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Ética, sida, libertad y economía

Jairo Hernán Ortega Ortega, MD.

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El acto médico, frente al enfermo y la enfermedad, ha sido sopesado, evaluado y codificado quizás desde los inicios de la medicina ¿Por qué? Considero que es debido a que se deriva del propio ser humano. Un “ser humano - médico” frente a su igual “ser humano – paciente”; este último tal vez un poco – o mucho - en desventaja por su misma condición de enfermo.
 
Es así como a partir de ese momento se establece la relación médico – paciente; relación que a través de la historia se ha querido tipificar, en normas y códigos, para lograr sentar pautas en las cuales ninguno de los dos protagonistas quede en condición de inferioridad ni que se le pisotee su dignidad cuando, en un momento dado, se decida a actuar de acuerdo al juicio de valores de cada cual.
 
O sea, dichas normas y códigos (desde el Juramento Hipocrático hasta la Declaración de Ginebra, pasando por nuestro Código de Ética Médica Ley 23 de 1981 que está evolucionando a un Nuevo Código de Ética Médica, encontrándose a la fecha de hoy en manos del Congreso) lo que pretenden es impartir justicia, dar igualdad de oportunidades a las dos partes, actuar bajo libre albedrío para propender por una relación interpersonal plena de libertad y calidad humana.
 
Tomando en consideración lo anterior, me llamó poderosamente la atención la actitud que en todo el mundo se tomó, inicialmente, hacia lo que hace ya treinta y seis años se constituyó en la enfermedad “de moda”: el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), transmitido por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). En esos momentos dejó mucho qué desear el trato que a dichos enfermos les dieron los medios de comunicación, los gobiernos de los diferentes países afectados – y no afectados – e incluso la posición asumida por algunos centros de salud y hasta la de algunos médicos.
 
Pareció que con esta enfermedad a la Medicina, y no sólo a la Humanidad, le hubiera llegado su Némesis.
 
El testimonio del profesor francés Jean Paul Aron, escritor y maestro de Ciencias Sociales, primo del notable pensador francés Raymond, y personaje al que le diagnosticaron SIDA, es contundente: “Sigo pensando, sin embargo, que los médicos se dejaron atrapar en el juego del SIDA; que se precipitaron sobre ese filón para reanimar su poder simbólico, esa aura que no se define ni por dinero ni por capacidad técnica. Aura que se trivializó con la Seguridad Social, la vulgarización (divulgación mediática) del saber científico y la especialización desenfrenada que destruyó a la antigua Medicina General. Como sucede cada vez que aparece una enfermedad que no tiene parentesco con las patologías instituidas, los médicos se mostraron ávidos de recuperar lo que perdieron, pérdida a la que nunca se han resignado”(1).
 
Aron, en 1984, ganó el prestigioso premio Cazes por su libro “Los Modernos”; intelectual de izquierda, fue consejero técnico en el gabinete del ministro socialista de Cultura Jack Lang en 1981. Hacia octubre de 1987 era la única personalidad francesa en haber admitido públicamente que sufría de SIDA, revelación que se publicó en una entrevista que le concediera a Le Nouvel Observateur.  Jean Paul Aron falleció el 21 de agosto de 1988 sin que se divulgaran las causas de su muerte, por solicitud expresa de su familia, y bajo el silencio y ostracismo de los maitres a penser (mentores de la vida cultural parisiense).
 
