Colombia y la perpetua búsqueda de la paz Segunda parte: tras las causas objetivas de la guerra
Camilo Vargas Betancourt
Camilo Vargas Betancourt
Es un principio elemental del estudio de las políticas públicas que, para solucionar un problema, hay que entender sus causas para poder atacarlas, en lugar de atacar sus consecuencias (eso sería ponerle paños de agua tibia al enfermo, en lugar de entender su enfermedad para poder curarlo).
Cada cierto tiempo, desde hace 40 años, Colombia da saltos impresionantes hacia la paz, y a pesar de ello no logra salir del pozo de la guerra, que amenaza con ahogarla; quizás porque no acaba de entender las causas del problema, ni cómo centrar su energía en resolverlas.
Colombia lleva cuatro décadas creyendo tener la llave de la paz en la mano, pero al abrir cada puerta, vuelve a caer en un confuso laberinto que conduce nuevamente a los horrores de la guerra. Paradójicamente, luego de sufrir ciclo tras ciclo de violencia, el país logra instituir cada vez más una capacidad eficaz de construir la paz. Las dos cosas pasan simultáneamente, sin que el éxito de lo segundo impida que siga ocurriendo lo primero.
Los dos últimos gobiernos colombianos antes de la Constitución de 1991, uno conservador y otro liberal, hicieron un gran empeño complementario por lograr una paz que efectivamente terminó desmovilizando a cientos de personas en armas, que se planteó erradicar las causas socio-económicas, o estructurales, de la violencia, y que contribuyó de forma central a reformar y modernizar nuestro sistema político y normativo a través, nada menos, que de una nueva y muy completa constitución. Este texto sobrevuela el inicio de estos esfuerzos, en el gobierno de Belisario Betancur.
Es una tragedia que la historia de éxitos de la paz en Colombia esté olvidada bajo el polvo de sucesivas experiencias de violencia, de la misma forma que los esperanzadores avances de paz en los años alrededor de 2016 se nublan bajo una nueva y estremecedora ola de violencia que marca a Colombia al inicio de la tercera década del siglo XXI. Repasar las victorias del pasado, por pírricas que hoy nos parezcan, es un ejercicio sano para evitar seguir recorriendo los caminos de la violencia. A pesar de poderosos factores externos, la guerra colombiana no es un fenómeno natural, imposible de detener, frente al que no haya nada que hacer. La violencia en este país es en enorme medida el producto de los errores que cometen sus nacionales al diagnosticarla y tratar de resolverla.
Comandantes de las FARC en el primer proceso de paz (1998-2002) - Dominio público
Desde 1982 hasta el presente (2022) todos los Gobiernos han mantenido, ininterrumpidamente, negociaciones de paz formales con grupos armados ilegales, sean guerrillas de izquierda o paramilitares de derecha.
Muchas de estas negociaciones han dado como resultado “acuerdos de paz”, tratados firmados por el Estado con organizaciones armadas previamente calificadas como criminales. Estos acuerdos han impulsado el desarrollo de instituciones diseñadas para prevenir y mitigar los efectos de la guerra.
Muchas de estas negociaciones han dado como resultado “acuerdos de paz”, tratados firmados por el Estado con organizaciones armadas previamente calificadas como criminales. Estos acuerdos han impulsado el desarrollo de instituciones diseñadas para prevenir y mitigar los efectos de la guerra. Este tema es causa de múltiples y profundos debates. Debates jurídicos, como cuál es la legitimidad de las organizaciones armadas ilegales como para que el Estado se siente a negociar con ellas; una reflexión que ha sustentado todos estos años el rechazo de muchas personas a los procesos de paz. En efecto, es difícil entender que los representantes del Estado legítimo se pongan a negociar con personas que incumplen violentamente las normas que todos los demás respetamos. Eso es visto como “premiar al malo”.
