Una revolución cautelosa: El arte en los tiempos del bogotazo
Felipe Cardona
Felipe Cardona
I.
En una mesa del Café Automático en pleno centro de Bogotá, el pintor Pedro Nel Gómez relata a su colega Alipio Jaramillo su último descubrimiento. Le cuenta de la gesta revolucionaria promovida por un grupo de artistas en México. Hace hincapié en tres artistas: Rivera, Orozco y Siqueiros, todos ellos vinculados a una expresión pictórica que ensalza la tradición campesina, glorifica la revolución agraria y el advenimiento del proletariado hacia el poder.
Jaramillo, inquieto por lo que le cuenta su amigo le pide más información. Gómez lo remite a un libro en poder del poeta nariñense Aurelio Arturo. Jaramillo lo cuestiona: ¿Y Aurelio que tiene que ver con la pintura, si es poeta? Gómez le responde con ironía: Los poetas también son pintores, pero pintan a su manera.
Corre el mes de septiembre del año de 1948, los jóvenes pintores caldenses y antioqueños, ganadores de los salones de pintura en sus respectivas regiones, vienen a la capital colombiana invitados a exponer sus obras en galerías del Teatro Colón. Entre ellos contamos a Pedro Nel Gómez, Alipio Jaramillo, en quienes se nota una tendencia hacia el costumbrismo y el realismo natural. Para estos artistas una ciudad tan grande como Bogotá no representa más que caos y desesperanza, y más, tratándose de una metrópoli que apenas se recupera del nefasto nueve de abril donde media urbe se vio reducida a las cenizas por la turba enfurecida tras la muerte del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán.
Salidos de su entorno rural tienen que enfrentarse a una Bogotá convulsionada y en pleno proceso de industrialización. Ante este escenario deciden apostarle a un arte inquieto por la tradición, ese pasado ungido de visiones edénicas y pastoriles, el hombre solitario entregado a la tierra, aliviado de la efervescencia citadina, embriagado por el sopor de la hierba y los helados riachuelos. La consigna de nuestros provincianos artistas no puede ser más utópica, y es válida en la medida que rescata los valores ancestrales que el hombre moderno desestima.
Sin embargo, las condiciones sociales no están dadas para las remembranzas de la existencia bucólica, el aire ya está viciado y sin saberlo los pinceles colombianos se precipitan hacia una ruptura definitiva.
II
-¿Te llegó la invitación? Pregunta el pintor provinciano Marco Ospina a Pedro Nel Gómez mientras caminan por el Parque de Las Nieves.
-Sí. Alejandro Obregón envío la carta de invitación a la casa de Fernando Charry Lara, donde me estoy quedando por estos días.
-Insólita la posición de Obregón, ¿No crees? Afirmó para el periódico El Tiempo que el arte que se hace en Colombia carece de fuerza y pasión.
Gómez da una palmada a su amigo -No se te olvide que Obregón es español y practica un arte burgués y demasiado formal que nada tiene que ver con los destinos del pueblo.
El excéntrico pintor español Alejandro Obregón, que se pasea por la ciudad pavoneándose y vociferando su excesivo desdén hacia el arte académico colombiano, tiene en mente junto con la directora del Museo Nacional, Teresa Cuervo, realizar el Salón de los 26, una muestra pictórica con los artistas colombianos más destacados. A pesar de que se opone a la pintura de tradición, invita a participar en la muestra a Pedro Nel Gómez, Alipio Jaramillo y Marco Ospina.
La fecha de apertura para la exposición se fija para el doce de octubre, tanto los medios de comunicación como los conocedores de arte, se muestran ansiosos y hacen todo el eco posible en la prensa y la radio. Sobre todo hay una especial curiosidad por las obras que presentará el pintor recién nacionalizado Alfredo Wiedemann, un alemán que había huido de los horrores de la Alemania nazi para refugiarse en el paraíso lluvioso de la selva chocoana y que por primera vez mostraba su trabajo en Bogotá.
Llega al fin el esperado día de la exposición, el público bogotano, como es usual, no espera sorpresas y mucho menos cuestionamientos profundos en las obras. La pintura siempre ha sido en Bogotá un muestrario de costumbres. Para los entendidos lo virtuoso del cuadro está en su parecido con la realidad. Alejandro Obregón, que ya conoce al público bogotano desde su llegada al país en 1944, hace una pequeña introducción a la muestra, pero se nota algo incómodo, parece que sospechara lo que su obra va a causar en el arcaico entendimiento de la élite bogotana.
Se destapan las obras al unísono, de pronto el público aterrado contempla una batalla entre la perturbación y la calma, entre el vértigo y la compostura. En el salón hay dos visiones opuestas: La explosión desencadenada contra la calma primitiva. Alejandro Obregón y Alfredo Wiedemann, se posicionan como los atrevidos, asumiendo la modernidad desde el repudio hacia lo primitivo. En la otra cara de la moneda, están los pintores de provincia, abanderados por Alipio Jaramillo y Pedro Nel Gómez, elegidos jinetes de la tradición y la costumbre, los defensores del buen gusto.
El público toma cartas en el asunto y repudia con firmeza las pinturas de Obregón y de Wiedemann. El trazo brioso y robusto del español no deja de ser para el público bogotano más que un rayón furioso sin intenciones y demasiado quejumbroso. Por su parte las figuras negras de Wiedemann, delgadas y frías al mejor estilo del expresionismo alemán, son miradas con el desprecio con el que se mira el dibujo de un infante. Las pinturas costumbristas de Gómez, Jaramillo y Ospina, en cambio, son resaltadas y se llevan el aplauso del pacato público bogotano.
En esta primera batalla, el trazo colorido y transgresor de los pintores europeos fue vencido por los colores tierra de los pintores folcloristas colombianos. Sin embargo Obregón había causado una conmoción tal con su óleo Masacre del 10 de abril, que la prensa bogotana no le quitó el ojo de encima desde entonces. Un año después de la muestra, en el periódico El Tiempo aparecería un artículo del poeta Jorge Gaitán Durán con el título de nueva pintura colombiana, el primer estudio meticuloso de la obra del recién nacionalizado pintor español.
De todas formas, ese artículo no tuvo suficiente ruido y los entendidos del arte continuaron defendiendo la causa costumbrista, Obregón y Wiedemann seguían siendo para ellos una adversidad atípica incapaz de potenciar una ruptura en los valores artísticos. Habrían de pasar varios años para que apareciera la figura contestataria de Marta Traba en la esfera pública colombiana, para encarnar la figura del jinete del apocalipsis que vendría a hacer justicia con estos artistas. Pocos colombianos estaban aptos para asimilar el nuevo arte en aquel año de 1948, por eso esa estética de ruptura en sus inicios transitó entre las sombras. Así sucede son los grandes acontecimientos, en sus inicios ejercen su transgresión desde el silencio para después sacudir los ánimos y fundar una nueva forma de entender el mundo.