Hay que ver por ejemplo que, cuando se estableció la Clínica de Consulta Externa y el Pabellón de SIDA, en el Hospital General de San Francisco en 1983, uno de los principales problemas para su constitución e inicio de labores fue el de superar los escrúpulos iniciales respecto a la creación de lo que venían considerando sería un “lazareto”(2). Y qué decir del movimiento segregacionista – cuasi fascista – que se adoptó, cuando empezó a dilucidarse la enfermedad, hacia grupos raciales específicos como los Haitianos y posteriormente hacia continentes enteros como África y grupos de género como los homosexuales. Es así como aún se les está exigiendo a algunos países en vía de desarrollo, invertir gran parte de sus presupuestos en programas de prevención y educación sobre el SIDA, lo que claro es necesario, pero sin tener en cuenta que las patologías tercermundistas implican combatir enfermedades más deletéreas y de mayor incidencia en estas zonas como la tuberculosis, la malaria, las parasitosis y la morbimortalidad materno – fetal. No pueden entender los actores de la globalización que para países como los del continente africano es prioritario salir de su estado de hambre y miseria, que tantas muertes les causa, antes de gastar millones en campañas contra una enfermedad cuyo país de más alto riesgo de contaminación es los Estados Unidos de América. Por tal causa dicho país debería asumir el mayor compromiso financiero en los programas de lucha contra el SIDA.
 
El Primer Congreso Mundial sobre SIDA se realizó en Londres el año de 1988; allí surgió la Declaración de Londres donde se ventiló el problema de la actitud hacia quienes padecen esta enfermedad: “se condena la discriminación y la estigmatización de los pacientes con SIDA, que son acciones brutales que no tienen en cuenta los derechos humanos ni la dignidad de las personas”(3) . La anterior declaración confirma que al paciente con SIDA se le venía viendo, incluso en el medio médico, sin el más mínimo precepto ético, lesionando sus valores fundamentales, entre ellos el del libre desarrollo de su personalidad e incluso el derecho a poder acceder a un trabajo digno. Por esas calendas los congresos y seminarios médicos se colmaban de conferencias encaminadas a exponer aspectos genéticos, inmunológicos, bioquímicos y clínicos, o sea, “pura ciencia”; se relegaba el aspecto psicosocial, se dejaba a un lado al ser humano.
 
“Al tratar los aspectos psiquiátricos del individuo con SIDA es importante incluir las consecuencias sociales y psíquicas del diagnóstico. Es cosa sabida el estigma que se impone a este tipo de pacientes, y la experiencia de aislamiento social y emocional ulterior. Son múltiples los orígenes del estigma; en parte por las propias características de la enfermedad, en parte por las de los grupos más afectados...Cada uno de los factores mencionados contribuye a la sensación de aislamiento del enfermo, sumándose a ello las reacciones de las demás personas y los sentimientos que tiene el propio paciente a estos aspectos. Por ejemplo, en una reunión de las consultas psiquiátricas en el Hospital General de San Francisco, un punto muy común, entre los pacientes con SIDA, fue que consideraban a su enfermedad como un castigo y se culpaban así mismos de ella. Se sentían muy molestos y necesitaban mayor apoyo e intervención psicoterapéutica que los demás”(4) . En esta “peste” de los Siglos XX y XXI todos los ojos, naturalmente,  están mirando hacia los médicos y la investigación, pero no hacia el Ser Humano que la sufre.
 
Jean - Paul Aron tenía un hermano, médico famoso, al cual consultó hacia la Navidad de 1985 cuando experimentó ciertos síntomas premonitorios de algo que conocía muy bien como homosexual que era. “Me sometió al test de Elisa. Por su posición, el laboratorio lo puso al corriente muy rápido y él me informó por teléfono mi seropositividad. Fue una revelación...el cataclismo...Después recibí un informe seco y preciso de mis análisis de sangre; frente a la rúbrica LAV estaba escrito: POSITIVO. Sin carta de comentario. Nada. Nada más ese ‘POSITIVO’ con el que es necesario acomodarse. Y al menos a mi me habían prevenido”(5).
 
Aron consideró que el SIDA provoca un desorden psicológico a nivel de la familia, lo cual ejemplariza en las relaciones que sostuvo con su hermano antes del SIDA y después del SIDA. “...la mirada sobre mi hermano – a quien amo – y sobre mí mismo, en este período, saca a la luz comportamientos extraños. Desde la niñez soporté el poder del primogénito que tiene diez años más que yo. Ante él tenía sentimientos de culpabilidad. Desde cuando supo que estaba enfermo me consideró como su propiedad patológica...Aproveché una ausencia de mi hermano para ir donde el Dr. Rozembaun. Cuando mi hermano se enteró me pareció, por un instante, como liberado”.

