El momento de Cuba
Mauricio Jaramillo Jassir
El anuncio del presidente Barack Obama sobre la intención de reestablecer los vínculos diplomáticos con Cuba causó inocultable sorpresa, euforia y decepción. Aunque la presión interna por abandonar una política anacrónica y desafiante del derecho internacional era expresa, se sabía de antemano que quien tuviera al arrojo de asumirla sería acusado de debilidad. En el caso de Obama la situación parecía aún más crítica, pues se habían producido numerosos señalamientos contra el ejecutivo por concesiones excesivas. En especial por parte de republicanos como Marco Rubio, que denunciaron la supuesta inacción en Siria, la debilidad frente a Irán para llegar a un principio de acuerdo en el tema nuclear, y por la infundada acusación de un distanciamiento con Israel. Acusaciones delirantes de un Partido que identifica en casi todos los actores emergentes del mundo a un peligroso enemigo.
Por ende, negociar con el régimen cubano ha significado una apuesta llena de valor y arrojo por parte del gobierno Obama. La decisión que tiene implicaciones en el corto y largo plazo, obligará a una redefinición del mapa político de las Américas, pues la entrada de Cuba en el escenario, modificará el discurso de varias naciones que habían hecho del bloqueo, un elemento constante de su narrativa hacia Estado Unidos. Claro está, el embargo no se ha desmotando del todo, y una de las principales reivindicaciones históricas cubanas, que consiste en que Estados Unidos salga de la base de Guantánamo que le pertenece y que constituye un territorio ocupado, difícilmente podrá concretarse. A pesar de todo, el avance es significativo y sus consecuencias de enorme calado.
El 11 de abril de 2015 se dio otro hito histórico para Cuba, con la llegada del presidente François Hollande a la isla, materializando la primera visita de un mandatario francés a ese territorio. Esto no solo ha quebrado un tiempo considerable de aislamiento sino que representa el inicio del alivio de las relaciones con Europa. Las mismas se habían visto seriamente afectadas por la ejecución en 2003 de tres personas en la denominada Primavera Negra. Ese año, Cuba retrocedió en su vínculo con Europa después de la considerable evolución de la década de los ochenta, jalonada por el liderazgo del presidente de gobierno español Felipe González, quien sostuvo varios encuentros con el máximo líder de la revolución.
Sin embargo, esa ejecución acompañada del encarcelamiento de más de 70 disidentes provocó una airada reacción internacional, que incluyó la ruptura del escritor José Saramago con la revolución. El nobel portugués había sido defensor del proceso y como comunista declarado, era parte de la lista de intelectuales que con efusión apoyaban la revolución caribeña. En la columna “Hasta aquí he llegado” publicada en El País de España el 14 de abril de 2003, criticó duramente el encarcelamiento de los 75 disidentes y puso en evidencia la iniquidad e injusticia de esas acciones a su entender. “Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado.”, selló el escritor portugués.
Pero este momento es otro. Cuba no sólo ha recuperado la visibilidad, sino que contra todo pronóstico, ha ganado en influencia. Se asumía erradamente que la capacidad de La Habana para extender sus ideas por el continente había cesado, con la desilusión frente al carácter exportable de la revolución. Hipótesis del todo descartada, valga decirlo.
Los retos para Cuba y la nueva izquierda que irrumpió hace más de 15 años con la llegada de Hugo Chávez a la escena suramericana, son numerosos. El alivio de las sanciones contra la isla debe cambiar la retórica de la vieja y de la nueva izquierda, por tanto.
De otra parte, Cuba en términos económicos tiene el reto de flexibilizarse al compás de estímulos que seguramente se desprenderán de las medias asumidas por Estados Unidos. Se debe recordar que al argumento más fuerte para desmontar el bloqueo fue el económico y comercial, pues en el campo político se sabe que el carácter socialista de la revolución es irreversible. Así lo han manifestado en múltiples oportunidades dirigentes cubanos. Ahora Cuba deberá preservar la cohabitación entre un sistema productivo expuesto a los intercambios comerciales externos y nutridos de inversión, y la rigurosidad política profundizada desde 1976 con la aprobación de la constitución.
Para la nueva izquierda duramente golpeada por la desaparición de Chávez en 2013, el nuevo panorama entraña un doble desafío. La labor incesante por recrear el liderazgo latinoamericano con la salida del dirigente venezolano, y con el aislamiento voluntario del octogenario Fidel Castro. La proyección internacional de Rafael Correa es cada vez más patente y la búsqueda de un lugar regional para ese país tiene cada vez más acogida, para un Ecuador irrelevante y sumido en crisis internas en el pasado.
De otro, el significado de Cuba seguirá cambiando para el continente. El régimen parece haber ganado una de las confrontaciones más complejas del siglo XX, y arrastrada tozudamente por Washington hasta el nuevo milenio. La alternativa cubana frente al capitalismo y al liberalismo económico sigue vigente, aunque herida y fragilizada por las críticas circunstancias a las que terminó por acostumbrarse. A pesar de todo ello, el actual momento parece ser el de Cuba.