Muchas de estas negociaciones han dado como resultado “acuerdos de paz”, tratados firmados por el Estado con organizaciones armadas previamente calificadas como criminales. Estos acuerdos han impulsado el desarrollo de instituciones diseñadas para prevenir y mitigar los efectos de la guerra. Dicho debate excede el alcance de estas hojas. Baste decir desde un punto de vista más sociológico y realista, que cuando una organización criminal, sin importar su ideología, va más allá de las actividades criminales y desafía efectivamente las leyes, quitándole al Estado legítimo el monopolio de la fuerza, la tributación, el control territorial y poblacional, en ese punto esa organización ha creado un Estado paralelo; un “para-Estado”. El Estado legítimo debería evitar el surgimiento de estos Estados paralelos; pero una vez están allí (y en Colombia surgen todo el tiempo), la experiencia nos ha demostrado que no se desaparecen por la fuerza. Para acabarlos hay que apelar a muchas otras herramientas del poder (de la política) más allá de la fuerza bruta. No basta con cerrar los ojos y señalarlos como ilegales para que desaparezcan. Ni con pedirle a ciegas al Ejército y a la Policía que los acabe.
Muchas de estas negociaciones han dado como resultado “acuerdos de paz”, tratados firmados por el Estado con organizaciones armadas previamente calificadas como criminales. Estos acuerdos han impulsado el desarrollo de instituciones diseñadas para prevenir y mitigar los efectos de la guerra. En este contexto, el origen de las políticas de construcción de paz planteadas en los años 80 tiene como base una conceptualización sencillísima pero precisa, y a pesar de ello olvidada con frecuencia, formulada por Belisario Betancur para explicar las causas de la violencia: acá hay guerra por una conjunción de causas “objetivas” y “subjetivas”. Las segundas se refieren a la voluntad de los sujetos que en su limitado alcance como individuos o grupos de interés promueven la violencia: las personas y organizaciones que quieren enriquecerse con negocios ilegales, o que quieren despojar tierras y derechos para luego legalizar sus abusos y enriquecerse con negocios aparentemente legales, o quienes venden las armas, o en fin, todas aquellas personas que en la guerra encuentran negocio y que por ello la promueven. Pero las primeras, las causas objetivas, son mucho más profundas y estructurales, de carácter no solo político (las vicisitudes del poder) sino también social y económico. Tienen que ver con la condición de vida, la capacidad productiva de poblaciones enteras en entornos que se prestan para que la economía y la política sean ilegales, porque no hay oportunidad ni incentivo para que sea de otro modo. Eso no se soluciona con decisiones políticas cortoplacistas ni con prohibiciones normativas quiméricas; no se arregla “por decreto”. Eso se soluciona cambiando las condiciones socioeconómicas de las regiones que ponen la materia prima y la carne de cañón para la guerra.
El debate sobre las causas objetivas de la guerra ha estado en el centro de la búsqueda de la paz en Colombia todos estos años, pero con frecuencia en todo este tiempo el peso de lo subjetivo ha nublado la preponderancia de lo objetivo. Lo segundo implica un debate social (económico, sociológico, político, antropológico) sobre cuáles son las causas para que en el fértil suelo de Colombia surjan constantemente, y en apariencia espontáneamente, organizaciones armadas ilegales, por todas partes. Más aún, el debate debe girar en torno a cómo abordar eficazmente esas causas. Cómo enfrentar la violencia sin causar más violencia. Cómo evitar tener siempre algún grupo armado naciendo por allí.
Toda esta discusión lleva incluso debates éticos. Como quién es bueno y quién es malo en este escenario. Tendemos facilistamente desde Bogotá a condenar la “ilegalidad” del resto del país donde no aplican nuestras quiméricas leyes (donde se obedecen pero no se cumplen). Los “ilegales”, o aquellos “al margen de la ley”, son categorías peligrosamente discriminatorias, porque acogen con mucha facilidad a civiles que por no recibir el cobijo del Estado (sino de los para-Estados en los que les toca vivir) terminan aplastados bajo su bota.
No es tan fácil determinar quién es “malo” en esta guerra, ni qué es lo “bueno” o lo “correcto” en medio de ella. Es decepcionante además que no se dé seriamente ese debate, y que Colombia viva en una polarización de mutuas acusaciones superficiales entre “paracos” y “guerrilleros”, que obnubila la capacidad de pensarse y resolverse como nación, a pesar de sus aberraciones.
En todo caso, hay épocas en las que los debates de la paz sí han girado en torno a encontrar sus causas y atacarlas. Así comenzó, al menos, la historia de nuestros acuerdos de paz modernos.
