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El debate inglés sobre la enseñanza de la historia: unos puntos relevantes para su enseñanza en Colombia

Malcom Deas

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La enseñanza de la historia ha sido un recurrente tema de debate en Inglaterra, por lo menos por un siglo. En 1910 fue fundada la Historical Association, para defender su espacio entre las otras materias y para remediar el estado poco satisfactorio de los métodos de enseñanza. Los fundadores de esta asociación deploraron la ignorancia de los ingleses, incluso de los educados, sobre su propio pasado. Las discusiones subsiguientes han sido bastante repetitivas, pero los protagonistas –políticos, académicos universitarios, periodistas y maestros– piensan que sus argumentos son nuevos. Aunque les interesa la historia, no se han interesado mucho en la historia de la enseñanza de la historia en su país[1].  

Existe en Inglaterra –como en cualquier nación, sospecho– la tensión perenne entre dos fines deseables: el de impartir cierta cantidad de información básica sobre el pasado – eventos sobresalientes, aspectos principales de la historia nacional, figuras prominentes, el desarrollo de las instituciones  y de la economía– y el de incitar a los estudiantes a “pensar históricamente”, a reconocer cómo el pasado difiere del presente, cómo fueron las coyunturas en las cuales nuestros antepasados tuvieron que actuar, cómo tener empatía con la variada gente del pasado, cómo ubicarse en el tiempo, cómo reconocer y cómo criticar un argumento histórico...

En breve, es la diferencia, en términos colombianos, entre aprender “los hechos” estilo Henao y Arrubla, y un enfoque que plantea un reto más complicado al maestro y al alumno.

Un ministro de Educación en Inglaterra, Michael Gove, ha favorecido el primer fin, lo de impartir la información histórica básica: se quejaba de que muchos niños no sabían quién ganó la batalla de Waterloo, ni en contra de quien; compiló además un listado de los reyes medioevales que todos debían estudiar. La opinión mayoritaria ha sido que al ministro Gove se le fue la mano. El primer ministro Cameron lo trasladó a otro ministerio.  

También en Inglaterra el debate tiene contenido político. Simplificándolo, se puede decir que la gente de índole conservadora muestra cierta preferencia hacia los “Henao y Arrubla” de nuestra historia, que consideran deseable que los alumnos tengan la oportunidad de aprender a grandes rasgos la larga historia inglesa, que comprende, digamos, la batalla de Waterloo, entre muchas otras cosas. Piensan que este tipo de enseñanza debe tener cierta prioridad sobre el que pone énfasis, por ejemplo, en la vida cotidiana de un niño campesino de la Edad Media. Existen diferencias sobre cómo se deben enfocar los distintos episodios de nuestra historia. Por ejemplo, sobre la Revolución industrial, algunos enfatizan la creatividad empresarial y las avances tecnológicos; otros la explotación de la clase obrera. Sobre la esclavitud, unos insisten en los horrores del tráfico y de la institución; otros señalan el rol de Inglaterra en su abolición[2]. Un caso particular, en años recientes, ha sido la rivalidad como personajes históricos entre Florence Nightingale y Mary Seacole. Florence Nightingale, señorita de clase alta, llevó un grupo de enfermeras para ayudar a mejorar la atención en los hospitales militares en la Guerra de Crimea, 1852-54. De regreso a Inglaterra, empleó el resto de su larga vida –murió en 1908– en la profesionalización de la enfermería nacional. Pocos resistieron el poder de su voluntad. Mary Seacole fue una señora negra que montó un servicio de atención a la tropa, en la misma guerra; igualmente, una mujer de mucho coraje y carácter, pero que trabajaba en una esfera inferior. Entre los maestros y las maestras las lealtades a menudo se han dividido entre estas dos figuras.

