La guitarra de Aranjuez
Emilio Quevedo V.
Hoy, 20 de enero de 2016, se cumplen 12 años de la muerte de mi querido padre, Tomás Quevedo Gómez, ocurrida en Medellín el martes 20 de enero de 2004. Había nacido el 2 de junio de 1916, lo que quiere decir que este año se celebrarán 100 años de su nacimiento.
Ese martes, 20 de enero, en la mañana, muy temprano, timbró el teléfono de mi casa en Bogotá. Era mi hermano Augusto que me llamaba para decirme que estaba saliendo de la casa de mi padre para llevarlo a la Clínica Medellín porque había pasado muy mala noche, vomitando, y estaba en mal estado. Yo le dije que me estaba arreglando para ir a cumplir una cita médica que tenía programada desde hacía muchos días y que me había costado mucho trabajo concretarla, pero que apenas llegaran a la clínica me llamara a mi teléfono celular para ver qué habían dicho los médicos y si se justificaba que yo viajara a Medellín ese día.
Mi padre había sufrido una caída en su apartamento, en septiembre del año anterior, hecho que le había causado una fractura de cadera. Le habían practicado un reemplazo de la cabeza del fémur y se estaba recuperando. En la primera semana de enero de 2004 fui con mi esposa, mi hija y mi hijo a visitarlo, pues no habíamos podido pasar la noche de Año Nuevo con él, como era tradición en nuestra familia. Estuvimos una semana y media en su apartamento. Ya estaba caminando con la ayuda de un aparato caminador, pero estaba muy deprimido y constantemente expresaba sus deseos de morirse ya. En los meses anteriores, ya había repartido todos sus bienes entre los cuatro hijos que tenía y a cada uno le había entregado lo que le correspondía. Lo que aún no nos había entregado, lo había dejado marcado con el nombre correspondiente de cada uno. Por ejemplo, a los cuadros de su casa –entre ellos cuatro originales del maestro Francisco Antonio Cano que poseía y que no quería que se descolgaran antes de su muerte– y a las cerámicas de su autoría, les había dejado al respaldo una cinta marcada con el nombre correspondiente de cada uno de los hijos que debían recibirlos y conservarlos. Fue la última vez que mis hijos, mi esposa y yo lo vimos, pero yo había hablado telefónicamente con él el domingo 18 de enero pues, desde que en 1967 yo me vine a vivir a Bogotá, para estudiar medicina, teníamos la costumbre de hablar por teléfono todos los días o día de por medio. Ese día estaba bien, sin ninguna sintomatología. Por eso, la llamada de la mañana del 20 y la noticia de mi hermano, me tomaron por sorpresa.
Al salir de mi cita médica en el Centro Médico Almirante Colón, de Bogotá, hacia las 10 a. m., me dirigía al parqueadero a buscar mi automóvil cuando recibí nuevamente la segunda llamada de mi hermano Augusto. Apenas le contesté, me dijo: “Ve, Emilio, mi papá se acaba de morir. Se murió en la clínica, tranquilo, después de fumarse el último cigarrillo, se fue quedando dormido”. Mi padre se fumaba más de cinco paquetes de cigarrillos Pielroja al día. Cuando uno le preguntaba “¿Papá, cuantos cigarrillos se fuma al día?”, él respondía: “Los que alcance”. Inmediatamente llamé a mi esposa y le dije que se preparara, que nos íbamos ya para Medellín, que mi padre se acababa de morir.
Pasé a mi casa a recogerla y nos fuimos directo al aeropuerto El Dorado. Logramos tomar un vuelo que estaba programado para el medio día, pero este se retrasó y llegamos a Medellín hacia las 4 de la tarde. Por orden explícita suya, que había dejado escrita, su cadáver había sido trasladado de la clínica directamente a la funeraria, de manera que al llegar a su apartamento él ya no estaba. Se sentía ya una gran sensación de vacío que hasta hoy ha sido imposible de llenar.
Al revisar el cajón de la mesa de noche encontramos una copia del certificado de nacimiento que él había dejado allí para nosotros, consciente de que se iba a necesitar para todos los trámites que seguían. Y en su cartera encontramos cuidadosamente doblada, escrita sobre un papel, ya amarillado por los años, la letra de una canción que cantaba su padre, mi abuelo Raúl Quevedo Álvarez, y que era una especie de canción insignia de nosotros. La aprendimos a cantar directamente de mi abuelo y la cantamos cuando nos reunimos en nuestra casa, después del entierro de mi abuelo. Era una canción que hablaba de la vejez y de vida en las etapas finales de la vida. De hecho, en vida de mi abuelo mi padre no la cantaba. Pero después de la muerte del abuelo, se convirtió para él en una especie de himno. Supongo que porque se lo recordaba y le ayudaba a llenar un poco ese vacío eterno que deja la muerte del padre. Pero creo que también, cosa que suele pasarnos a todos en cierta etapa de la vida, porque debió tomar conciencia de que, a partir de ese momento, en ausencia definitiva del viejo padre, ya el “viejo” era él.
Esa canción la cantábamos siempre que queríamos acordarnos del abuelo Raúl y mi padre siempre pedía que la entonáramos de primera cuando los miembros de la familia nos reuníamos a cantar. Su autor y su nombre nunca lo supimos, ya que a nadie más que a mi abuelo se la oímos cantar antes. Por eso, yo siempre supuse que había sido compuesta por él, pero nunca lo reconoció. Tenía ritmo de danza y nosotros la conocíamos por su primer verso, “Nosotros los que vamos”, su letra rezaba así:
Nosotros los que vamos, dejando lejos, los recuerdos queridos y los amores, como en la selva virgen, los troncos viejos, nos cubrimos de extraño ropaje en flores.
Ya nuestras juveniles horas ligeras, pasan y del invierno se acerca el hielo. Nos cubrimos como ellos de enredaderas, de cabecita rubia y ojos de cielo.
El alegre ropaje de sus encantos,
nuestra vida engalana con dicha cierta,
como en la selva virgen los aéreos mantos
de las enredaderas a las ramas muertas.
Ya nuestras ilusiones solo ecos suaves
guardan de los lejanos tiempos queridos,
porque las ilusiones como las aves,
solo en follaje verde forman sus nidos.
Mis hermanos me contaron entonces que él había dejado orden explícita de que no velaran su cadáver ni le hicieran ninguna ceremonia religiosa y de que su cuerpo fuera cremado. Que simplemente, desde la funeraria, lo trasladaran al cementerio, y así se hizo. Los familiares más allegados y la enfermera privada, que lo había asistido la última noche y muchas otras noches, desde que había sufrido su fractura de cadera, lo acompañamos al día siguiente al cementerio. Cuando estábamos todos con él enfrente de la “boca” del horno crematorio, sentí un deseo inmenso de cantarle a pulmón abierto esa canción, pero no pude porque la voz no me salió.
