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¿Es posible entender realmente por qué compramos lo que compramos?

Alexánder Márquez

¿Es posible entender realmente por qué compramos lo que compramos?

Al ser indagado por las razones por las que ha decidido adquirir un producto, un consumidor cualquiera argumentará, sin mayor dificultad, una serie de ventajas que el artículo le va a generar con su uso previsto. No parece haber mayores problemas en entender por qué una persona decide comprar un computador, un celular o un tiquete aéreo, si simplemente preguntándole al comprador sabremos cuáles fueron las razones por las que decidió invertir cierta cantidad de dinero en ese bien o servicio. Si esto es así, podría pensarse que las empresas fabricantes o productoras de servicios no necesitan más que indagar por estos argumentos lógicos que manifiestan los compradores para fabricar o producir exactamente lo que ellos necesitan, y de esa manera constituirse en entidades exitosas sin mayores exigencias.

Lo que vemos en la realidad es completamente diferente, pues permanentemente encontramos empresas que se acaban, nuevas empresas que surgen, consumidores que siguen buscando cosas nuevas. Esto nos lleva a preguntarnos qué hace que algunas empresas sean exitosas y otras no; por qué algunas empresas perduran, mientras que otras quizás tienen un éxito relativo y no persisten en el mercado. Hace tiempo sabemos que la calidad, entendida como el cumplimiento de los requisitos de los clientes, es fundamental para el éxito; pero también sabemos que las empresas lo tienen tan claro que buscan alcanzar ese cumplimiento de requisitos constantemente. ¿Cuál es el secreto del éxito entonces? ¿Por qué, si tenemos claros los requisitos del cliente y los satisfacemos, no logramos que eso sea suficiente?

Muchas preguntas generan aún mayores cuestionamientos. Inicialmente, podemos pensar que la cuestión radica en que realmente no se satisfacen  los requisitos de los consumidores; y quizá, revisando muchas empresas, encontraremos que varias de ellas no llegan siquiera a indagar suficientemente las necesidades y expectativas de sus clientes. Sin embargo, si elevamos ese cuestionamiento a empresas de calidad excelente que están en un mercado de competencia perfecta, generalmente encontraremos que, dada la competitividad del entorno, su preocupación constante por la identificación y correspondiente satisfacción de los requisitos de los clientes es de un nivel muy alto. Y aun en este contexto, persisten los clientes insatisfechos, infieles, inconstantes, que buscan opciones diferentes y que se dejan atraer por marcas nuevas, incluso con niveles de excelencia y de calidad importantes.


Si nos consideramos como consumidores, probablemente encontraremos que, por ejemplo, a veces compramos cosas que nunca volvemos a usar. O que salimos a acompañar a alguna persona cercana a hacer alguna compra y terminamos comprando algo que vimos en el trayecto y que no teníamos planeado ni propuesto adquirir. O que finalmente terminamos invirtiendo una suma mucho mayor de la planeada cuando queríamos adquirir algún producto y terminamos comprando accesorios adicionales. Esto nos lleva a concluir –convengamos– que ni nosotros mismos como consumidores en ocasiones sabemos lo que queremos e, inclusive, ni siquiera estamos seguros de las razones por las que adquirimos un bien o servicio. Si todo esto es cierto, ¿cómo pueden estar seguras las empresas que identifican o satisfacen las necesidades de los consumidores, si ni siquiera ellos mismos las tienen claras?
No es un asunto fácil, aunque lo parezca. Si lo fuera, las empresas sabrían qué hacer y la única incertidumbre estaría relacionada con cómo hacerlo de la manera más práctica, económica y rentable posible. Las empresas innovan en sus procesos buscando este fin, pero la diferencia en el nivel de éxito, más allá de alguna ventaja competitiva puntual que puedan generar las economías de escala y la reducción de costos, la hace la innovación constante de productos y servicios que generan valor al consumidor, y que buscan apuntarle a su satisfacción. Se asume que si la percepción de valor, entendida como la percepción subjetiva de la relación costo-beneficio al adquirir un producto, es positiva, habrá satisfacción y motivará la recompra o la fidelización. Pero esto no solo no siempre ocurre, sino que el consumidor toma sus posteriores decisiones de compra por razones independientes del producto adquirido; razones diferentes a los mismos requisitos que, preguntado, él mismo aducirá como las razones por las que decidió adquirir algo. Las empresas viven obsesionadas con agregar valor, y por eso innovan constantemente pensando en qué otros aspectos de las necesidades de los clientes pueden abarcar. Vemos cómo las propuestas de valor de las compañías se ensanchan todos los días, tratando de impactar en todo el espectro de expectativas potenciales que los consumidores puedan tener, todas apuntando a lo que el cliente piensa. Las famosas investigaciones tradicionales de mercado se han vuelto un ítem obligatorio, porque sabemos que es necesario conocer qué piensa el cliente. El problema fundamental es que quizás lo importante no es lo que el cliente piensa, sino lo que el cliente quiere. Y resulta un problema intrincado si observamos que, como lo dijimos anteriormente, ni el mismo consumidor lo sabe.