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By Bluerasberry - Own work, CC BY-SA 3.0

Realmente pocas enfermedades durante la historia de la humanidad se combinan con el estrés psicológico que ha generado el SIDA. Y ninguna epidemia, tal vez, había provocado tanto pánico y desbarajuste social como el que se dio durante con la propagación del virus; aunque sigue expandiéndose se acepta y tolera un poco más. Pero las históricas plagas que diezmaban a la humanidad siempre se vieron vencidas por médicos que cumplían a medida justa su Juramento Hipocrático, médicos que incluso ensayaban la cura en sí mismos, con riesgo de muerte, como en una catarsis liberadora, pero entendiendo el servicio que el éxito podría brindar a la humanidad doliente. Lo que vemos ahora son médicos con temor a lo desconocido (a pesar del gran avance de los medicamentos antirretrovirales y la conformación de grupos clínicos de apoyo), hipocresía social, el silencio de enfermos conocidos, la condena y el miedo frente a la enfermedad, la muerte y la homosexualidad (incluso dentro de la libertaria comunidad LGBTI). Tanto los médicos como la sociedad no han querido entender que al paciente con SIDA el rechazo lo mata tanto como la enfermedad. Con el SIDA, la relación enfermedad – oprobio ha tomado una nueva y terrible dimensión, el SIDA reintroduce la condena, la inquisición, limitando los derechos fundamentales del ser humano, entre ellos la libertad. Muchos, veladamente, lo aplican.
 
Lo que parece suceder es que todo esto no es una novedad en la relación del hombre occidental con la enfermedad: “Mis reacciones frente al SIDA y mi desagrado a reconocerme tal y como soy, prueban que fui víctima de los estereotipos, del fantasma colectivo frente a una enfermedad innombrable, he ahí la palabra clave. Se habla de cancerosos, de sifilíticos, de tuberculosos, pero a nosotros se nos llama ‘enfermos de SIDA’. El señor Le Pen aprovechó el vacío suscitado por ese inmenso coeficiente de exclusión para inventar su malévolo ‘SIDAICOS’...En otra época el marido acompañaba a su joven esposa a la Costa Azul, en donde ella iba a ‘terminar’, para evitarle el escándalo. Puesto que la tisis era inconfesable, era la marca de una fatalidad y, por consecuencia, del mal. La sífilis desencadenó la misma irracionalidad. Hasta el cáncer mucho tiempo estuvo ahogado bajo una capa de silencio, aun cuando no está relacionado con el sexo. Me extraña que los médicos y los epistemólogos no se hayan interesado más en este enigma: ¿Por qué la vergüenza frente al cáncer? En alguna parte de la sensibilidad colectiva, el cáncer expresa una culpabilidad ¿Pero de qué? La muerte sería el precio a pagar ¿Pero por qué? Como complemento de la vergüenza, el SIDA provoca una reacción particular: el miedo. Hasta la estupidez. Se temen los contactos, los besos, perfectamente inofensivos”. Todo ello lo confesó Jean – Paul Aron, una personalidad que habló francamente de su homosexualismo y su enfermedad, además de ser un científico capaz de darle a su situación una explicación crítica sobre, por ejemplo, la actitud de prensa, sociedad y médicos.
 
Afortunadamente dentro del gremio médico, desde un principio, se impusieron voces de protesta como la del médico californiano Paul A. Volberding, que denunció a los galenos que, violando su ética profesional, se niegan a tratar enfermos de SIDA; denuncia hecha durante la Primera Cumbre Mundial de Ministros de Salud sobre la Prevención del SIDA, en Londres. Esta actitud ha ido cambiando con la efectividad de control de la enfermedad demostrada por innovadores medicamentos (antirretrovirales) y con la conformación de grupos multidisciplinares dedicados a manejar de manera integral y humanitaria a los pacientes que sufren esta inmunodeficiencia
 
Algunos han sugerido que la ética post-SIDA está llamada a acabar la liberación sexual de los años 60. Lo único que detendrá la propagación del SIDA no es el uso del condón, sino el fin de la llamada sociedad permisiva de las dos últimas décadas(6). El control de la epidemia obliga a forzar eutanasias fascistas. Con esta ética post-SIDA, que se está abriendo camino, corremos el riesgo de pasar de una sociedad permisiva y democrática a una sociedad oscurantista y dictatorial.
 
