heroicos, intachables presidentes y democracias antiguas e indelebles. Hagamos memoria genuina, que alumbre los rincones de los que no se habla, que pongan en el pedestal las voces y rostros que siempre se les ha negado hasta el derecho a existir, mucho menos a recordar. Pongamos a disposición de todxs los archivos institucionales. Seamos sinceros con nuestro pasado. Tal vez así podamos ver con claridad qué significa ser rosarista. Ser colombiano.
Bibliografía