Al regresar a su apartamento, la enfermera me contó que se había puesto mal desde las 10 de la noche; que había vomitado muchísimo, pero que él le había pedido que no llamara a ninguno de mis hermanos ni a ningún médico, porque si llegaba alguno de ellos no lo iban a dejar morir tranquilo. Le pidió que, en la grabadora de casetes que mantenía en su cuarto, le pusiera a sonar algunos de los casetes que yo le había grabado tocando mi guitarra clásica o cantando las canciones que a él más le gustaban. Toda la noche y la madrugada se las pasó escuchando esa música.
Mi interés por la música y por la guitarra había comenzado desde que yo era muy joven. Desde que era niño, escuchaba cantar a mi abuelo paterno. También mi padre cantaba y el primer recuerdo que tengo de mi madre es viéndola cantar en los ensayos del Orfeón Antioqueño, coral a la que ella y mi tía Estella Vélez pertenecían, pues mi madre, siendo muy pequeño me llevaba para que la acompañara en los ensayos en el Teatro de Instituto de Bellas Artes. Yo era el único miembro del auditorio mientras ellas cantaban. Pero mi familia materna era muy musical. Durante las navidades y en otras festividades, que se llevaban a cabo en la casa de campo de mi abuela materna, en el pueblo de Caldas, o en las casas de las fincas vecinas de sus hermanos y hermanas, siempre había música en vivo interpretada por los tíos de mi mamá. El tío Guillermo de la Cuesta tocaba el violín; el tío Jorge, la guitarra; y el tío Ricardo, el tiple.
Más tarde, pero todavía en mis años de juventud, cuando yo tenía unos ocho o nueve años, mis tías maternas Liga y Consuelo Vélez y la esposa de uno de uno de mis tíos, Maruja Zuluaga Lebrún, habían tomado clases de guitarra y tiple, y habían formado un trío y siempre tocaban y cantaban música colombiana, boleros y rancheras en todas las reuniones familiares. A mi padre le encantaba la música y siempre organizaba fiestas los fines de semana en “La Fraga”, la casa de campo en la vereda de Granizal, a donde nos habíamos trasladado a vivir en 1952, resguardados un poco de los problemas políticos que se sucedían durante el gobierno de Laureano Gómez.
Un día le pedí a mi padre que me regalara una guitarra, pues quería aprender a tocar y a cantar así como mis tías. Mi padre accedió a mi petición y compró una guitarra barata, dura y poco sonora, hecha en Marinilla. No obstante, para mí era todo un instrumento. Mi padre le pidió a un campesino llamado Aníbal –que trabajaba de mayordomo en la finquita donde vivíamos y que “surrungueaba” un poco la guitarra y cantaba música campesina con voz “aguardientosa”– que me enseñara los primeros pasos. Era poco realmente lo que podía enseñarme este hombre, a pesar de su buena voluntad. Por eso, yo decidí que, cada vez que mis tías fueran a la casa a cantar, yo trataría de remedar lo que ellas hacían sobre la guitarra. Así, en unos pocos meses aprendí todas las posturas y pude comenzar a “acompañarlas” con mi guitarra cuando ellas tocaban y cantaban. Lenta y solitariamente, en las noches en mi cuarto, me fui memorizando las letras de las canciones y sus acompañamientos y algunas de las introducciones punteadas, hasta que en alguna fiesta familiar hice mi debut delante de ellas y de los asistentes, tocando y cantando solo las canciones que les había aprendido.
A partir de ese momento, mi padre y mi madre descubrieron que tal vez yo tenía talento musical. Desde entonces, y por el resto de su vida, mi padre decidió apoyar mi camino musical. Aproveché esa coyuntura y le pedí que me regalara una guitarra nueva, de mejor calidad, petición a la cual accedió. Mi tía Ligia acababa de comprar una guitarra, construida por un lutier de apellido Monsalve que tenía su taller en la parte baja del barrio Manrique, y que, aunque no era una gran guitarra, si era bastante mejor que la de “cargazón” de Marinilla que yo tenía. Fuimos entonces con mi padre al taller de Monsalve y me compró una guitarra bastante sonora, mucho más blanda y cómoda que la que yo tenía y con una buena caja de resonancia. De hecho, era mejor que la de Ligia, mi tía. Esa sería mi guitarra hasta 1968, cuando mi padre me regaló otra mucho mejor. A los pocos días, en una de las habituales fiestas que mi padre organizaba en “La Fraga”, estuvo presente un poeta, cantante, compositor y guitarrista llamado Hugo Trespalacios. Ese día mi padre me pidió que cantara y tocara para Trespalacios, lo cual hice y recibí muchos elogios de su parte. Mi padre se puso muy feliz, pues se sentía muy orgulloso de mis progresos con la guitarra. Cuando enseguida escuche cantar y, sobre todo, tocar la guitarra a Trespalacios, dije públicamente: “Yo tengo que llegar a ser capaz de tocar la guitarra como lo hace este señor”, y le pedí a mi padre que me consiguiera un buen profesor de guitarra. Mi tía Ligia me puso en contacto con un joven llamado Juan José Botero, que era vecino de ella y que era el guitarrista del grupo musical Los Teen Agers, más tarde, Los Ocho de Colombia. Él era un buen guitarrista y tenía amplios conocimientos de guitarra popular y algo de clásica. Inicié clases con él pero, después de un año de trabajar bajo su tutoría, ya le había aprendido todo lo que podía enseñarme. Por esos días, mi padre me había regalado de cumpleaños, a solicitud mía, el recién salido álbum de tres discos long play del Jubileo de Andrés Segovia y, después de escucharlo muchas veces, decidí que quería abrirme un nuevo horizonte y que lo que yo quería ahora estudiar la guitarra clásica.
Acababa de iniciar mis estudios de bachillerato en el Liceo Antioqueño, colegio de bachillerato de la Universidad de Antioquia, y mi profesor de música, Gustavo Sierra, que en algún momento me escuchó tocar en la guitarra de un compañero durante algún recreo entre clases, me invitó a ser miembro del coro del Liceo y ofreció que me tramitaría una beca para el conservatorio. Así, desde el segundo año de bachillerato, en 1962, inicié mis estudios de música en el Conservatorio de la Universidad de Antioquia, de manera simultánea con mis estudios de bachillerato. Allí conocí al profesor Edo Polanek, guitarrista checo, que daba clases allí y pedí que me recibiera en sus clases. El profesor me invitó a una audición y me hizo tocar. Toqué el Vals criollo N.° 3, de Antonio Lauro, que me había enseñado Botero y que implicaba algunas dificultades. Polanek me dijo que yo tocaba bastante bien, pero que tenía que corregir algunos defectos de técnica que eran importantes para que pudiera continuar avanzando. Con el apoyo económico de mi padre, pues esto no entraba en la beca del Conservatorio, me matriculé en sus clases de guitarra clásica.