Como historiador universitario, privilegiado, lejos de las aulas escolares y sus realidades, he seguido estos debates. He visto que la historia de las esferas de arriba, universitaria, paulatinamente llega a influir en las escuelas y los colegios; que, aunque distantes y mal comunicadas, las esferas tienen sus conexiones y que los universitarios tenemos unas obligaciones, unos deberes. Por ejemplo, este seminario de maestros de Bogotá me ha obligado a mirar más de cerca la política inglesa en esta materia.

Primero, observo una resistencia en los sucesivos gobiernos del siglo XX a fijar una línea política en la enseñanza de la historia. Ha habido excepciones, como en ciertos aspectos de las ideas del ministro de Educación Michael Gove; pero la mayoría de las intervenciones del Gobierno –su número no ha sido grande– se han limitado a hacer “sugerencias”, y han dejado mucha libertad a los maestros y maestras en escoger sus propios métodos y temas. Ha habido una tradición liberal. Los burócratas del ministerio de Educación se han opuesto a la interferencia, en parte porque han visto con poco entusiasmo los vaivenes que se hubieran dado con la alternación de partidos en el Gobierno. Me sorprendió también lo poco patrioteras que fueron las “sugerencias” de los principios del siglo XX, años del zenit del Imperio, pues incluso enfatizaron la necesidad de entender siempre el punto de vista de los extranjeros. No hubo ningún esfuerzo oficial en utilizar la enseñanza de la historia para glorificar la ascendencia de lo que era entonces la nación más poderosa del mundo.   

En años recientes ha habido un “currículum oficial”, pero poco dogmático en su contenido, y, según muchos críticos, poco satisfactorio.

Segundo, me doy cuenta de lo poco que se ha hecho desde el ministerio de Educación. Como en Colombia, parte del problema deriva de la inestabilidad de los ministros: Inglaterra ha tenido unos cincuenta ministros en cien años, y de ellos muy pocos, solo dos o tres, se han interesado en la enseñanza de la historia, casi siempre reconociendo las severas limitaciones de su poder. Una ministra, en años recientes, llamó la atención sobre el contraste entre su escaso poder y la fuerte autoridad de su homólogo en Francia, país donde se enseña historia francesa según las directrices del ministerio, y allá no hay disputa.  A Winston Churchill le pareció, en un momento dado, que la historia que se enseñaba en Inglaterra era insuficientemente patriótica, pero no pudo hacer nada para cambiarla. 

Tercero, ha existido una enorme brecha entre los de arriba –ministros, inspectores, expertos, teóricos universitarios– y las condiciones en las aulas. Casi ningún ministro ha sido producto del sistema de educación estatal; muy pocos han tenido experiencia relevante como maestros o maestras. 

The Right Kind of History, el libro ya citado de David Cannadine y otros autores, describe la persistencia de condiciones poco ideales en el siglo pasado: falta de materiales y de libros de texto idóneos, falta de tiempo en el currículo. Sin duda ha habido avances en los textos y materiales[3], pero persiste la queja de la falta de espacio en el horario: ¿qué es posible hacer en sola una hora, o aún menos, en la semana?  ¿Y hasta qué edad debe ser la historia una materia obligatoria? Queda claro que las posibilidades de una enseñanza satisfactoria son muy distintas en la escuela primaria y en la secundaria; cada edad debe recibir una oferta distinta. Parece que, hace poco, una reforma bien diseñada en Inglaterra fue dañada por la decisión de un ministro de corta visión que, en contra de lo recomendado por sus asesores, redujo la edad en que la historia fue materia obligatoria de 16 a 14 años. Otro obstáculo ha sido, por largos años, la falta de un entrenamiento especializado en la enseñanza de la historia. 

