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Historia, violencia y paz

Eduard Moreno Trujillo

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Hace algunos meses se reunieron en La Habana un puñado de renombrados académicos del país, con el fin de construir acuerdos en torno al nudo gordiano que constituye la pregunta por el origen de nuestro conflicto armado. Entre el calor tropical de la isla revolucionaria y el frío ceniciento de la sabana bogotana, los intelectuales fueron y vinieron con sus debates y profundas perspectivas académicas. Al final, en el mes de febrero, salieron a la luz un conjunto de ensayos, precedidos por dos relatorías, que pretendieron iluminar un debate que durante muchos años hemos intentado esquivar dentro de nuestra pasmosa cotidianidad[1]. Fueron 809 páginas de análisis histórico, crítica y reafirmación coherente de principios.

El objetivo de la comisión era el de “producir un informe sobre los orígenes y las múltiples causas del conflicto, los principales factores y condiciones que han facilitado o contribuido a su persistencia, y los efectos e impactos sobre la población”[2]. Como era de esperarse, las “fallas geológicas” –así las llama Eduardo Pizarro Leongómez en su relatoría– encontradas por los ensayistas giraron en torno a la cuestión agraria; a la debilidad institucional; a la honda desigualdad de los ingresos; a la tendencia del uso simultaneo de las armas y las urnas y a la precaria presencia del Estado en muchas regiones del territorio nacional[3]. Pero ¿qué más nos puede decir la historia sobre eso que nos ha hecho ser y vivir la guerra?

Los principios y argumentos expuestos por nuestros intelectuales nos hacen mirar más allá del complejo acto de volver al pasado. Mientras leía el informe e intentaba sacar mis propias conclusiones, en el fondo se podía oír el ruido incansable de la ciudad y sus rutinas “ajenas” a esas guerras por la tierra, la soberanía y la revolución que araron por tanto tiempo los parajes campesinos de este país. En medio de la complejidad erudita de los informes, se hace evidente que la historia tan bien contada en las academias a duras penas sale de la frontera del campo intelectual, y se posa en las entrañas de las gentes de a pie que, como usted y como yo, intentamos sobrevivir en una guerra más silenciosa, aunque no menos peligrosa.

Es la indiferencia a la historia y a nuestro pasado la que alimenta una guerra que dejó de ser de alta o de baja intensidad, para convertirse en el alma de la cotidianidad. Ya los informes no bastan. La historia “erudita” nos ha mostrado lo monstruosos que fuimos. Pero ¿ahora qué historia nos convencerá de la posibilidad de ser diferentes? En su relatoría Leongómez, citando al profesor Zubiría, decía que la historia de Colombia es la historia de la postergación indefinida de los cambios. Y si después del Proceso de Paz empieza a movilizarse institucionalmente un cambio que conciba un país en paz, ¿cómo lograr que el cambio toque a la puerta de esto que somos? ¿Cómo lograr que el cambio vaya más allá de lo formal y transforme nuestra cultura de violencia?

Las preguntas son complejas y no podríamos responderlas satisfactoriamente sin caer en una profunda soledad de perspectiva. Por esta razón, hagamos a un lado las preguntas y enfoquémonos en el papel de la historia. La reivindicación de la historia como constructora de “verdad” debe ser asumida como un símbolo. Con esto quiero decir que todo el ejercicio de la comisión histórica –como bien lo indican sus relatores– no puede ni debe terminar en la construcción de un relato único y verdadero sobre nuestro pasado. Por el contrario, la comisión debe ser asumida como el vehículo por medio del cual los actores y “espectadores” del conflicto comprendemos la multicausalidad y complejidad histórica de nuestro pasado y presente de violencia.

En este sentido, el informe de la Comisión histórica del conflicto y sus víctimas es trascendental no por los ingenuos debates en torno al “origen” de la violencia –“origen” que se hace sospechoso, ya que, como sostuvo Marc Bloch, al hablar de origen no sabemos si nos referimos a los principios o a las causas–, sino porque a partir de él podríamos determinar las constantes de nuestra condición. Si bien, como lo sugerí más arriba, la historia erudita nos ha mostrado lo confuso y doloroso que ha sido nuestro pasado de violencia, una historia de las constantes de nuestro conflicto nos “tendría” que enseñar horizontes de expectativas diferentes –aquí hago referencia a un deber ético del ejercicio intelectual.