No obstante, a los pocos días de iniciar mis estudios de música en el Conservatorio, el profesor Polanek renunció, pues se peleó con la directora, que era una señora bastante peculiar, y organizó su propio estudio privado en un pequeño local en el pasaje Junín- Maracaibo, en donde, nuevamente con el apoyo económico de mi padre, continué mis estudios de guitarra clásica. Polanek me enseñó la técnica de la escuela alemana de guitarra y la técnica de la guitarra clásica; además de su propio método, estudiamos a Fernando Carulli, Matteo Carcassi y Fernando Sor, revisamos algunos elementos técnicos de la Escuela de Francisco Tárrega y trabajamos algún repertorio más, especialmente música del Renacimiento, el Barroco y los clásicos. Polanek me ayudó a construirme una muy buena capacidad de interpretación musical y me insistió mucho en el manejo del fraseo musical. Hice varios progresos que se vieron reflejados en varios conciertos que me ayudó a organizar el mismo profesor Polanek en varias instituciones de la ciudad, incluyendo el propio Auditorio del Conservatorio. Estos conciertos eran el orgullo de mi padre y de mi madre. Allí yo no tocaba con mi guitarra “Monsalve”, pues el profesor Polanek muy amablemente me prestaba su guitarra de concierto, que había sido construida por el lutier alemán Edgar Mönch y que sonaba como música de los ángeles. Yo comencé a insistirle a mi padre que si tuviera una guitarra como esa podía tocar mucho mejor. Pero en Medellín no había donde conseguir una guitarra así.
Trabajé con Polanek intensamente. Durante todo el resto de mi bachillerato, dividí mis estudios entre las materias del colegio, las del Conservatorio y las clases y estudio personal de la guitarra; y fui avanzando lentamente y progresando y fui incluyendo obras cada vez más complejas en mi repertorio. Con los ahorros de la corta mesada que me podía dar mi padre, un día me compré por mi cuenta un libro de partituras titulado Doce composiciones para guitarra, de Francisco Tárrega, que tenía piezas de mediana y alta complejidad. Había comenzado a escuchar la música de ese compositor romántico español y me fascinaba. En la soledad nocturna de mi cuarto inicié el estudio de esas piezas, puesto que Polanek apenas tenía un conocimiento rudimentario de la técnica Tárrega, que era diferente de la clásica.
Un día, ya casi al final del 5.° año de bachillerato, fuimos invitados a comer en una finca vecina cuyo propietario era el doctor Elkin Rodríguez, médico amigo de mi padre y cuyos muchos hijos eran mis vecinos y amigos personales. Me pidieron que llevara mi guitarra.
Hacía mucho tiempo que no tocaba música clásica en público, pues mi estudio lo llevaba a cabo en mi cuarto privado en las noches, pues el resto del tiempo lo dedicaba a los otros estudios. Allí estaba Pilar Rodríguez, una de las hijas del doctor Elkin, que era por cierto muy hermosa. Tenía unos ojos cafés, casi negros, grandes, enmarcados en unas pestañas inmensas, una linda sonrisa, y un cuerpo muy espigado. Todo esto acompañando de una increíble dulzura que se esparcía por su rostro, por todo su cuerpo y por su espíritu, y que irradiaba paz en todos los entornos por donde se movía.
La Pilarica, como le decíamos cariñosamente todos, nunca me había escuchado tocar la guitarra. Cuando, después de la comida, comencé a tocar música clásica, ella estaba sentada en frente de mí y, desde que sonó la primera nota hasta que terminé, no dejó de mirarme y escuchar con mucha atención y satisfacción expresa. A pesar de que había en el público muchos vecinos y amigos, toda la noche toqué para ella pues era quien más atención ponía en mi música. Un artista no toca, como imaginan una buena parte de los legos en música, por el placer egocéntrico de ser aplaudido. No, un artista toca su instrumento (juega con él, plays, como se dice en inglés) por el puro placer de hacer música, de producir sonidos con sentido y expresar sentimientos con ellos. Este placer inmenso es incomprensible e indescifrable para el resto de los mortales que no han tenido la oportunidad de aprender a hacer música con un instrumento. Pero un intérprete también toca para satisfacer a su público y hacerlo sentir, transmitiéndole esos sentimientos. Y cuando mejor toca es cuando fluye la energía de esos sentimientos en una especie de danza entre el intérprete y su público. Y esa energía, que se generó entre La Pilarica y yo, llenó el ambiente esa noche. Inicié tocando obras barrocas de Carcassi y clásicas de Sor, pero luego fui pasando progresivamente a las obras románticas de Tárrega y culminé mi presentación con el Capricho árabe, de ese autor, obra romántica y dulce por excelencia. Cuando terminé de tocar todos me aplaudieron mucho y me pidieron un bis. Los aplausos del público son una especie de explosión de júbilo por el placer sentido y de reconocimiento y agradecimiento al artista por haberlos conducido a ese trance jubiloso.
La Pilarica me rogó entonces que tocara otra pieza así como la que acaba de interpretar, es decir, melódica y romántica. Yo acababa de trabajar por mi cuenta una obra titulada Brimborion: Romance sans paroles, Op. 11, de Jacques Bosch, un compositor romántico francés de finales del siglo XIX. Es una melodía hermosa, de mediana complejidad técnica, pero que requiere de una interpretación muy sentida y un sonido impecable y diáfano. Al principio, dudé en tocarla pues apenas sí la había montado y no la había practicado mucho. Pero ante la solicitud de La Pilarica, me decidí a hacerlo pues era una obra totalmente desconocida porque ningún guitarrista la tocaba, ni la había grabado y, hasta hoy, nunca se la he oído tocar a nadie. Era, pues, prácticamente un estreno absoluto. Esto me daba cierta seguridad porque, si llegaba a tener algún error, nadie lo notaría.