¿Y los alumnos? Un aspecto original del libro de Cannadine y sus colegas es el esfuerzo por averiguar qué han pensado las víctimas de las lecciones de historia. Se constata entre muchos un rechazo: la materia no les interesaba, hubo demasiado énfasis en aprender memorizando hechos aparentemente inútiles, se escapaban de las clases a la primera oportunidad... Otros la consideraban una materia divertida, pero esencialmente frívola.   Sin embargo, hubo también recuerdos muy positivos de personas a quienes les encantaba, que recuerdan a sus maestros o maestras de historia con mucho afecto. Para unos la experiencia fue positiva bajo un maestro, y mala bajo otro. Otra sospecha que queda en el lector de estas reminiscencias es que todo esto no dependía de la teoría subyacente a la enseñanza, sino del talento de quien enseñaba. Sin duda, las calidades particulares del maestro o maestra influyen en el éxito y el fracaso en la enseñanza de todas las materias;  pero me parece que son de una importancia particular en la historia, puesto que tiene un contenido menos fácil de definir.

Debo decir algo más sobre nuestro tema y la política. Los ingleses hemos tenido la suerte de tener una historia, en el siglo XX, menos traumática que el resto de los países europeos. En las dos guerras mundiales, no fuimos invadidos y estuvimos al lado de los vencedores. No hemos tenido ninguna guerra civil y el desmantelamiento de nuestro imperio fue relativamente pacífico. El descenso del poder inglés ha sido gradual. Otras naciones han tenido que enfrentar, en sus propias historias modernas, episodios mucho más desastrosos y vergonzantes, que sus historiadores inevitablemente han tenido que tratar. En la escuela y en el colegio secundario, esto presenta obvias dificultades: ¿cómo se traza la línea entre la crítica del pasado y la esperanza de un futuro mejor? ¿Cómo, y a qué edad, enseñar la historia política? Recuerdo a un eminente historiador inglés, Richard Pares, que escribió un ensayo argumentando que la gente no empieza a entender la política hasta tener más o menos 25 años, porque antes no tiene suficiente mundo. Probablemente una exageración.  Les ofrezco preguntas, no tengo las respuestas.

Termino con un esfuerzo de sinceridad frente a la pregunta directa: ¿para qué sirve, en las escuelas primarias y en los colegios segundarios, la enseñanza de la historia, y por qué vale la pena pelear para garantizarle su debido espacio?
Soy un poco escéptico sobre la historia como escuela de valores, o de patriotismo. Los alumnos se resisten a los sermones.

Soy menos escéptico sobre la ayuda que la historia ofrece a los niños y jóvenes para ubicarse en el tiempo y en el mundo. Como creo que el niño inglés debe tener la oportunidad de conocer la historia básica de su nación y de su sociedad, y de su parte en la historia de la humanidad, creo que los niños y los jóvenes colombianos deben tener lo mismo: las sociedades precolombinas, la Conquista, la Colonia, la Independencia... historia económica y social, geografía histórica..., en breve, el contenido de un libro de Henao y Arrubla moderno. Sobre los métodos de enseñar, los invito a opinar.
Creo que también vale el esfuerzo de introducir el ejercicio de “pensar históricamente”, que entiendo como el reconocer lo diferente del pasado, las posibilidades y complejidades de sus coyunturas, además de cómo interpretar los vestigios y las evidencias, cómo reconocer y cómo evaluar un argumento histórico –y hay siempre tantos argumentos históricos disfrazados en el debate político cotidiano. La aspiración, nada fácil, sería mirar el pasado sin falsos orgullos y sin falsas vergüenzas, mostrar complejidades sin caer en fatalismos... Así gana toda la sociedad.

Soy también un convencido de que el estudio de la historia, la apreciación de la historia, la curiosidad histórica, a mucha gente le enriquece la vida[4]. El grado en que ocurre varía, según la índole de cada persona, y va desde la indiferencia hasta la pasión. Lo mismo es cierto para las matemáticas, y nadie duda que a todos los alumnos hay que exponerlos a las matemáticas, no obstante que son muy pocos los que van a ser matemáticos de profesión, y muchos los que van a confiar en sus calculadores, y no en sus propios mentes. Igualmente, no van a ser historiadores profesionales sino una muy pequeña minoría de los estudiantes de una generación, pero puede ser que aprender algo de historia en la escuela les sirva a todos para el resto de sus vidas. Aunque es difícil cuantificar este tipo de valor agregado, será muy torpe negar su existencia.   