Soldados del escuadrón anti drogas del Ejército de Colombia - Dominio público
Durante el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) se firmaron cuatro acuerdos de paz, ninguno de los cuales le puso fin al conflicto ni logró desmovilizar ningún grupo armado, pero que sí constituyeron el primer esfuerzo por ampliar el diálogo político nacional hacia estos actores políticos extraños que siempre suele tener Colombia.
A orilla y orilla de nuestro espectro político ha estado claro, desde los años 70s y 80s, que el gran sancocho nacional que es Colombia necesita alcanzar, de forma incluyente, un acuerdo sobre lo fundamental, para poder avanzar y no quedar estancados en una destrucción redundante causada por la terquedad en torno a nuestras diferencias.
Esta claridad influyó la decisión del Gobierno de Betancur de empezar a buscar el camino de la paz. Así, entre 1984 y 1986 se firmaron acuerdos en La Uribe (en ese entonces parte del municipio de Mesetas, en Meta) con las FARC , en Corinto (Cauca) y Hobo (Huila) con el M-19 y el EPL , en Bogotá con distintas facciones del ELN , e incluso con la poco recordada guerrilla urbana “Autodefensa Obrera” (ADO) . Estos acuerdos lograron ceses al fuego que salvaron numerosas vidas, amnistías a los combatientes en busca de la ampliación del espacio para la participación política, y compromisos del gobierno nacional con las políticas necesarias en las regiones que engendran la guerra.
Más aún, en el marco de estos primeros acuerdos de paz empezaron a surgir las instituciones que durante cuatro décadas han funcionado y evolucionado en Colombia, especializándose en distintos “sectores de paz”. Estos cubren temas como la negociación entre representantes legales de la sociedad con los actores armados, la desmovilización, reintegración o reincorporación de los combatientes, la atención y reparación a las víctimas, la prevención del conflicto a través de políticas focalizadas en los territorios, la construcción de la memoria histórica, entre otros.
La génesis de la institucionalidad de paz en Colombia fueron las “comisiones de paz” (así llamada al inicio, luego “Comisión de Negociación y Diálogo” y después “Comisión de Paz, Diálogo y Verificación”), una agrupación de distintas fuerzas políticas y sociales, representativas de distintos sectores del país, que pudieran negociar legítimamente a nombre del Estado y la nación colombianas con estos grupos armados.
Con base en esta experiencia es que desde el gobierno de Betancur existe en Colombia la figura del “Alto Comisionado para la Paz”, un cargo que con algunos cambios de nombre es, en esencia, un “Ministro de Paz”. Su trabajo, de tiempo completo en este país en las últimas cuatro décadas, es liderar la política de relacionamiento político con los grupos armados ilegales, en busca de su eventual desmovilización.
En muy pocos otros países debe haber un Ministerio de Paz con dedicación permanente a negociar la paz.
Antes de que en Colombia se hablara de “reinsertar”, “reintegrar” o “reincorporar” a las personas dedicadas a hacer la guerra (un debate terminológico de los 2000s en el que seguimos inmersos, pero del que hablaremos después), los gobiernos colombianos de mediados y finales de los 80s hablaron de “rehabilitar” el territorio, a través de un Plan Nacional de Rehabilitación (PNR).
Vale adelantar que el debate del siglo XXI es impreciso en los términos porque las políticas que se enfocan en los excombatientes se plantean en términos de asimilarlos a una supuesta sociedad pacífica a la que realmente nunca estuvieron “insertados”, “integrados” o “incorporados”. La discusión de los años 80 y 90 del siglo pasado no era menos imprecisa, pero en vez de las personas se enfocaba en el territorio, y por ende en la sociedad. La idea era volverlo a “habilitar” para ir por la senda de un desarrollo pacífico que se supone que alguna vez tuvo, en lugar de que se encaminara hacia toda esta violencia.