Era la primera vez que la tocaba en público y me salió realmente increíble. Era un final con broche de oro. Todos me dijeron que nunca me habían oído tocar así, y me hicieron poner colorado pues afirmaron que era por la inspiración que me provocaba la presencia y la atención de Pilar. Yo realmente me quedé asombrado de lo que había sido capaz de hacer esa noche. Es posible que la presencia cercana de Pilar –amor platónico e inalcanzable de todos los amigos que la conocían, pues era mayor que casi todos nosotros y tenía un novio con el que se iba a casar– haya tenido que ver con la inspiración de ese momento. En efecto, el mayor galardón de esa noche fue el beso que me dio Pilar en la mejilla como agradecimiento por el bis, cosa que envidaron mucho todos mis amigos y vecinos presentes. Pero, más allá de eso, lo que quedaba para mí muy claro era que lo que había logrado en ese momento mágico se debía a mi trabajo constante sobre el instrumento, que me había conducido a un progreso técnico e interpretativo que, en ese momento, me había permitido dar un salto cualitativo en la calidad de mi sonido y de mi interpretación musical.
A mediados del año de 1966, cuando estaba ya casi por terminar mis estudios de bachillerato, tuve que tomar una decisión importante pues, debido a esos progresos, las directivas del Conservatorio me impulsaron para que me presentara como candidato para una beca que estaban ofreciendo en ese momento para estudiar guitarra clásica en Nápoles, Italia. Como ya dije, mi familia y yo vivíamos en una casa de campo y a mí me quedaba poco tiempo en la semana para conversar con mi padre, lo que me gustaba hacer, debido a que salíamos muy temprano para el Liceo, pues tenía clases desde las 7 de la mañana hasta la 1 p. m. Después de almorzar me iba a mis clases del Conservatorio unos días y otros iba al Estudio de Polanek, para mis clases de guitarra y en la noche llegaba a estudiar. Pero, durante todo el año de 1966, decidí a acompañar a mi padre los sábados a sus rondas médicas en el hospital y en las casas de los pacientes que estaban a su cargo. Al principio lo esperaba en las salas de espera del Hospital de San Vicente de Paúl y de las clínicas o en el automóvil cuando visitaba a algún paciente en su casa particular. Después de un mes le dije que me gustaría ver qué era lo que hacía en esos lugares con sus pacientes y él me invitó a acompañarlo en sus rondas médicas. Así comencé de su mano a aprender medicina y a entusiasmarme con dicha profesión.
Mi padre se había formado en el modelo clínico de la Escuela Francesa y era un gran clínico. Me encantaba el espectáculo intelectual de la lógica de su capacidad diagnóstica. A pesar de mi gran gusto por la música y la guitarra, cuando me ofrecieron la beca, yo ya había centrado mi interés profesional en la práctica médica y, finalmente, decidí que mi actividad profesional sería la medicina y que la guitarra sería un importante hobby durante toda la vida. Aunque mi padre me impulsaba a que me fuera a estudiar guitarra a Italia y me insistía que no estudiara medicina, que la profesión iba camino a una gran crisis. Hacía ya unos pocos años que mi padre se había retirado de su cargo de profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, pues habían llegado al poder los reformadores de orientación norteamericana y él decía que ellos estaban formando un médico para los Estados Unidos, no para Colombia. Pero que, además, ellos estaban montando en los Hospitales Universitarios sus propios negocios de medicina privada, utilizando parte de los servicios que eran para la gente pobre para atender a sus “clientes” privados. Por eso, en su renuncia decía que se retiraba de su cargo de profesor, pues “prefería la decencia a la docencia”. Pero para mí era claro, además, que en este país y en ese momento, era imposible vivir solo de la música.
Un día, después de llegar mi padre de un viaje a Bogotá, me preguntó si todavía quería estudiar medicina. Le dije que sí, y él me comentó que durante su viaje había conocido a un doctor Guillermo Fergusson, que había creado una escuela de medicina en la Universidad del Rosario que combinaba el modelo francés con el norteamericano y que estaba orientada a formar los médicos que el país necesitaba. Y me dijo: “si usted es tan güevón que todavía quiere estudiar medicina, pues es allá donde tendría que estudiar”. Me propuso entonces que lo acompañara a un Congreso médico que se iba a realizar en Ibagué el mes siguiente, pues allá iba a estar Fergusson y así podría conversar yo con él sobre el proyecto de dicha Facultad para que pudiera tomar una decisión. Nunca imponía nada, daba los argumentos que consideraba del caso pero era uno el que tenía que tomar las decisiones. La conversación con Fergusson me convenció de que definitivamente era en su facultad donde yo tenía que irme a estudiar. En febrero de 1967 viajé a presentar examen de admisión y entrevista tanto en el Claustro como en la Facultad, y pasé.
Viajé entonces en marzo a Bogotá a estudiar medicina en la Universidad del Rosario y, obviamente, traje conmigo mi guitarra “Monsalve”. En esta ciudad, con un ambiente musical muchos más amplio, después de un concierto del guitarrista y maestro argentino Ernesto Bitetti, subí al camerino del Teatro Colón a presentármele y allí conocí a varios guitarristas bogotanos que estaban saludando al maestro. Me hice amigo de algunos de ellos, pero especialmente de Mauricio Posada, un estudiante de Química de la Universidad Nacional, guitarrista y constructor de guitarras. Bajo su batuta, y en compañía de otros amigos de él, creamos la Sociedad Nacional de la Guitarra Clásica, en torno a la cual nos reuníamos a tocar, a aprender unos de otros y a dar conciertos públicos en grupo. Conocí así las guitarras que hacía Mauricio, que eran de una muy buena calidad, muy bien hechas y con muy buen sonido y afinación. Mauricio venía desde hacía un tiempo atrás estudiando libros sobre la construcción de la guitarra y, desde 1963, se había aliado con un lutier, Álvaro Camelo, a quien él había dirigido la construcción de varias guitarras, con resultados muy buenos.
Durante el año de 1968, Mauricio organizó, con la Sociedad Colombiana de la Guitarra Clásica, un Master Course de Guitarra Clásica con el maestro griego George Sakellariou, de paso por Bogotá. Yo participé en ese curso, nuevamente con el apoyo económico de mi padre, el cual me ayudó a perfeccionar mi técnica de la Escuela Tárrega y a conocer nuevos elementos técnicos, como los aportados por el maestro uruguayo Abel Carlevaro y otros. Al final del curso, el maestro Sakellariou me recomendó que cambiara de guitarra pues mi “Monsalve” ya no me daba la calidad de sonido que mi ejecución exigía. Le comenté entonces telefónicamente a mi padre las opiniones del maestro y le hablé de la existencia de las guitarras de Mauricio. Paso seguido le pregunté si él estaría dispuesto a apoyarme para conseguir una de esas. Había que mandarlas a hacer por encargo y se demoraban unos tres meses. El problema era que constaban $2500 cada una, y eso era mucha plata en ese momento. Por lo tanto yo estaba casi seguro que me iba a decir que no me podía apoyar en mi interés de encargarle una guitarra a Mauricio. El me respondió que iba a pensarlo y a hacer cuentas. Teniendo en cuenta que el costo que le tocaba a él pagar por cada semestre de medicina mío era de $6000, la guitarra que le estaba pidiendo costaba prácticamente medio semestre de universidad. Yo sabía del gran esfuerzo que mi padre tenía que hacer para mantenerme viviendo en Bogotá, además de pagar el costo de cada semestre y, por lo tanto, no me hacía muchas ilusiones en torno al asunto.