Sin importar en qué lugar ubiquemos el tótem del origen, los ensayos de la comisión nos presentan unas condiciones constantes en la configuración del Estado colombiano que, automáticamente, nos obligan a preguntarnos sobre las formas que dichas constantes han tomado en la actualidad. La cuestión agraria, por ejemplo, es una constante que ha permeado e incentivado el conflicto social armado. A partir del juego de intereses sociales, históricamente se han afirmado “las tendencias hacia la concentración de la propiedad y la exclusión de los sectores más vulnerables”[4]. En otras palabras, la monopolización de las tierras y su uso ha contribuido a la perpetuación del conflicto. En dicho escenario, el Estado ha sido uno de los actores principales en la generación de inequidad social.

En el centro de lo que se puede llamar constantes estructurales, de acuerdo con el informe, se debe citar, además, la continua influencia del poder extranjero en las decisiones nacionales, lo que ha hecho que el juego de intereses por el poder olvide al ciudadano y privilegie a una élite históricamente constituida[5]; así como la debilidad institucional, que aún hoy parece evidente en algunas regiones del país; y la honda desigualdad de los ingresos, que ha determinado el rumbo del conflicto desde su aparición.     

Más allá de las constantes estructurales que han permitido perpetuar el estado de guerra en el que nos encontramos, la búsqueda del origen también se fijó en las formas ideológicas y culturales que hemos construido alrededor del conflicto. En los últimos 36 años, se ha posado en la “superestructura” social un discurso platónico que ha jugado con las esperanzas colectivas, configurándose en una serie de “experiencias pendulares[6]. A lo largo de estos años, la memoria colectiva ha aprendido a jugar con las esperanzas de paz. De esta manera, en pocos días o semanas, hemos aprendido a pasar de la euforia de la paz próxima, a la crudeza concreta de la guerra[7]. Y en ese corto tiempo en el que el péndulo va y viene, naturalizamos la guerra y perdimos la esperanza de una paz cercana. 

Sin embargo, más allá de la determinación de los componentes estructurales o ideológicos que han perpetuado el conflicto, se encuentra la distinción, en medio del debate, de nuestras formas inherentes de resistencia y subversión. El progresivo develamiento de una historia, que hoy se nos hace lejana, nos permite mirarnos al espejo de Clío para cuestionarnos sobre nuestras formas de resistencia[8]. Independientemente de nuestro lugar de enunciación político, no podemos desconocer que en todo ejercicio de poder existe una réplica de resistencia. Bajo esta perspectiva, nuestro conflicto histórico podría concebirse como un juego de larga duración entre resistencia-subversión-represión-control. La cuestión nodal será si este ciclo terminará con el advenimiento del tan deseado posconflicto. Lo interesante es que, para ver con claridad este ciclo evolutivo, no tenemos que ir hasta la escala social de conflicto armado. Entendiendo la subversión como un elemento natural que surge de las diversas contradicciones que median la vida colectiva de las sociedades[9], en nuestra cotidianidad podemos encontrar elementos de subversión que parecen brotar de la “nada”.

Es la incomodidad del transporte público, es el hastío del frenesí, la imposibilidad de acceder a ciertas instancias educativas, el no contar con un buen servicio médico o el simple silencio enfurecido después de una orden sin sutileza, son estas constantes del cotidiano las que llevan, por acumulación, a acciones esporádicas de subversión del orden. Subversiones momentáneas, casi esporádicas, en las que el individuo o el grupo se conforman con la obstrucción de una vía, una marcha con incansables palabras de orden o el simple atajo rutinario del tiempo exigido en nuestro trabajo. El ciclo se repite obedeciendo las lógicas del orden social existente, y la historia seguirá comentándolo hasta el cansancio.       
Así, desde las estructuras del Estado hasta la cotidianidad imperante en el día a día de cualquier ciudadano, el conflicto social ha hecho su aparición y nos ha heredado una serie de constantes históricas que hemos naturalizado. En este escenario, el ejercicio de la comisión nos demuestra que la historia, o mejor la reconstrucción de discursos múltiples del pasado, nos permitirán, progresivamente, configurar una memoria que asegure la no repetición y que desnaturalice la guerra como mecanismo de movilidad social. Pero además esta historia nos debe hacer un poco más conscientes de los conflictos que habitan nuestra cotidianidad.