Obviamente, en este globalizado mundo no todo es negativo; La Organización Mundial de la Salud determinó tres necesidades que deben tenerse en cuenta para asesoría de dichos pacientes: 1) Dar apoyo psicológico y social a las personas infectadas, 2) Cambio en la educación y formación, y 3) Garantizarle a los enfermos y portadores del virus una producción económica continua.
 
Lo anterior tiene gran validez porque se hace énfasis en el paciente de manera holística, visto además bajo una óptica humana y psicosocial. Y es que lo que desea el hombre de su médico es que principalmente sea un ser humano; ¡el paciente sueña con un médico capaz de establecer relaciones humanas!

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Par Evergreen68 GÇö Travail personnel, CC BY-SA 4.0

En 1988, en París, el presidente Francois Miterrand y el Nobel de Paz Elie Wiesel consiguieron reunir a setenta y cinco premios Nobel para deliberar sobre “Promesas y amenazas en vísperas del siglo XXI”. Dentro de sus conclusiones determinaron que hay que desarrollar en común todas las investigaciones que tengan que ver con la prevención y el tratamiento del SIDA. Y que era indispensable la cooperación de la industria farmacéutica para que no se las frene ni compartimente, además que una vez esté lista la vacuna – de llegar a desarrollarse – sea obligación de los poderes públicos garantizarles a todos la vacunación. Al momento han sido infructuosas las investigaciones encaminadas a obtener tan esperada vacuna.
 
En nuestro medio Latinoamericano, es loable la labor que desarrollan médicos y paramédicos y algunas instituciones preocupadas por formar unidades especializadas en el manejo de la enfermedad y el enfermo, sin contar – la mayoría de las veces – con apoyo estatal. En el ámbito mundial, el logro más valioso obtenido en estos treinta y seis años de convivir con la enfermedad, es desmitificarla en cuanto a género y raza se refiere y a territorialidad o nacionalidad.
 
Muchas cosas más podrían decirse del acto médico en general que, además, parte de una profesión liberal como lo es (¿o lo era?) la medicina. “El acto médico es lo que hace a la medicina tan diferente de las otras profesiones. En ninguna se establece, de entrada, una relación tan personal como la que hay entre el médico y el enfermo, ni hay casos en que uno de los participantes se encuentre tan a merced del otro, entregándose a él generalmente por voluntad propia”(7).
 
No es fácil dar asistencia médica diaria y apoyo psicosocial a un individuo joven con una enfermedad que seguramente le segará la vida, o al menos se la hará mucho más compleja. Esta difícil tarea se ha logrado por la colaboración íntima del personal médico, las instituciones y la comunidad, contando, en algunos países, con el auxilio y apoyo de las autoridades. Cada año se preconiza que el mundo está ad portas de tener la cura contra el VIH, de igual manera, cada año, seguimos esperándola.
 
En todo caso, si en la parte médica y humana se ha avanzado en el manejo y tratamiento del SIDA, hay otros aspectos que abren muchos interrogantes sobre la forma en que el hombre maneja su libertad en este mundo. Lo anterior quedó plasmado en el informe que a finales del año 2005 presentó la UNICEF, titulado ESTADO MUNDIAL DE LA INFANCIA 2005: LA INFANCIA AMENAZADA. Esas estadísticas mostraron que más de mil millones de niños en el mundo sufren grandes privaciones debido a la pobreza, la guerra y el SIDA, tres males que ponen en peligro su vida y su futuro. Además, que 640 millones de niños carecen de una vivienda adecuada; 500 millones no tienen acceso a instalaciones sanitarias; 400 millones no disponen de agua potable; 270 millones no pueden gozar de servicios de salud; 140 millones nunca ha ido a la escuela y 90 millones sufren graves privaciones de alimentos.

