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Paz territorial: ni territorios, ni paz

Sergio Estevan García Cardona

Paz territorial: ni territorios, ni paz

El año pasado, el Alto Comisionado de Paz del gobierno Santos, Sergio Jaramillo, declaraba que en Colombia nunca había existido un proceso de paz real: “Ha habido procesos exitosos en el pasado con diferentes grupos –M19, EPL, CRS- pero no ha habido un proceso de paz territorial, no ha habido un proceso de paz que se instale en las regiones y logre el verdadero cierre del conflicto”[1]. Esta preocupación que se estaba gestando públicamente en la arquitectura del proceso de paz con las FARC, y que Jaramillo nombraba indistintamente como ‘territorialidad’, se aclaró un tiempo más adelante, con una sonada conferencia que éste impartió en la Universidad de Harvard. En ella, se refirió a lo que para antes no encontró un nombre preciso, y sin miramientos lo bautizó como la paz territorial. Así, sentó firmemente su sustento ideológico, y la idea detrás del fin concertado para el conflicto armado, que quizá ha llegado a un punto de no retorno. ¿Qué es, pues, la paz territorial? ¿Por qué puede decirse que este ‘concepto’ contiene fuertes matices ideológicos? ¿Qué cambio genera su utilización con respecto a la paz, en general?

Una discusión académica de vastas proporciones ha venido gestándose en el ámbito de los estudios de paz y la resolución de conflictos, que mantiene unos efectos prácticos de especial importancia. Se presenta contemporáneamente, con más forma y peso, entre los que llamaré estudios de paz instrumentales y estudios de paz ampliamente concebidos. Los primeros, de los cuales son abanderados prestigiosas instituciones como el PRIO –Peace Research Institute of Oslo-, el SIPRI –Stockholm Institute for Peace Research- y la Universidad de Uppsala, se han construido disciplinarmente con arreglo a una visión estrecha de la violencia y la paz. Para estos, la primera hace alusión al uso o amenaza de uso de acciones que violenten física o psicológicamente a las personas –definición influenciada decisivamente por Vincenc Fisas-. La segunda, por su parte, habla de la ausencia de violencia, esto es, la inexistencia de situaciones como las previamente mencionadas. Es lo que genéricamente ha tomado el nombre de violencia directa y paz negativa, respectivamente. Las aproximaciones que desde estas grandes escuelas de pensamiento pueden hacerse a fenómenos relacionados, toman forma de estudios de conflictos armados, guerras civiles, problemas de seguridad y relaciones interestatales.

Los estudios de paz ampliamente concebidos, por otro lado, parten de una visión más profunda de esta articulación conceptual, que indaga sobre relaciones y estructuras sociales subyacentes a las manifestaciones visibles de paz y violencia. Así, se toman como punto de partida procesos específicos, que se enquistan en órdenes sociales, políticos, económicos y culturales. Las preguntas que desde este prisma se hacen, por lo general, están dirigidas a develar injusticias en el statu quo, que toman forma de violencia estructural y cultural –conceptos adoptados por Galtung en la década de 1960- y relaciones sociales desiguales. En este espacio se ubican, por ejemplo, la Universidad de Bradford y el Kroc Institute for International Peace Studies, de la Universidad de Notre Dame, de donde es profesor el afamado Juan Pablo Lederach.

Debe decirse entonces que el proceso de paz en Colombia no está exento de la forma en que se ha configurado ese debate, especialmente en relación con las pugnas ideológicas detrás de cada una de las aproximaciones. Hablar de lo territorial, la territorialidad, y la paz territorial, como la entiende el gobierno Santos, significa adscribirse, en mayor o menor medida, y con matices que no son especialmente claros, en una u otra línea interpretativa. Así, Jaramillo hablaba de una inquietud concreta del gobierno nacional con la paz: “En el centro de la visión del Gobierno hay una preocupación por el territorio, y una preocupación por los derechos”[2]. Es decir, la paz, en el entendido del Alto Comisionado, es la concreción de la garantía de derechos en los territorios, lo que implica una fuerte y articulada presencia institucional del Estado en los mismos.