¿Cómo es posible que el consumidor no sepa lo que quiere? ¿No es un principio de la sociedad occidental y del conocimiento que el hombre es autodeterminado y debe tener libertad de acción, en la medida en que puede tomar sus propias decisiones; y nadie mejor que él mismo para saber lo que hay o no hay que hacer? Es necesario tener mente abierta y disposición para poder introducirnos en estos cuestionamientos, pues si lo analizamos desde los parámetros tradicionales, la puerta que nos conduce a esta vertiente de conocimiento quedará clausurada definitivamente. Siempre que alguien nos pregunte por qué compramos un artículo tendremos a mano una serie de argumentos relacionados precisamente con la libertad, entendida como un proceso de decisión que se realiza mediante especulación consciente y cuyo resultado no está determinado (Núñez, 2014). Y si esta es la definición de libertad, y tenemos en cuenta que esas decisiones no podrían entrar en el marco de los parámetros científicos tradicionales, en la medida en que las decisiones responden solamente al criterio caprichoso, circunstancial y arbitrario de cada individuo, tenemos que concluir que es necesario abordar el fenómeno de las decisiones de compra desde un punto de vista menos mecanicista, en el que puedan contemplarse las posibilidades de comprender al ser humano, partiendo del hecho de que muchas de sus decisiones son incomprensibles, al menos desde la argumentación racional. Si esto es así, habría que encontrar la verdadera motivación de las decisiones de compra. Sabemos que son decisiones individuales libres y que no se basan, en muchos casos, en argumentos racionales por más que se justifiquen de esa manera. Por lo tanto, necesitamos explorar más el cerebro y el comportamiento humano para entenderlas. El otro camino que nos queda, dejando atrás lo racional, es la perspectiva de lo emocional.

Ninguno de nosotros aceptaría que la principal motivación de sus decisiones es emocional. Sería muy mal visto poner en consideración de otros, en cualquier contexto social, que la razón fundamental de haber asumido una u otra postura frente a, por ejemplo, una compra o una decisión de voto, fue de tipo emocional y no por haber sopesado racionalmente los pros y contras de una escogencia. Hemos sido aleccionados siempre en el sentido de que somos seres racionales y que nuestra diferencia con los demás seres vivos es la condición racional, que nos permite tomar decisiones basadas en la reflexión. Sin embargo, cuando observamos la sociedad, y el comportamiento de rebaño de los seres humanos (Sinc, 2008), podríamos pensar que en verdad la única diferencia real es que algunos seres humanos pueden realmente detenerse y pensar: “¿Y por qué estoy haciendo esto?” Y a partir de ahí decidir si ejecuta o no la acción. En todo lo demás, realmente parece no haber diferencia alguna. Y si profundizamos un poco más, y revisamos las verdaderas razones por las que los seres humanos tomamos decisiones, de compra por ejemplo, encontraremos que acudimos mucho más de lo que creemos a motivaciones puramente emocionales e irracionales, que no sabemos explicar ni nosotros mismos. Somos mucho más impulsivos de lo que creemos.

Existen investigaciones que muestran cómo calificamos el sabor de la comida en relación con los cubiertos que usamos (Redacción, 2013), que tenemos prejuicios que determinan nuestro comportamiento, aunque no lo queramos (Stanley, 2011); que compramos productos no por sus atributos funcionales sino por el beneficio emocional que nos brindan (Sinc, 2011); o que preferimos volver a cierta empresa, cuando en uno de sus puntos de venta percibimos un aroma especial (Mendoza, 2007). Ninguno de nosotros aceptaría dichos comportamientos , sino que, al ser consultados, responderíamos que acudimos a ese local porque ese producto es excelente, o porque su sabor es delicioso, o porque su precio era el más económico del mercado. Razones aducidas desde lo puramente racional, lógico; que parecen explicar suficientemente los comportamientos de compra, pero que son tan incompletas y tan irrelevantes como tratar de explicar el universo sin la teoría de la relatividad. Argumentaciones parciales, limitadas, aceptadas socialmente y por ello legitimadas; pero no por ello suficientes ni explicativas de fondo.
Para poder entender las decisiones de compra –y cualquier decisión– de los seres humanos, es indispensable despojarnos del paradigma de la exclusividad del abordaje racional y entender que, aunque al parecer es bastante paradójico, la subjetividad es necesaria para la comprensión del ser humano. No podemos entender una decisión de compra basados en la racionalidad, sino que es necesario entender las percepciones, la historia, las emociones y las sensaciones de cada ser humano que en un momento debe tomar una decisión, para comprender que, por más compleja o simple que sea la compra que va a hacer, están involucradas una serie de instancias que juegan juntas y que definen la compra desde su interacción particular en cada persona. El abordaje científico de lo relacionado con lo humano no puede hacerse desde la tradicional perspectiva mecanicista y unívoca, sino que debe plantearse desde un punto de vista multidisciplinar que incluya la subjetividad. Lo cual, aunque parezca paradójico, es la única posibilidad que tenemos desde la ciencia para lograr la comprensión de los fenómenos propios de lo humano, incluyendo las decisiones de compra.

Bibliografía

Agencia Sinc. (25 de febrero de 2008). Sinc. Obtenido aquí
Agencia Sinc. (20 de julio de 2011). Sinc. Obtenido aqui
Mendoza, A. (17 de abril de 2007). Eroski Consumer. Obtenido aquí
Núñez, J. P. (2014). Tendencias21 de las Religiones. Obtenido aquí
Redacción BBC. (26 de junio de 2013). BBC. Obtenido aquí
Stanley, D. (mayo de 2011). PNAS. Obtenido aquí