Otro aspecto desgarrador del informe subraya que 10,6 millones murieron en el 2003 antes de cumplir 5 años de edad; lo peor es saber que esas muertes pudieron evitarse. Hay 180 millones de niños trabajando y dos millones de menores son víctimas de la explotación en la industria del sexo. Más de la mitad de los 3,6 millones de muertos en guerras, desde 1990, son niños. De los 143 millones de menores de 17 años que son huérfanos, 14 millones perdieron a sus padres por el SIDA (Save The Children calculó que para el 2010 fueron 25 millones). 13 millones de niñas - adolescentes dan a luz cada año y 70 mil de ellas mueren en el parto o por complicaciones previas. En unos cuantos días de 1994, durante el genocidio de Ruanda, 300 mil fueron asesinados, la misma cantidad que nació en Canadá en todo el año 2003. 20 millones han sido desplazados violentamente. 300 mil niños están reclutados a la fuerza en grupos armados de todo el mundo. 
 
En Latinoamérica 110 millones de niños viven en situación de pobreza; de ellos el 21 por ciento sufre de severa privación de vivienda; a un 16 por ciento le falta protección sanitaria; un 7 por ciento sufre de desnutrición y un 7 por ciento de falta de agua. En Colombia, 6 mil niños estaban reclutados por los grupos armados, y más de un millón habían sido desplazados por el conflicto interno.
 
¿Somos libres?
 
La ONG Oxfam International, en su informe “Pagar el precio” advierte que no sólo ninguna de las metas de reducción de la pobreza trazadas por la Cumbre del Milenio se cumplió en el 2015, sino que hasta esa fecha murieron 45 millones más de niños de los que se hubieran ‘perdido’ si se hubiera logrado el objetivo de reducir la mortalidad infantil en dos tercios; 247 millones de personas más de las previstas vivirán con menos de un dólar al día en el África subsahariana; el número de personas sin acceso a la sanidad se incrementará en 53 millones y 97 millones más de niños dejarán de recibir educación. Bárbara Stocking, directora de la ONG mencionada, lo dijo en Londres con mucha más crudeza: los niños más pobres del mundo pagan con sus vidas por la política que las naciones ricas tienen con respecto a la ayuda y la deuda. Ejemplo cercano lo hemos padecido con nuestros niños de La Guajira.
 
“...una de las personas más inolvidables que he conocido es Nhem Yen, abuela camboyana, cuya hija acababa de morir de malaria, dejando tras de sí a dos niños pequeños. Así que Nhem Yen estaba cuidando a sus cuatro hijos y sus dos nietos, y sólo se podía dar el lujo de tener un único mosquitero para protegerlos de los zancudos que transmiten la malaria. Cada noche, ella tenía que elegir cuál de los seis niños dormiría bajo el mosquitero”(8).
 
¿Acaso nosotros pensamos realmente que pagar 5 dólares por un mosquitero para mantener con vida a los hijos de Nhem Yen sería dinero tirado a la basura? Jeffrey Sachs, economista de la Universidad de Columbia, estima que, de invertirse de 2.000 a 3.000 millones de dólares en la malaria, se podrían salvar más de un millón de vidas por año. “Probablemente esa es la mejor oferta sobre el planeta”, dijo.
 
Todo lo anterior impone que, a conciencia, caminemos del temor a la esperanza; del tener al ser; del neoliberalismo a la neolibertad; de la globalización a la humanización. Entender que “quien no vive para servir, no sirve para vivir”.
 
¿Libertad quo vadis?
 