La preocupación central de la paz son, pues, los derechos; la forma en que pueden garantizarse, en consecuencia, viene siendo la presencia de las instituciones. Pero preguntas por el significado de tal presencia, o por sus implicaciones, no hallan respuesta en los planteamientos de Jaramillo. De este modo, partiendo del hecho de que, por un lado, la violencia ha afectado desigualmente a los territorios; y por otro, que la paz exige un ordenamiento territorial que permita subsanar las heridas de la guerra, la paz territorial se muestra como la consolidación estatal, que toma forma en el concepto de acercar el Estado a las regiones.

De manera amplia, ésa concepción de paz territorial, se refiere a la posibilidad histórica de vincular las regiones, crónicamente marginadas en términos políticos y económicos, al proyecto político central, de carácter nacional. Puede decirse que, en el entendido de que la presencia institucional indiferenciada del Estado en todo su territorio es uno de los pilares del Estado moderno, la paz territorial se construye desde sus cimientos como un proyecto de unidad de los poderes políticos locales, regionales y nacionales. Es, en suma, la concreción de algunas de las necesidades que exige la modernidad, políticamente hablando. Pero lo anterior no es nuevo, en ningún sentido. Como advierte Claudia López[3], desde la época del Frente Nacional –en especial en la presidencia de Alberto Lleras Camargo-, el Estado colombiano ha buscado integrar las regiones, en un intento de modernización política y económica.

Ello,  contrario a lo esperado,  desembocó en reformas institucionales que terminaron por reproducir las prácticas políticas nacionales en las regiones, en un sentido más bien negativo; este proceso, tal como la autora menciona, tuvo tres efectos: (1) que la presencia del Estado significó en sí misma la presencia de los Partidos Políticos (Liberal y Conservador); (2) que la priorización del gasto público se configuró con arreglo a los criterios electorales y partidistas; y (3) que por las necesidades electorales, administrativas y financieras de los mismos Partidos, la presencia del Estado en las regiones se desarrolló de manera desigual –tal como le entiende Fernán González[4], en un marco de análisis más complejo. Fue, en últimas, un proceso de simbiosis institucional y política, que devino en la formación de instituciones paralelas a y no dependientes del nivel central.

Ahora bien, si la paz representa la  presencia institucional en el territorio para la garantía de los derechos; y, si por otro lado, los intentos de propiciarla han significado, históricamente, la reproducción de prácticas políticas propias del bipartidismo; ¿qué indicios existen de que el ‘nuevo’ impulso transforme realmente los efectos de los pasados? La respuesta se traza tenuemente, pero con una ambigüedad quizá elaborada, en la argumentación del Alto Comisionado, cuando dice que “si entendemos la construcción de paz como un ejercicio para reforzar normas y hacer valer derechos, tenemos un marco para ponderar mejor los intereses de la justicia con los de la paz”[5]. Esto es, siguiendo su línea, ‘el momento de la paz es ahora’, porque fue justamente en este momento cuando se abrió la oportunidad precisa para la paz. Lo importante de esto es, en consecuencia, qué puede inferirse sobre la paz entendida en el sentido en que lo hace el gobierno, en el marco del proceso de paz. Sobre ésta, al tiempo que quedan claro sus bases, van esclareciéndose sus medios: acercar el Estado a las regiones debe hacerse, entonces, a manera de un proceso de democratización política, administrativa, financiera y fiscal; en una frase, reproducir el modelo de desarrollo político y económico del gobierno nacional en el resto de las regiones (Ibídem).

Ello significa la profundización de este gran marco de acción institucional, que queda sintetizado en el concepto de ‘institucionalizar el territorio’, pilar de la noción de la paz territorial. Lo que no se cuestiona públicamente el Alto Comisionado es por el orden político, social y económico por el que propugna el desarrollo territorial de la paz propuesta. Lo que está en juego con ‘la paz’, no es únicamente entonces un proceso de justicia transicional, o de reforma del sector agrario, como se ha interpretado en términos generales el proceso de paz. Sobresale, en este punto, que lo que se asoma como tensión subyacente a éste es justamente su orientación política e ideológica, y la del modelo de sociedad que se establece bajo el lema de ‘la paz’.