El Plan Nacional de Rehabilitación se planteó inicialmente en 1983, en 166 municipios y corregimientos del país. Diez años después se había extendido a 440 municipios. La idea de esta política era llevar la presencia del Estado a los lugares identificados como los más “abandonados” por sus instituciones, inicialmente a través del apoyo económico a las comunidades aledañas a las zonas donde habitaban los guerrilleros amnistiados en 1982, y posteriormente, en general, a las comunidades rurales necesitadas de vías, agua y saneamiento, salud, educación, proyectos productivos agrícolas y espacios locales de participación e incidencia en las políticas públicas.
Cualquier persona enterada de la actualidad de la implementación del Acuerdo de Paz de 2016 notará la enorme similitud entre el PNR y los PDET (los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial), que son un componente fundamental de la “Reforma Rural Integral”, el primero de los seis capítulos que componen el Acuerdo. Al igual que en los 80s y los 90s, los PDET son una de las políticas que más avanza en los años 20s de este siglo, una de las más necesarias, pero también una de las que tiene un impacto menos visible porque es a mediano y largo plazo.
Impulsar y acelerar con esfuerzos de política excepcionales el desarrollo rural de las zonas más pobres y atrasadas del país, que suelen ser aquellas con más violencia, es una medida lógica para atacar las causas profundas de la violencia. No es un favor o una ocurrencia, una misericordia de la gente acaudalada de las ciudades con la gente pobre del campo; sino una prioridad más que razonable para cortar los ciclos de la violencia.
A pesar de ello, pasaron más de dos décadas entre el abandono del PNR y la adopción de los PDET. Un problema es que este tipo de política no detiene la violencia en el corto plazo, mientras que sus avances se pueden perder en medio del resurgir de nuevas violencias que sí aparecen en el corto plazo sin dar tregua para que estas políticas surtan su efecto.
Un problema aún mayor es que se olvide que para acabar la guerra en Colombia hay que atacar sus causas, no sus consecuencias. Por estar echando agua al incendio en el chorro de petróleo nos hemos olvidado de buscar la válvula. Tantas analogías básicas, pero Colombia es un país incapaz de pensar políticamente estas cosas con seriedad; la evidencia son sus cifras de violencia.
Firma del acuerdo de paz entre el Gobierno Colombiano y las FARC - De Gobierno de Chile - CC BY 2.0
Que la violencia en Colombia tiene causas objetivas más profundas que la maldad, o el gusto por la ilegalidad, no debería ser tan difícil de entender. Que no se acaba solamente mandando soldados y policías a dispararle a “los malos” y “los ilegales” también debería ser evidente. Que la guerra existe en tantas partes del país porque es mejor negocio que las demás opciones, las legales, esas que no causan tantos muertos, pero tampoco tantas ganancias. Que a la guerra el Estado le debe competir económicamente, con generación de ingresos y equidad, con incentivos profundos que alejen de la violencia. Que combatir la ilegalidad con más guerra, paradójicamente, aumenta los incentivos económicos para llevarla a cabo. Esas cosas son lógicas, pero la política de la paz y de la guerra en Colombia en las últimas décadas no ha sido precisamente lógica.
Cuatro décadas después en Colombia muchas veces ha seguido predominando el discurso de que la causa de la guerra es la guerra. Que el narcotráfico mata porque hay narcotráfico. Que la violencia en Colombia es una víbora que se muerde su propia cola. Que para acabar la violencia hay que enfocar el esfuerzo en la violencia (algo tan paradójico como la idea de que la corrupción, tan intrínseca a todo esto, debería ser acabada por los ejecutores de la corrupción). Claro está que el contexto de Colombia requiere una política de seguridad con amplio uso de la fuerza, pero un uso inteligente y bien articulado a las demás herramientas del Estado, o si no se va a seguir impulsando la guerra en lugar de acabarla.
Las políticas de paz de Betancur, además de dar los primeros pasos en buscar de una paz con cimientos, se prestaron también para los primeros debates serios, desde la justificación de una política de búsqueda y construcción de paz, hasta el diseño de políticas públicas eficaces para lograrla. El éxito de la guerra en años posteriores hace difícil valorar el peso de estos primeros avances por la paz. Por lo menos, estos primeros intentos llevarían a un buen puerto al final del siguiente gobierno, y darían un inicio esperanzador a la década de los 90. Una década que, por desgracia, terminaría aún más manchada de sangre que cualquier otra en la historia del país.