Tierra y Post-Conflicto
Jorge Antonio Moreno Daza
La tierra, sin temor a equivocarme, es una de las principales fuentes de riqueza, de allí que la manera como la misma se encuentre distribuida dará lugar a un sistema prospero, equitativo, o por el contrario, será un generador de desigualdad y marginación. Así las cosas, es pertinente e inevitable hacernos el siguiente cuestionamiento frente al tratamiento de la tierra en Colombia, ¿Las políticas de adjudicación y explotación de la tierra ejercidas por el Estado Colombiano han promovido la reproducción de riquezas al mayor número de personas posibles o por el contrario, han patrocinado la exclusión social? Para responder a este interrogante se acudirá a un despliegue de argumentos de orden jurídico, social e histórico de manera que, de forma integral, podamos tener mayores luces al respecto y brindar soluciones en un posible escenario de post-conflicto.
Desde el siglo XIX se ha mantenido una tendencia clara de apropiación y concentración de la tierra, que no es otra que la adjudicación de grandes porciones de tierra a un reducido número de personas sean naturales o jurídicas, es así como se dio paso a la entrega de tierras a empresas extranjeras para la explotación minera, ofrecimiento de las mismas a extranjeros para promover población de ciertas áreas del país, agresiones y desplazamiento en contra de grupos indígenas y campesinos, incluso, la tierra era vista como la principal manera de financiar las guerras “Las guerras civiles del siglo XIX ayudaron a la concentración de la propiedad rural y los intereses del latifundio. Frecuentemente los gobiernos para financiar las arcas públicas expidieron bonos de deuda pública, exigibles en tierras, que se juntaban con las bonificaciones otorgadas a los generales vencedores para conformar una fuente de concentración de la propiedad en manos de pocos privilegiados[1]” por supuesto que estas concesiones estaban siempre respaldadas legalmente, por ejemplo, se aprobó en el Congreso en 1823 una ley que distribuía 3.000.000 de fanegadas para promover la migración extranjera, la ley del 7 de mayo de 1845 permitía la entrega de baldíos en forma de pago a la compañías por la construcciones de obras públicas, la ley 97 de 1870 que permitió la concesión 200.000 has de baldíos a la empresa del Canal Interoceánico de Panamá[2].
Durante el siglo XX el panorama no fue más esperanzador en gracia a que la legislación se inclinó más en blindar la propiedad de los terratenientes en lugar de cuestionar y reformar la formas en que fue adjudicada y distribuida la tierra y por consiguiente reivindicar los derechos vulnerados de las clases menos favorecidas como fueron y lo son, los campesinos, indígenas, afro-descendientes; la ley 200 de 1936 encarna la premisa anterior cuando producto de su análisis abre paso a concluir que el reconocimiento de la propiedad plena sobre una porción de tierra es a razón de su efectivo uso, sin entrar a regular los temas de formas legítimas de adquisición, y la inexistencia de recursos para reclamar ante el llamado juez de tierras sobre la concurrencia de vicios en el acto jurídico que precedió la adquisición.
Paradójicamente los protagonistas y patrocinadores de este status-quo se han diversificado, mientras que la clase perjudicada ha sido la misma desde épocas pretéritas hasta el día de hoy. En efecto, el Estado, los colonos, grupos al margen de la ley como las FARC y paramilitares y hasta grandes multinacionales comprenden la lista del menú de antagonistas frente al querer general de mayor inclusión e igualdad en nuestro país. Pero todos ellos tienen algo en común y es que acuden al Estado como la forma por excelencia de legitimar sus intereses “the action of legal and ilegal organizations who, using ilegitimate practices, seek to systematically change the political regime from within it, and to influence the formation, interpretation and aplication of rules, in order to obtain sustainable profit and to ensure political and legal validation of their interests[3]” Por consiguiente es dable señalar al Estado como el principal culpable de la forma en cómo se encuentra distribuida la tierra, pero de igual manera es el principal foco de atención cuando de implementar soluciones se trata. Hay que reconocer que se han realizado algunos esfuerzos en revertir la situación; la ley 160 de 1994 establecía en su artículo 71 que no será susceptible de adjudicación de baldíos las personas naturales o jurídicas cuyo patrimonio exceda de 1.000 slmmv, en su artículo 72, se establece que no son beneficiarias de adjudicación aquellas personas que ya son propietarias de tierras rurales en el territorio nacional y que el estándar para adjudicar algún predio sea el haber explotado por lo menos la tercera parte de la tierra que reclama significa que no traslada la carga de explotación de la totalidad del predio a aquél campesino que por supuesto, no tiene las condiciones de hacerlo. De igual manera constituye un hito en la materia, la ley de restitución de tierras[4] que aboga, como puede colegirse de su nombre, por devolver las tierras que, en el marco del conflicto armado, le han sido despojadas a su propietario. Sin embargo, ambas legislaciones omiten referirse a lo que fue señalado inicialmente en el presente escrito, esto es, las grandes y desproporcionadas concesiones que ha realizado el Estado Colombiano a lo largo de la historia a pequeños sectores, incluso es lamentable como la ley de restitución de tierras discrimina a aquellas victimas cuyo hecho lesivo lo hayan sufrido antes del 1 de Enero de 1985, a la reparación simbólica en cuanto al resarcimiento del daño se refiere. No podemos entonces hablar de una redistribución de la tierra si ignoramos los principales factores que dieron lugar a esta concentración.