Yo no volví a tocar el asunto en las conversaciones telefónicas cotidianas siguientes. Pero una semana después me dijo: “ya le giré ayer a su cuenta $3000 para que le encargue a Mauricio la mejor guitarra que él le pueda hacer”. Le di todas las gracias del mundo y el sábado siguiente me fui a hablar con Mauricio. Como ya éramos buenos amigos, Mauricio le puso el alma al trabajo: utilizó maderas de pinabete hindú para la tapa del frente, palo santo para los costados y la espalda, y cedro y ébano para el mástil y el diapasón, todas ellas importadas de Alemania y con bastantes años de curación. Tomó, además, como modelo, una guitarra construida por el famoso lutier español Ignacio Fleta, que era propiedad del chelista de la Orquesta Sinfónica de Colombia, Daniel Baquero, quien además era guitarrista y había sido profesor de Mauricio en algún momento. El resultado fue realmente bueno: una maravillosa guitarra, la número 35 de 1968, con un sonido celestial, brillante y, al mismo tiempo, profundo que proyectaba su sonido a gran distancia, muy apropiada para tocar en espacios grandes como teatros, pero al mismo tiempo con unas notas dulces, propicias para las salas musicales pequeñas. A tal punto que, años más tarde, para un concierto que presenté en el Teatro Pablo Tobón Uribe, en ese momento el más grande de Medellín, aunque el profesor Polanek muy amablemente me volvió a ofrecer su guitarra Mönch, yo preferí tocar en mi guitarra Posada porque su sonido era superior en el caso de las salas de gran tamaño.
Mi padre amó el sonido de esa guitarra y siempre que viajaba a vacaciones a Medellín me pedía que la llevara. Y, para el penúltimo día de cada una de mis estancias vacacionales en la Ciudad de la Eterna Primavera, quedaba programada indefectiblemente una sesión de grabación de las nuevas obras de guitarra clásica y las canciones nuevas que yo me iba aprendiendo durante cada semestre. Mi padre guardaba esos casetes y los oía frecuentemente; especialmente durante sus últimos años cuando le tocó comenzar a vivir solo, después de la muerte de mi mamá y de que mi hermano Augusto dejara de vivir con él y se fuera a vivir con su novia en otro apartamento. Invitaba a sus amigos íntimos para que lo acompañaran a escucharlos, especialmente a Eduardo Pérez, su compañero de estudios de medicina, quien también vivía relativamente solo y con quien se reunía una vez en la semana a tomarse una botella de vino y a comerse un buen queso, mientras escuchaban la música y conversaban. Fueron precisamente algunos de esos casetes los que mi padre estuvo escuchando la última noche y la última madrugada que pasó vivo sobre esta tierra.
Pero mi guitarra Posada sufrió un serio accidente en el año de 1998, del cual no quiero ni acordarme, y quedó prácticamente destruida. Solo la tapa y el mástil sobrevivieron parcialmente pues la espalda y los aros quedaron totalmente hechos añicos. Después de esto, mi padre sufrió tanto como yo la ausencia de esa guitarra. Unos años atrás, mi hermano Augusto, también músico y guitarrista, le había comprado otra guitarra a Mauricio Posada. Era buena, pero no tanto como la mía; pues aunque tenía bonito sonido en los altos, los bajos no eran fuertes ni profundos y no proyectaba el sonido lejos como mi Posada. No obstante, el año anterior al accidente de la Posada, él había comprado una muy buena guitarra Yamaha, de gama alta, y yo le compré su Posada para mi hijo, que estaba con el embeleco de estudiar guitarra. Mi hijo finalmente no salió con nada y cuando me quedé sin guitarra comencé a usar esa otra Posada. Pero no era lo mismo, y comencé a desentusiasmarme y, aunque seguí tocando, no lo hacía con la misma frecuencia y placer. Cuando viajaba a Medellín con ella, mi padre decía “es que no suena lo mismo” y yo terminaba dejando de lado mi guitarra y tocando en la Yamaha de Augusto y, a veces, en las reuniones familiares, en una guitarra española muy buena que había comprado mi tía Consuelo Vélez y que me la prestaba durante la reunión. Pero la ausencia del sonido de mi Posada era un vacío que ni mi padre ni yo no lográbamos superar.
Lo que sí creo que mi padre nunca alcanzó a imaginar fue la influencia que la música y la guitarra tuvieron en toda mi vida personal y profesional. Yo había sido un muchacho muy tímido durante mis primeros siete u ocho años de vida. La severa miopía que sufría desde niño me había limitado la participación activa en los deportes juveniles. Por eso me había dedicado a actividades más intelectuales como la lectura. Pero mi iniciación y mis primeros progresos en la música y en la guitarra constituyeron mi punto de apoyo para mi inserción social. Luego, mi formación musical ya más seria me permitió, mientras era estudiante de medicina, crear y dirigir un coro de estudiantes, mis compañeros, en la Facultad de Medicina del Rosario, que tuvo larga vida y me facilitó mi posicionamiento en la Facultad y en la Universidad. La guitarra y el canto me trajeron amigos y novias. Con la guitarra conquisté a la que toda la vida ha sido mi esposa. Tocar guitarra fue el puente para conseguir mi primer trabajo como profesor en la Escuela Colombiana de Medicina. La visibilidad social que me dieron la guitarra y el canto me permitieron conseguir mi primera casa propia.
Y, después, ya como historiador social de las ciencias y de la medicina, al tener que aprender a leer y a interpretar los documentos y las fuentes primarias históricas, los conocimientos y prácticas que había aprendido años atrás para analizar una partitura musical, fueron fundamentales. No solo por la lectura estructural, sino también porque descubrí que en las palabras y los conceptos, así como en las notas y en las frases musicales, había detrás, de manera invisible para el lego, estilos y corrientes de pensamiento y de expresión, que expresaban (perdón por la repetición) a su vez desarrollos históricos, económicos, políticos y culturales que era necesario descifrar para poder interpretar adecuadamente dichas notas y frases o dichas palabras y conceptos. Pero, además, la formación musical me enseñó a trabajar sistemáticamente y con rigor para poder progresar. En dos palabras, aprendí el significado cabal de la palabra superación, expresada en esos saltos cualitativos de la capacidad técnica e interpretativa.