No obstante, la historia erudita no basta. El papel de la historia y los intelectuales debe salir de la torre de marfil a la que está acostumbrada, para llegar a las gentes del común y mostrar las lógicas que regulan el mundo de la vida. El ejercicio ético del intelectual no consiste únicamente en la develación teórica y compleja de nuestro pasado. El compromiso ético también dice respecto del deber de acción de un intelectual público que interpele, desde su lugar de producción, al poder.

Finalmente, el hecho de reunir a un puñado de intelectuales e interrogarlos sobre nuestro pasado de violencia es un acto significativo en sí mismo. Este es un hecho que, aunque podría caer en la lógica del péndulo interminable de la paz y la guerra, permite vislumbrar un nuevo esfuerzo por hacer del intelectual un actor importante en un proceso de paz que exige la participación de todos. Sin embargo, las lógicas de actuación del Estado siguen contradiciendo sus intenciones de palabra. Paradójicamente, mientras se pide la opinión de grandes científicos sociales del país para esclarecer los orígenes de un conflicto mutante, desde el Ministerio de Educación y Colciencias se construye un discurso en el que las Ciencias Sociales no tienen un futuro esperanzador. Es en ese escenario de incertidumbres y mentiras soterradas en el que la construcción de nuestro pasado y la aventura por la “verdad” se deben batir en duelo. He ahí la importancia de una historia crítica.   


[1] Los intelectuales convocados y el respectivo título de sus ensayos fueron: Gustavo Duncan, “Exclusión, insurrección y crimen”. Jairo Estrada, “Acumulación capitalista, dominación de clase y subversión. Elementos para una interpretación histórica del conflicto social y armado”. Darío Fajardo, “Estudio sobre los orígenes del conflicto social armado, razones de su persistencia y sus efectos más profundos en la sociedad colombiana”. Javier Giraldo, “Aportes sobre el origen del conflicto armado en Colombia, su persistencia y sus impactos”. Jorge Giraldo, “Política y guerra sin compasión”. Francisco Gutiérrez, “¿Una historia simple?”. Alfredo Molano, “Fragmentos de la historia del conflicto armado (1920-2010)”. Daniel Pécaut, “Una conflicto armado al servicio del statu quo social y político”. Vicente Torrijos, “Cartografía del conflicto: pautas interpretativas sobre la evolución del conflicto irregular colombiano”. Renán Vega, “Injerencia de los Estados Unidos, contrainsurgencia y terrorismo de Estado”. María Emma Wills, “Los tres nudos de la guerra colombiana”. Sergio de Zubiría, “Dimensiones políticas y culturales en el conflicto colombiano”. Eduardo Pizarro Leongómez (Relator) “Una lectura múltiple y pluralista de la historia”. Víctor Manuel Moncayo C. (Relator) “Hacia la verdad del conflicto: Insurgencia guerrillera y orden social vigente”.

[2] Informe Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV), febrero, 2015. p. 2.

[3] CVCV, “Introducción”. 2015. p. 6.

[4] CHCV, Fajardo, Darío. 2015, p. 4. Cada uno de los ensayos que componen el informe tiene paginación propia. 

[5] CHCV, Vega, Renán. 2015, p. 1.

[6] CHVC, Zubiría, Sergio de. 2015, p. 49.

[7] CHVC, Zubiría, Sergio de. 2015, p. 49.

[8] Ver la relatoría de Moncayo, Víctor. p. 13-17.

[9] Ver Fals Borda, Orlando. La subversión en Colombia. Bogotá: Tercer Mundo, 1967.