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Un cerco anticolombias

José Hoyos

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Todos conocemos esa leyenda que dice que el himno de Colombia es el segundo más bello del mundo después de La Marsellesa. Dos asuntos a convenir. El primero: ¿de dónde vino tal idea? ¿Por qué los colombianos tienen tan interiorizada esa mentira? Y dos: por supuesto que es una mentira.  No existe algún criterio estético posible para ese podium. Quizás, el único criterio posible para este asunto no sea otro que el nacionalismo. Si algo nos caracteriza como colombianos es el excesivo romanticismo con el que vemos las victorias pírricas nacionales. El fútbol, el ciclismo, el segundo himno más bello del planeta, el país más feliz del mundo.
 
¿Por qué La Marsellesa? Sospecho que se trata de nuestro asunto colonial: recordemos que los llamados próceres de la patria vieron en Francia el ejemplo de la nación ilustrada. Nada reprochable para ese entonces. Lo inaceptable del asunto de los himnos ahora es que, en esa lógica, Colombia solo puede ser tan hermosa como Francia lo permita. Digámoslo sin tapujos: se trata de un mito colonial más, y de tales mitos estamos llenos. Es hora de que empecemos a reflexionar sobre si aquello que dice representarnos en realidad tiene algún valor.
 
Todos los países tienen sus mitos nacionales. Este año, luego del asesinato en Estados Unidos de George Floyd a manos de un policía y del posterior levantamiento del Black Lives Matter, varios de esos mitos nacionales cayeron. Y digo que cayeron, porque fueron tumbadas estatuas conmemorativas de próceres de la nación estadounidense por sus pasados esclavistas. También ha caído Churchill, Edward Colton e, incluso, Cristobal Colón ¿Ha pasado algo similar en Colombia? ¿Qué estatua ha caído en Colombia?
 
En Colombia, me queda sonando y pienso: Colombia de Colombus; Columbus por Christophorus Columbus. Cristóbal Colón, descubridor apócrifo de América. Cristóbal Colón, virrey y gobernador brutal de Las Indias bajo las Capitulaciones de Santa fe. Mientras tanto, en Colombia cae una estatua de Sergio Arboleda, pero nos hemos quedado con la más ignominiosa de las figuras: la que conmemora al colonialismo desvergonzado y al genocidio americano.
 
Se me acusará de anacrónico. Ya oigo la objeción: no se puede tachar de genocidio a la colonización de América, puesto que esa era la moneda de cambio de la época. Y sí, concuerdo. Pero el asunto aquí es la forma en que recordamos el pasado, en que conmemoramos el pasado en el presente. Se trata sobre la manera en que elevamos estatuas para recordar ídolos en un ahora. Mi pregunta es sencilla: ¿de qué nos sirve llevar marcado en nuestros documentos de identidad el nombre del sometimiento colonial?
 

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Bandera de Colombia - Dominio público

No se me malinterprete: no digo que cambiemos el nombre de este país, a menos que deje de serlo. Podemos, en vez, re interpretar y apropiar. Si de mi se tratara, echaría por la borda el “segundo himno más bello del mundo” y lo reemplazaría por un currulao, una cumbia o un vallenato. Una consecuencia insospechada sería que los colombianos se levantaran con gusto de sus sillas cada vez que lo escuchen en una ceremonia. Pero cambiar el nombre del estado nación “más feliz del mundo” es un impensable.
 
Así que regreso a Colombia, de Colombus, y aparece otra acepción, una más adecuada a nuestros tiempos, que son los que importan. Un rastreo mínimo concluye en una noción menos colonialista y más plural, más amable con todos esos pueblos que lucharon contra la hegemonía del hombre blanco europeo. Colombia, de Colombus, latinización del griego κόλυμβος (kolumbus), que no quiere decir otra cosa que paloma.
 
No sé ustedes, pero yo preferiría vivir en un país cuyo himno no es el segundo más bello del mundo, sino que está hecho de la música antigua de sus tierras. Preferiría, sin duda, vivir en un país que no se ufane de ser “el más feliz del mundo”, y mejor en uno que no tiene el conflicto armado más largo del continente. Y, por supuesto, preferiría que su nombre no respondiera al ícono colonialista y homogeneizante por excelencia, sino al símbolo cordial de un ave mensajera, de un ave de paz.
 
Ahora, no sé ustedes, pero para mí es claro que el país poco cambiaría. No se va a superar la inmensa desigualdad social ni la pobreza en la que vivimos porque entendamos distinto su nombre, pero al menos no viviríamos bajo la sombra de las formas extranjeras en todas sus facetas. Si nos cuesta mostrar algo de dignidad, entonces al menos mostremos un poco de vergüenza.
 
Un problema final: la paloma es un símbolo de paz. No voy a extenderme en lo evidente, en que este gobierno (y otros tantos) no han hecho otra cosa que imponer una guerra perfecta sobre una paz imperfecta. En vez, recordaré un evento en la Plaza de Bolívar. Por allá, en el 98, hastiada la institución de la población masiva de palomas que acudían a la Catedral Primada, al Capitolio Nacional, a la sede de las Altas Cortes y al Palacio Liévano, apareció una maravillosa idea. Para evitar que los excrementos de esas aves de paz mancillaran las fachadas de tan impolutas instituciones, se instaló un cerco de púas en los aldabones del portón principal de la Catedral Basílica. Luego, una paloma desgonzada con sangre por ojos. Al rato, muchas colombias muertas en la plaza principal de la nación. Empezamos mal con la reinterpretación de nuestros símbolos. 
No voy a terminar con esa cruda imagen. De la misma manera que en medio de la época más cruenta de nuestra historia reciente, en la que las masacres eran desayuno, almuerzo y comida, apareció un acuerdo de paz para terminar con “la guerrilla más antigua del planeta” (esto si no es un mito), asimismo apareció quién salvara a esas colombias amenazadas. Se armó rápidamente una turba que gritaba al monseñor Rubiano que no matara a esas colombias. Como respuesta llegó una tanqueta de la policía, se acordonó la plaza, volaron un par de piedras y se intentó taponar la Séptima. De esa turba, tres voluntarios retiraron el cerco de púas antipalomas.
 
La imagen que prefiero dejar es esta: el cerco de anticolombias lo pone la institución, y es el pueblo quien se encarga de bajarlo. Así mismo podría –y quizá debería- suceder con los símbolos ultrapatrióticos. Luego de este evento, se creó el primer Centro de Atención de Palomas de Bogotá. Así que el pueblo hace y la institución escucha, y después olvida, porque el año pasado se usó el mismo cerco de púas antipalomas en la catedral de Pasto.
 
Entonces lo pienso de nuevo. No sé ustedes, pero creo que quizá algo sí cambiaría después de todo: si entendiéramos que Colombia no quiere decir Colón sino paloma, dejaríamos al menos de matarlas en los centros de poder. Y tal vez, si dejáramos de matar palomas, de matar esas colombias enanas, que no son otra cosa que pequeñas vidas que valen, pudiéramos entender que la paloma quiere decir paz, y que ella no necesita  un cercos de púas, así manche la fachada  de   todas las instituciones de este país, comenzando por su nombre.