Lo que no queda claro en la exposición de Jaramillo, es, paradójicamente, qué entiende por paz, a secas. Y eso se explica en la definición que de ésta hace el Plan Nacional de Desarrollo. Prosperidad para Todos, el PND con el que se rige el país en el segundo gobierno Santos, establece que la paz –a la cual se llegará por medio de una revolución- equivale, al tiempo, a romper con las formas de violencia política, posibilitar el desarrollo económico y superar la debilidad crónica del Estado. La paz requiere, entonces, la profundización de un modelo institucional que permita consolidar al Estado y, especialmente, posibilitar el crecimiento económico. Esa paz territorial que se propone, no termina siendo más que una manera sutil de establecer un vínculo entre el destino del conflicto armado, y la visión económica del gobierno, que se hace evidente como la de la libertad de empresa y la seguridad jurídica de la propiedad privada. Romper con la violencia significa, desde esta aproximación, acabar el conflicto armado y la delincuencia común, esto es, con sus manifestaciones directas. Las desigualdades sociales, las injusticias económicas, la concentración del ingreso y la propiedad, se subsumen entonces en un discurso de crecimiento económico, que se pretende como uno de prosperidad para todos. La paz, en tal sentido, es el argumento necesario para profundizar el modelo de desarrollo, y no para cuestionar y acabar con las estructuras impersonales de violencia, que toman forma de exclusión social, desigualdad y relaciones de opresión política, y que prolongan y reproducen el statu quo en las relaciones sociales.

El fondo político de la paz se despliega ya desde una visión ideológica, que aplica tanto para el plano económico como para la dimensión organizacional del Estado: presencia fuerte de instituciones quiere decir consolidación de las mismas, lo que implica un modelo de Estado moderno, liberal –que mantenga una división tripartita del poder, unos sistemas de pesos y contrapesos engrasados, pero sobre todo, basado en la ‘democracia plena’ que asume como su mayor criterio las elecciones periódicas-. Esta noción política de la democracia liberal se corresponde ideológicamente con la concepción económica del capitalismo, que es en esencia excluyente, porque parte de las regulaciones autónomas del mercado y las posibilidades individuales de acumulación de capital.

Así, consolidar la paz en el territorio -concepto preferido al de construir, en el PND- significa apuntalar una idea de desarrollo basada en la marquetización de la sociedad, es decir, en la liberalización del país. Si, en línea con lo anterior, la violencia se entiende –a la manera de la escuela instrumental- como la ausencia de paz; y la paz se interpreta como la consecuencia y correspondencia con el modelo liberal de organización política y económica; las alternativas no-liberales y formas de organización no basadas en la acumulación, la explotación y en el supuesto del hombre como homo economicus, equivaldrían en sí mismas a formas de violencia. Violencia, políticamente hablando, significaría el no-mercado y la no-apertura. Ello excluiría social y políticamente, por tanto, a las iniciativas locales y de base que buscan, a través de, por ejemplo, formas de economía solidaria, hacerle frente a la mordacidad del mundo globalizado contemporáneo.

Cabe entonces cuestionarse por las verdaderas bases políticas del concepto de paz territorial: ¿será que la paz necesariamente se corresponde con una sociedad liberal, que defiende la propiedad privada y las lógicas de ganancia, utilidad y beneficio? ¿Un crítico de las instituciones liberales modernas vendría siendo, en este sentido, un enemigo de la paz? ¿Puede la paz liberal llevar a la sociedad a disminuir la desigualdad, que en nuestro propio contexto es oprobiosa e insultante? La paz territorial, más en su dimensión política que en la espacial, sienta bases en una idea específica de país, que pocas preocupaciones tiene sobre las verdaderas formas que adopta la violencia, porque en su origen está marcado en piedra el postulado de la desigualdad material como principio de la libertad individual. No hay, pues, neutralidad en las decisiones políticas; y el gobierno Santos hace mucho tomó postura.

 


[1] Jaramillo, S. (2014). Transición a la paz: las conversaciones entre el gobierno y las Farc para el fin del conflicto. Todo lo que debería saber del proceso de paz, 4-6.

[2] Jaramillo, S. (2014). La Paz Territorial. Todo lo que debería saber sobre el Proceso de Paz (págs. 4-8). Bogotá: Imprenta Nacional.

[3] López, C. (2013). Tras medio siglo de intentar llevar el Estado a las regiones ¿qué deberíamos preguntarnos? ¿cómo deberíamos avanzar? Arcanos, 15(18), 20-45.

[4] Ver González, F. (2014). Poder y violencia en Colombia. Bogotá: Cinep-Odecofi-Colciencias.

[5] Ibídem.