Pero, después de la pérdida de mi guitarra Posada, fui lentamente dejando la práctica de hacer conciertos para el gran público, pues ya no tenía mucho tiempo para practicar ni tenía una guitarra que motivara a tocar en público. Mi guitarra se fue convirtiendo pues en mi hobby privado y personal y, solo de vez en cuando tocaba y toco hoy ante grupos pequeños e íntimos de amigos o familiares.
A mi padre lo enterramos el miércoles 21 de enero. Pero, al día siguiente, el jueves 22, fuimos con Augusto a reclamar un dinero de un seguro mortuorio que mi padre tenía y a recoger otro dinero de otro seguro de vida que mi padre me había dejado como parte de la herencia. El sitio donde estaba esa oficina no era muy bueno y no había parqueadero cerca. Por lo tanto, decidimos dejar el automóvil de Augusto en un parqueadero en el centro de la ciudad e ir caminando hasta la susodicha oficina. Al regreso, pasamos por pasaje Junín- Maracaibo y, en un recodo del pasaje, muy cerca de donde quedaba el antiguo estudio del profesor Polanek, había un almacén de instrumentos musicales. Al pasar frente a dicho almacén, Augusto me comentó que allí vendían muy buenos instrumentos y que ahí le había comprado el violonchelo a Juliana, su esposa, que también era música. Yo, que en mi frustración ya crónica de haber perdido mi guitarra de concierto años atrás, siempre andaba a la búsqueda de una buena guitarra, de pura novelería le dije a Augusto que entráramos a ver si había guitarras.
Nos recibió el dueño del almacén en persona, a quien le preguntamos si tenía guitarras. Él, muy amable, como todo un vendedor paisa, nos respondió que sí, que tenía guitarras de todos los precios, desde $70 000 en adelante. Yo le dije que sacara la guitarra más cara que tuviera. Entonces pidió que lo esperáramos un momento y remontó unas escaleras que había al fondo del almacén y que conducían como a un desván encima del mostrador. A los pocos minutos bajó con cara de orgulloso y nos mostró su guitarra más costosa. Era una guitarra española de marca Alhambra, muy bonita. Me puse a tocarla y tenía buen sonido; pero tenía un defecto y era que las notas altas, después del 12.° traste, producían un sonido chasqueante. La revisé y me di cuenta que era imposible arreglarla porque había que elevarle el puente y la guitarra quedaría muy dura para la pulsación de la mano izquierda. Se la devolví al señor y le expliqué lo que pasaba. Él me respondió: “he visto que usted toca bastante bien la guitarra. ¿Dígame una cosa señor: lo que usted está buscando es una guitarra de concierto?” Yo le respondí que no necesariamente, pero que si él sabía de alguna, me dijera dónde estaba y yo iba a verla. Inmediatamente me respondió que él conocía a un lutier antioqueño, que había estudiado construcción de guitarra en España, que sus guitarras eran muy buenas y que se vendían en Nueva York a tres mil dólares, cada una. Le dije entonces que me gustaría verlas. Me dio inmediatamente el teléfono de la casa-taller del lutier, que se llamaba Francisco Castrillón, y desde allí mismo me comuniqué con él. Le dije cómo había sabido de él y me comentó que en ese momento tenía dos guitarras recién terminadas, pero que una ya la había negociado por tres mil dólares con su agente de Nueva York; pero que le quedaba la otra. Le pedí la dirección y nos fuimos a verla, después de darle las gracias al dueño del almacén.
Cuando ya íbamos llegando al parqueadero a recoger el automóvil, revisé la dirección y vi que quedaba en el barrio de Aranjuez, en un sitio bastante feo y peligroso y le dije a mi hermano que desistiéramos de ir hasta allá. No obstante, él insistió en que fuéramos y que al llegar evaluáramos la situación para ver si nos bajábamos o no en el sitio. Finalmente, después de un rato de buscar, dimos con la dirección. Era una casa de color blanco, cerca de una esquina, sin ventanas y con una puerta metálica de color azul. No se veía como mucho movimiento de personas alrededor y no parecía muy peligroso dejar el automóvil en frente de la casa por unos pocos minutos.
Nos bajamos los dos y toqué la puerta. Abrió un señor sin camisa, ataviado con un pantalón azul de dril bastante arrugado, como si hubiese dormido con él puesto toda la noche anterior; despeinado, con el pelo revuelto, con nariz colorada y grande de borracho, y descalzo. Le dije: “vengo buscando al señor Francisco Castrillón”, y me respondió “yo soy”. Me quedé un poco asombrado y pensando cómo podrían ser las guitarras hechas por un personaje así, pero me repuse y le dije que yo era la persona que había hablado telefónicamente con él hacía un rato y que venía a ver sus guitarras. Él nos hizo seguir.
Entramos a un cuarto-sala, oscuro y húmedo que, como ya dije, no tenía ventanas a la calle. Al fondo había un pequeño corredor que conducía a lo que parecía ser un dormitorio, bastante desordenado por cierto. A la derecha había una puerta que conducía al taller de carpintería o lutería. Como estaba oscuro no se veía muy bien, pero parecía contener un banco y un mesón largo de madera con algunos instrumentos de carpintería. El señor Castrillón nos mandó sentar en los únicos dos asientos tipo taburete que había en el salón, acompañados de sendos escabeles; lo que hacía suponer que dicho salón estaba destinado para los clientes que venían a probar sus guitarras. Una vez acomodados, Castrillón entró a su taller y volvió con dos guitarras en la mano. Eran las guitarras construidas por él de las cuales me había hablado cuando me comuniqué desde el almacén del pasaje Junín-Maracaibo. Nos entregó una a cada uno. Las miramos y las tocamos. Eran bonitas, bien elaboradas y sonaban muy bien; pero yo pensé en ese momento que 3000 dólares, uno sobre otro, deberían sonar mejor. Eran además guitarras recién hechas y se necesitaría un buen tiempo de curación para que llegaran a soltar un mejor sonido.