El reto para el Estado es colosal y el costo político de quién promueva las bases de una política de redistribución de la tierra será mayor, pero en definitiva es así como se construye una paz durable y verdadera. De manera que en búsqueda de tal fin se deben redefinir el enfoque agrario del país a una legislación que se inspire en las siguientes consideraciones: Descentralizar el proceso reformista y la participación de los diferentes actores sociales y entes territoriales, redistribuir oportunidades y crear opciones para el uso de tierras ociosas y mal utilizadas donde hay conflictos evidentes del uso del suelo, focalizar la entrega de tierras y otros activos, el acceso a subsidios y la participación en empresas, mediante un proceso selectivo de beneficiarios de los recursos públicos,[5]acentuar la aplicación de la ley de extinción de dominio sobre aquellas tierras adquiridas de forma ilícita o tuvieron dicha destinación para que con el resultado de esta operación se le otorgue de manera gratuita a la población menos favorecida, pero también es necesario aumentar la cantidad de jueces que conocen de la extinción de dominio para no hacer la justicia lenta y lejana a la nación.[6] Es imperativo cesar la acumulación histórica de tierras a través de la expropiación, previa indemnización, de aquellos casos cuyo acto originario de adjudicación sea en razón a una mera liberalidad del gobierno de turno, como las antes mencionadas, lo cual es de recibo jurídico bajo la premisa que el fundamento de la expropiación reposa en la obligación de contribuir al bien común conforme a un vínculo que enlaza al particular con el Estado en virtud de una relación propia de la llamada justicia legal[7] ergo, aquí se considera que la paz, la inclusión social, la igualdad material son fines comunes, claro está, hay que analizar cada caso en razón de no causar mayores perjuicios que beneficios podríamos obtener. También es necesario ser más lapsos en cuanto a impuestos sobre las propiedades rurales se refiere, hay que acercar las ciudades al campo y viceversa, hay que llevar la educación, las IPS, al sector financiero al sector rural creando sistemas de financiación que se adapten a cada actividad allí ejercida y en general promover toda iniciativa que se dirija a hacer la tierra un reproductor de espacios de inclusión social pero también una gran fuente de trabajo.
En conclusión y en respuesta a nuestro interrogante planteado hay que decir que el Estado Colombiano es coautor de la segregación social del país, a lo largo de la historia ha menospreciado el recurso tierra, ha inobservado su obligación de redistribuir la riqueza, ha condenado al sector rural a vivir con grupos armados debido a su inexistencia en las zonas rurales, ha re-victimizado ha indígenas, campesinos, grupos afro-descendientes al desplazamiento a sectores urbanos donde de igual manera no se les satisface sus necesidades básicas. El Estado Colombiano está llamado a reparar de igual forma a las víctimas, permitiendo que se empoderen de superar su situación a partir de iniciativas ya compartidas, las administraciones municipales y departamentales como oídos de la administración más próximos, deben coadyuvar de forma eficiente a la materialización de aquellas iniciativas, pero para ello, también el llamado a que se les otorgue una mayor autonomía en cuanto a tomas de decisiones y manejo de recursos se refiere.
[1]Absalón Machado C, Ensayos para la historia de las políticas de tierras en Colombia. Editorial Gente Nueva. Pág 54.
[2] Ibídem. Págs 55-72
[3] Jacobo Grajales. New Frontiers of Land Control (The rifle and the title: paramilitary violence, land grab and land control in Colombia), Editorial Routleadge, pág 107.
[4] Ley 1448 del 2011.
[5] Absalón Machado C, La Reforma Rural. Editorial Gente nueva, págs. 103-106.
[6] Solo existen tres jueces competentes de extinción de dominio en todo el territorio colombiano.
[7] Juan Carlos Cassagne. Derecho Administrativo Tomo II. Editorial Ibañez, pág 609.