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La dama de colores

Ismael Iriarte Ramírez

La dama de colores

Hace poco más de un año visité la ciudad de Nueva York en una aventura con pretensiones iniciáticas y una gran lista de sitios y actividades para agotar en un tiempo récord, por lo que sin permitirme apenas unos minutos de descanso después del largo viaje, me vi sin más recorriendo los lugares más emblemáticos de esa ciudad, en medio del bombardeo de las hermosas y sensuales luces de neón, a cuyos encantos tuve que renunciar para alcanzar uno de los principales objetivos del viaje, que lejos de ser el de recorrer los pasos de escritores como Jack Kerouac o F.S. Fitzgerald en Washington Square, se encontraba literalmente en las paredes del Museo de Arte Moderno, a donde llegué para admirar a la espléndida lady Adele Bloch-Bauer, única musa reincidente de Gustav Klimt.

En un recinto en el que reina la imponente presencia de obras como La noche estrellada de Van Gogh, La persistencia de la memoria de Dalí, o Las señoritas de Aviñón de Picasso, este retrato de 190 x 120 centímetros, que fue el segundo que Klimt pintó para la familia Bloch-Bauer y que fue terminado en 1912, cautivó toda mi atención. La razón, más allá de su evidente belleza, se remonta al año 2011, cuando el artista austriaco y su obra inspiraron una ambiciosa empresa literaria que me llevó a conocer el profundo valor histórico del personaje retratado, símbolo del expolio de miles de familias judías durante la avanzada nazi y décadas más tarde de la póstuma reivindicación de sus descendientes. Razones suficientes para establecer un vínculo emocional con la icónica imagen, por la que desde entonces profeso una gran admiración.

En la segunda mitad de 2015, el nombre de Adele Bloch-Bauer alcanzó nuevamente notoriedad tras el estreno de La dama de oro, película dirigida por Simon Curtis y protagonizada por la magnífica Helen Mirren, en compañía de Ryan Reynolds. La cinta narra la historia de Maria Altmann, refugiada judía en los Estados Unidos y sobrina de Adele, cuyo vínculo familiar la convertía en legítima heredera del primer retrato que Klimt hizo de su tía en 1907 y de otras cuatro obras del austriaco. Por cerca de una década Altmann libró una batalla legal frente al gobierno austriaco, que había permanecido en posesión de las pinturas, hasta que finalmente en 2004 pudo recuperar su legado, que hoy reposa en la Neue Galerie de Nueva York.

Todos estos estímulos, acumulados durante los últimos cinco años, me motivaron a dejar la comodidad de mi elemento y aventurarme en un terreno desconocido para hablar de pintura, con el único y modesto propósito de conocer más sobre estas obras y tratar de identificar no su significado, sino su legado, alejado de cualquier pretensión crítica y alentado por el mismo artista, quien provocadoramente sentenciaba “Quien quiera saber algo sobre mí –como artista, que es lo único digno de atención– deberá contemplar atentamente mis cuadros e intentar inferir de ellos qué soy y qué quiero”[1].
 
¿Quién era Adele Bloch-Bauer?

Nacida en Viena el 9 de agosto de 1881, Adele Bauer, era hija de un reconocido y poderoso banquero de origen judío. A los 18 años contrajo matrimonio con el empresario azucarero Ferdinand Bloch, varios años mayor que ella y quien en 1903 encargó a Gustav Klimt un retrato de su esposa.

La imagen predominante de Adele, al menos en su sobrina María, era la de una mujer frágil, enferma, con recurrentes dolores de cabeza y fumadora empedernida, características que no opacaban su belleza, elegancia y encantadora arrogancia. [2]

En Viena era reconocida la proverbial atracción y admiración que sentía por el mundo del arte, que la llevó a codearse con destacados personajes de la música, la literatura y la pintura, entre los que, por supuesto se encontraba Klimt, con quien según algunas versiones, sin ninguna prueba histórica que las confirme, sostuvo un romance. Idea originada tal vez en un hecho no menor: Adele se convirtió en la única mujer que el artista retrató en dos ocasiones.

Menos conocido resulta su papel como activista a favor del sufragio para la mujer, empresa a la que dedicó buena parte de su tiempo y energía.