Como estábamos preocupados por el automóvil desamparado afuera, en frente de la casa, en un lugar no muy “católico”, le agradecimos al señor Castrillón su amabilidad y le expliqué que el interesado en las guitarras era yo, que lo felicitaba por construir guitarras tan bonitas y tan buenas, pero que no me interesaban porque estaban aún muy recién hechas y requerirían un buen tiempo de curación; pero que además el precio era muy alto para mí. Él se quedó mirándome como si dudara de algo y de pronto me dijo: “Yo tengo allá adentro otra guitarra más vieja que ha sido tocada, aunque no mucho, pero que puede estar un poco más curada. Yo lo escuché tocar ahora y me parece que esa guitarra podría llenar sus expectativas. Es una guitarra que yo compré en España en 1981, cuando estudiaba construcción de guitarras, allá en Madrid, y me la traje para que me sirviera de muestra para hacer las mías acá. Casi no la toco, aunque algunos amigos míos la tocan aquí de vez en cuando, cuando vienen a visitarme. Pero esa guitarra no ha salido de esta casa desde que yo la traje de Madrid. Si le interesa, se la puedo mostrar”. Yo pensé para mis adentros: “nada se pierde con verla”, y le dije que sí, que la sacara.
Castrillón regresó a su taller y volvió con un estuche de madera forrado en cuero negro, lo abrió y me entregó la guitarra. Cuál no sería mi asombro cuando, al tomar la guitarra, hice conciencia de que tenía en mis manos una guitarra Ramírez. La reconocí inmediatamente cuando la vi: la forma, el color de la de la madera, el diseño del brocado de la boquilla y la característica cabeza, me decían que, en un barrio apartado, feo y peligroso de Medellín, el barrio de Aranjuez, me había topado a boca de jarro con una guitarra Ramírez. No había duda, era igual a la que Mauricio Posada tenía en su casa de Bogotá y a la que usaba el maestro Andrés Segovia y que aparecía tocando en los videos de él que yo tenía en mi casa. Pero toda posible duda se disipó cuando miré por la boca de la guitarra, hacia el fondo de la caja, y vi pegada a la espalda por dentro la etiqueta característica del taller de construcción de guitarras de José Ramírez, situado en el número 2 de la calle de Concepción Jerónima, en Madrid. La guitarra estaba además marcada con el número 15125 de la clase 1.ª, figuraba como fecha de construcción el año de 1981 y tenía estampada la firma de José Ramírez. Se trataba de una guitarra de concierto elaborada en el taller de José Ramírez III y, por la fecha de construcción, era una producida al final de su vida, ya que José Ramírez III había nacido en 1922 y había muerto en 1995, es decir, 14 años después de la construcción de la guitarra que tenía en mis manos en ese momento.
Para entonces, yo ya había leído mucho sobre la construcción de guitarras y sobre los lutieres españoles y tenía claro que los Ramírez eran vástagos de una familia muy afamada de lutieres guitarreros. Que el tronco principal de esa familia había sido José Ramírez I, quien había abierto su taller de construcción de guitarras en Madrid en 1882. La tradición había sido continuada por su hermano Manuel Ramírez y luego por su propio hijo, José Ramírez II, y su nieto, José Ramírez III. Para ese momento yo ya tenía muy claro que una guitarra Ramírez, guardadas las debidas proporciones, era a la guitarra lo que un Stradivarius era a un violín.
Una vez analizada la pieza que tenía en la mano, me decidí a interpretar algo en ella. Al comenzar a pulsarla, a pesar de que tenía un encordado viejo y trajinado, me di cuenta de que ninguna de las guitarras que había tocado en mi vida, incluyendo la propia Ramírez de Mauricio Posada, le daba la talla a esta guitarra. Era un piano de cola en miniatura. Tenía un sonido amplio que llenaba toda la sala, los altos eran brillantes y de sonido hermoso, pero sus notas en las tres primeras cuerdas podían ser todo lo dulces que uno quisiera. Sus bajos eran robustos y firmes y al tocar sobre la cuarta cuerda, aún más allá del traste doce, su sonido seguía siendo firme y definido, cosa que era muy difícil de lograr en una guitarra normal. No obstante, no quise dejar notar mi cara de asombro y de placer sonoro, pues no sabía hasta dónde el señor Castrillón estaba enterado de la joya que tenía en la mano.
Después de deleitarme un rato con el sonido de ese maravilloso instrumento, me atreví a preguntarle en cuánto valoraba la guitarra que tenía en mis manos. Él me dijo: “espere un momento”, y se dirigió esta vez hacia su dormitorio. Se notaba que estaba buscando algo que no encontraba, pues estuvo revolcando papeles en su cuarto por buen rato. Mientras tanto, le pasé la guitarra a mi hermano, que estaba inquieto por saber qué guitarra era. Le señalé la boca y la etiqueta sin decir nada, le guiñé el ojo, se la entregué y le dije, “aprovecha porque es la primera vez y puede ser la última que tengas una guitarra de estas en tus manos porque, con la cantidad de plata que este hombre nos va a pedir por ella, no la vamos a poder comprar”.
Después de mirarla con cuidado, con ojos de guitarrista, Augusto comenzó a tocarla. Mientras el pulsaba las notas de las Variaciones sobre guárdame las vacas, del vihuelista renacentista español Luis de Narváez, yo cavilaba sobre la cifra astronómica que Castrillón me iba a pedir por esa joya. Yo sabía muy bien que, si uno quería comprar una guitarra Ramírez en las guitarrerías de Nueva York, podían cobrarle entre tres y cuatro veces más de lo que le pagaban a Castrillón allá por una de las guitarras construidas por él. Si quería comprarla directamente en el taller de los Ramírez, en Madrid, podría costarle unos mil dólares menos, pero tenía que encargarla y esperarse unos dos o tres años, pues los pedidos eran muchos. Con un agravante más, y era que la guitarra que conseguiría era una de las construidas industrialmente en serie por los hijos de José Ramírez III y no una guitarra de carácter artesanal dirigida o construida por el mismo Ramírez III, como la que mi hermano acariciaba en ese momento, sacándole sonidos maravillosos, porque de esas ya no quedaban para venta, pues ese hombre había muerto en 1995, es decir, nueve años antes. Y yo no alcanzaba a adivinar si Castrillón sabía bien o no lo que tenía en la mano.