[1] Un excelente resumen en David Cannadine, Jenny Keating y Nicola Sheldon, The Right Kind of History. Teaching the Past in Twentieth-Century England, London: Palgrave Macmillan, 2011.  Su enfoque, y el mío en este breve ensayo, es sobre Inglaterra, en parte porque los sistemas de enseñanza en Escocia y en el País de Gales son autónomos y distintos.

[2] En esta reunión de maestros del Distrito recibí una pregunta sobre cómo los ingleses ahora confrontan su historia de “saqueadores del mundo”.  Creo que contesté que, sin duda, la historia del Imperio era parte de la enseñanza, y con una buena gama de interpretaciones, muchas de ellas críticas, en parte por la presencia en una sociedad ya “multicultural” de un buen número de descendientes de inmigrantes afrocaribes, hindúes, pakistaníes, africanos... Debo haber respondido también con la observación de que son pocas las naciones que no han participado en los crímenes de la raza humana. Entre los imperialistas hay que recordar, solo entre los europeos, además de los ingleses, a los españoles –ancestros de una buena parte de los colombianos– los portugueses,  los franceses, los italianos, los alemanes y los holandeses; y que hay que dirigir la pregunta a ellos también. Como en todas partes, la enseñanza de la historia cambia con la época, aun en la Inglaterra conservadora. 

[3] En Inglaterra, como en Colombia, ha habido en décadas recientes cambios y avances enormes en esferas relevantes a la enseñanza de la historia.  Se han multiplicado los museos y se han adoptado políticas pedagógicas nuevas. En el caso de Bogotá han sido muy notables los avances, y la ciudad queda ahora mejor dotada en este aspecto que Buenos Aires o Río de Janeiro: solo el Museo del Oro debe haber tenido un gran impacto sobre cómo los colombianos miran su pasado precolombino.  Se debe tener en cuenta también todo lo que ahora es accesible en internet, televisión, dvd, etc.  En mi infancia y juventud, en los 1940 y 1950, nada de esto existía: solo hubo pizarra, tiza y maestro, y algunos pocos libros de texto. Tuve la suerte de tener unos maestros memorables.
Los historiadores, recientemente, han empezado a estudiar los textos escolares de antaño. Han hallado que tienen sus méritos –por ejemplo, los tiene en términos de la cantidad de información el clásico Henao y Arrubla, y el muy enciclopédico El Institutor. Colección de textos escojidos para la enseñanza en los colejios i en las escuelas de los Estados Unidos de Colombia, Bogotá 1870, un ejemplar que tengo a la mano. Entre un enorme cantidad de cronología, historia sagrada, urbanidad, matemáticas etcétera, este libro tiene cincuenta densas páginas sobre la historia colombiana desde sus origines, terminando con una versión algo liberal-radical de los últimos tiempos, y un listado de próceres de varias páginas. La calidad de la información es buena, pero el libro presupone condiciones de enseñanza en esos colegios y escuelas que fueron inexistentes en el país de esa época; tampoco han existido después. Los maestros no siguen instrucciones imposibles de cumplir. Las adaptan, a veces bien, a veces mal: recuerdo los cuestionarios rutinarios y surrealistas que Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff encontraron en la remota escuela de Atanques, en la Sierra Nevada, hace sesenta años: “Pregunta: ¿cómo murió Bolívar? Respuesta: desnudo, como nació. Pregunta: ¿cómo se reproduce el conejo? Respuesta: directamente”.

[4] Que hay demanda es evidente: tuve la grata experiencia reciente, con la ayuda de Patricia  Pinzón, de montar en la Biblioteca Luis Ángel Arango, una exposición de todos los aspectos de la historia del país en fotografía, financiada por la Fundación Mapfre. La popularidad de la exposición fue tal que se prolongó su duración, y los vigilantes me informaron que fue la exposición más comentada por los asistentes, muchos de ellos grupos escolares.