Falleció en 1925, a los 43 años, víctima de una meningitis, mientras que su esposo Ferdinand, tras el Anschluss[3] consumado en 1938 y la consecuente ocupación nazi; y acosado por la persecución y confiscación de su fortuna e impresionante colección de arte, debió huir a Checoslovaquia y posteriormente a Suiza, en donde murió en 1945, nombrando como sus legítimos herederos a sus tres sobrinos, entre los que se encontraba María, quien medio siglo después sería la encargada de recuperar el mayor símbolo de la prosperidad familiar. 

Los retratos

Aunque el período de tiempo entre la terminación de ambos retratos es de solo 5 años, estos guardan profundas diferencias que van más allá de lo técnico y que reflejan no solo la transición de periodos creativos del pintor, sino también los cambios en la vida de la modelo.

El retrato I, perteneciente al “período de oro” de Klimt, representa a la mujer como una figura pagana e inaccesible, lo que coincidía con la arrogancia y esplendor propios de la juventud de Adele, quien contaba con solo 22 años cuando el artista comenzó la elaboración de su retrato. La composición muestra la opulencia que reinaba en la casa Bloch-Bauer, generando la sensación, al contemplar la imagen, de estar en medio de un hermoso sueño dorado, que la increíble historia de su confiscación y posteriormente de su cinematográfica recuperación, se encargó de inmortalizar, devolviendo para siempre su grandeza.

Por su parte, el retrato II muestra una nueva faceta del austriaco, conservando características como el realismo del rostro que contrasta con el fondo excesivamente plano y adornado, pero con características que la humanizan, como el vestuario, moderno para la época. La grandeza ya no radica en el oro, sino en la imponente y misteriosa figura de Adele, que ahora luce como una mujer más madura y serena, a pesar de su juventud, con una belleza atemporal y una expresión que genera una latente sensación de vulnerabilidad, probablemente el rasgo más decisivo para la inexplicable atracción que la pintura ejerce en el espectador y en especial sobre mí, una de las razones por las que a pesar de la fama y esplendor y las historia del primer retrato, solo el segundo seguirá rodeado de ese halo de magia y fantasía.

Klimt y la mujer

Ícono del modernismo y consagrado miembro del movimiento de Secesión Vienés, que abogaba por la renovación artística, Gustav Klimt, salvo en un breve periodo de su juventud, no podría incluirse en el grupo de artistas incomprendidos, adelantados para su época, cuya fama arribaba de manera irremediablemente póstuma, pues su obra siempre gozó de gran aceptación y nunca tuvo carencias materiales.

Llama la atención su poco interés por su propia figura como fuente de inspiración: “No existe ningún autorretrato mío. No me interesa mi propia persona como ‘motivo del cuadro’, sino más bien otras personas, sobre todo femeninas; aunque me interesan más otros fenómenos. Estoy convencido de que como persona no soy especialmente interesante. Nada hay en mí de especial. Soy un pintor que pinta un día sí y otro también, de la mañana a la noche. Cuadros figurativos y paisajes, raramente retratos”.[4]

Desde sus primeras obras era posible identificar la tendencia a brindar una nueva dimensión a la mujer, a la que representa cargada de erotismo, pero no con una vocación instrumentalizadora, sino más bien empeñado en la “revalorización de lo femenino”.

Klimt fue constantemente relacionado con el ocio y la banalidad, sombra a la que no escapa ni siquiera la parte más conocida de su obra, constituida por los retratos de mujer, que, tras superar la lectura inicial, parecen estar cargados de un profundo simbolismo en el que la figura femenina se presenta como algo irreal, que trasciende las leyes terrenales y se nos presenta como si se tratara de monarcas o incluso deidades de mundos alentadoramente mejores.

 

Referencias
Fliedl, G. (1998). Gustav Klimt 1862-1918: el mundo con forma de mujer. Benedikt Taschen.
Lillie, S., Gaugusch, G. Portrait of Adele Bloch-Bauer. Neue Galerie New York
Klimt 1862 -1918. (2010) Panamericana Editorial.
Arte Historia
Neuegalerie


[1] Fliedl, G. (1998). Gustav Klimt 1862-1918: el mundo con forma de mujer. Benedikt Taschen.

[3] Incorporación de Austria a la Alemania Nazi, anunciado el 12 de3 marzo de 1938.

[4] Klimt 1862 -1918. (2010) Panamericana Editorial.