Después de un corto tiempo, el sonido de papeles cesó y Castrillón regresó a la sala en donde estábamos nosotros dos. Traía un papel amarillento en la mano y me lo entregó. Era el recibo de la compra de la guitarra en el taller de José Ramírez III, que estaba fechado el 3 de julio de 1981, en Madrid. Y decía “1 guitarra clase 1ª N° 15125 Ramírez con estuche – 108.000 pts”. Acto seguido, Castrillón realizó en voz alta unas cuentas de la relación entre el cambio del dólar y el valor de la peseta en esa época y me dijo con voz sincera: “a pesar de su hermoso sonido, esta guitarra no le gusta mucho a los guitarristas porque es difícil de tocar. No sé si usted sabe que las guitarras Ramírez tienen un diapasón varios milímetros más largo que las demás guitarras. Esto lo hacen para mejorar el sonido, porque las cuerdas quedan más a tensión pero, al ser más largo el diapasón, las distancias entre los trastes y, por lo tanto, entre los dedos de la mano izquierda son más largas, y esto fatiga más rápidamente al intérprete. Por esa razón, si a usted le interesa esta guitarra, yo se la voy a dejar al mismo precio que la compré en Madrid en 1981, equivalente en pesos de hoy. Si le interesa se la puede llevar ya”. ¡Yo no podía creerlo! Me tocó poner “cara de Póker”, como dicen los jugadores empedernidos, para que no se me notara la emoción y el asombro, y Castrillón no se arrepintiera de su propuesta. Eso significaba que la guitarra en mención me saldría por un costo un poco por debajo de lo que me habría costado comprarle a él una de las dos que nos había mostrado antes, es decir, casi cuatro veces menos de lo que me habría costado una Ramírez de hoy en Nueva York. Lo que él no sabía era que las dimensiones del diapasón no eran un problema para mí, pues la guitarra Posada en que yo tocaba en ese momento, la que yo le había comparado a mi hermano Augusto, había sido hecha por Mauricio por muestra de una Ramírez y, aunque no sonaba como una Ramírez, sí tenía las mismas dimensiones del diapasón que una de ellas y, por lo tanto, yo estaba acostumbrado a esas distancias y dificultades.
Cuando me dijo el precio, le dije: “pues, a mí sí me interesa esa guitarra, el problema es que yo me regreso el sábado, pasado mañana, para Bogotá, donde vivo, y no tengo ese dinero aquí conmigo. Pero tengo un cheque de una plata que me dejó mi padre que acaba de morir, de donde puedo sacar una parte para pagarle la guitarra. Yo puedo consignar ese cheque esta tarde en la sucursal de Medellín de mi banco de Bogotá. Como hoy es jueves, yo espero que para el martes ese dinero esté disponible y se lo giro a mi hermano para que el miércoles o jueves él venga a pagarle y recoja la guitarra, con la condición de que usted se comprometa conmigo a guardármela y no se la vende a nadie antes”. Castrillón aceptó el trato y así se hizo, no sin antes exigir que se le pagara en efectivo porque no quería tener que cambiar cheques, ni pagar impuestos, ni nada por el estilo.
A la semana siguiente, mi hermano fue donde Castrillón, le pagó la guitarra con el dinero que yo le envié y se la llevó para su apartamento; en donde estuvo solo unos pocos días porque, el sábado siguiente, yo organice viaje a Medellín para ir a recogerla. A pesar de mis convicciones materialistas y constructivistas, cuando yo salí del apartamento de Augusto ese siguiente domingo rumbo al aeropuerto de Rionegro, con la Ramírez en mi mano, alcancé a pensar que ese había sido el último y el máximo regalo que mi padre me había hecho para apoyar la faceta musical de mi vida, antes de irse del todo de este mundo. Si Joaquín Rodrigo, a quien yo admiraba mucho, tenía un Concierto de Aranjuez, yo ahora tenía una Guitarra de Aranjuez, que me abría un nuevo camino en mi vida guitarrística y musical.
A partir de ese momento, y en la medida en que las actividades de la docencia e investigación a que hoy me dedico me lo permiten, he vuelto lentamente a recuperar mis posibilidades técnicas e interpretativas, pero aún no me lanzo a volver a tocar para el gran público, y aún no sé si lo haré algún día.
Bogotá, 20 de enero de 2016.
Comentarios de mi hermano, Augusto Quevedo
23 de enero 2016
Hola, Emilio: ayer leí en familia con Juliana y los niños el relato que escribiste, para todos fue muy emocionante, para ellos conocer cosas del abuelo y del tío y para nosotros recordarlos, a ti navegando otros mundos con tu guitarra y a él con su sonrisa de oreja a oreja, su cigarrillo en una mano y el vino en la otra, cuando compartía con nosotros esos momentos tan especiales. Mientras leía se me cortaba la voz y se escapaban las lágrimas. A pesar de los doce años todavía me queda un vacío muy grande pues compartí permanentemente toda su madurez y su vejez, sus gustos, sus odios, sus alegrías y decepciones, su tremenda claridad intelectual, su fortaleza, su noviazgo tardío, sus amistades, sus enfermedades y su muerte. Fue emocionante, gracias. Voy a imprimir una copia para Raúl.
Para mí, el sentido del relato fue "El regalo". Fueron muchas, demasiadas, las coincidencias que vivimos ese día para llegar a la Ramírez: lo fortuito de salir caminando por el centro de Medellín, cruzar específicamente por ese pasaje, entrar al almacén escondido en un recodo, que su dueño nos atendiera y leyera lo que buscábamos, que no fuera solo el interés por vender las guitarras que tenía, que encontrara el papelito arrugado del teléfono del lutier, llamarlo y encontrarlo precisamente ese día, a un bohemio perdido en las barriadas. El choque inicial de la apariencia: ¿sí será que este es el hombre? La gran enseñanza de las apariencias, de lo que guarda el interior de cada uno, como decía mi papá: el hábito no hace al monje, el monje se hace a sí mismo. Un constructor de instrumentos espectacular, formado en España con los mejores del mundo, que en cualquier otro lugar tendría una gran empresa con sucursales en Shanghái, Nueva York y Hong Kong; escondido en una piezucha entre tablones y aserrín, sin bañarse, medio desnudo, aún oliendo a ron; que además guardaba un gran secreto, que a pocos confiaba pues sabía que la cuidad está llena de comerciantes ventajosos y ladrones; que al oírte tocar el instrumento definiera que su guitarra, la guitarra de su vida, iría a parar a buenas manos, pues esa fue la decisión que yo leí en él, le vi la mirada del David de Miguel Ángel, la de la toma de la decisión más importante: a él no le interesó el negocio, la entregó a costo, no porque a nadie le gustara; él, que tenía trayectoria internacional, conocía el valor del instrumento, la tuvo que vender porque de eso vive; si hubiese sido la noche anterior, bajo efecto del ron, la hubiese regalado; pero a él le interesó fundamentalmente que su guitarra al fin había encontrado a un dueño: después de 23 años, al fin llegaría a su destino. El lutier había esperado pacientemente, desechando candidatos que no la merecían; mucho antes, la podría haber vendido a precio exorbitante en el comercio de su agente en Nueva York. No quiso, esperó; todavía no era tiempo. Ya llegaría el momento... y llegó ese día. En la historia cobra sentido la frase del escritor Salinger: "Creo que soy un paranoico al revés, todos conspiran para hacerme feliz". Para mi papá, para ti y para él, fue un regalo...