Debemos seguir luchando por oponernos a las medidas represivas de exámenes de sangre obligatorios y sin consentimiento del paciente; no permitir listas discriminatorias por nacionalidades, raza, sexo o género; condenar medidas como que los resultados sean de conocimiento general o el que se aísle, destierre o expulse a los enfermos de SIDA. Conseguir que los exámenes sean voluntarios, anónimos y gratuitos; adecuar y formar lugares donde el paciente sea tratado sin ningún tipo de discriminación; promocionar campañas para que se controle la estabilidad laboral de los enfermos y portadores sanos e impedir que se les despida de su trabajo sin causa justa. Organismos como ONUSIDA avanzan en ello.     
 
Preconizar las recomendaciones que plantea UNICEF para reducir a la mitad la pobreza y el hambre en el mundo, disminuir la mortalidad infantil y materna, lograr una educación primaria universal, frenar el SIDA y otras enfermedades que diezman la población, promover la igualdad entre sexos, abolir el trabajo infantil, preservar el medio ambiente y promover alianzas a favor del desarrollo. Y, quizás lo más importante, ampliar los servicios sociales y educativos básicos; considerar a los niños primero, antes y después de un conflicto; poner fin al reclutamiento de menores. En fin, dejar de ser tan mezquinos con la humanidad, esa sí fuese una verdadera liberación; sólo así podríamos gritar en los cuatro puntos cardinales del planeta que el mundo es libre.
 
No es descubrir el agua tibia, y nada de mérito tiene, entender que, si los países más ricos no cambian y se comprometen urgentemente a incrementar la ayuda al desarrollo, cancelar la deuda externa de los países más pobres e implementar reglas comerciales más justas, las consecuencias para los países menos avanzados serán totalmente devastadoras.
 
Es, sencillamente, comprender que toda acción justa de por sí implica libertad y esta necesariamente pasa por la ética. Es decir, que a cada uno de nuestros actos le impongamos lo más natural que la libertad exige y que consiste en “disponer de si mismo”. Pero esto no es posible a menos que uno se haya liberado de “lo exterior”, lo cual puede llevarse a cabo únicamente cuando se reducen a un mínimo las necesidades.  Para que haya una acción moral es menester que junto a la acción voluntaria – libertad de la voluntad – haya una elección – libertad de elección o libre albedrío ¿Lo que está en juego es la libertad del hombre contra las necesidades del mundo o las necesidades del mundo contra la libertad del hombre?
 
La libertad, en suma, además de ser algo físico, es una cuestión moral y en el reino de la moral y la ética no solo hay libertad, sino que no puede no haberla. Total que, en nuestro mundo, no sólo debemos luchar por imponer la justicia sino que no debemos permitir que no la haya. Ser justo es ser libre. “La verdad os hará libres”.
 
El problema es reiterativo, el mundo que nos tocó vivir adolece de justicia. Por lo tanto, de libertad. Y ese es nuestro reto, nuestro mayor compromiso para con nuestros hijos: que vivan en un mundo libre, o sea, justo.
 
Quizás, para conseguir lo anterior, todos, no sólo los médicos, deberíamos tener siempre presente y poner en practica el primer mandamiento de la Medicina, el primordial precepto Hipocrático que reza “PRIMUN, NON NOCERE”:  PRIMERO, ALIVIAR EL DOLOR... NO HACER DAÑO.

*Fuente de la imagen principal: GoldsmithContent Providers CDC C Goldsmith, P Feorino, E. L. Palmer, W. R. McManus Dominio público.


(1) Schemla, E., Soy homosexual y tengo SIDA, en Lecturas Dominicales, El Tiempo, 7 de febrero de 1988, p. 8-10, 12-13.

(2) Abrams, D. et – al, Cuidados y sostén psicosociales del individuo con Síndrome de inmunodeficiencia Adquirida, Clínicas Médicas de Norteamérica, junio 1986.

(3) Child, J., Ética Post-Sida (2), El Espectador, 6 de febrero de 1988. P. 3-A. 

(4) Op. Cit. Página 3.  (5) Op. Cit. Página 2

(6) Editorial, The Times, 28 de enero de 1988

(7) Fergusson, G., “Esquema crítico de la medicina en Colombia”, Fondo editorial CIEC, Bogotá 1983, p. 67

(8) Kristof, Nicholas D*., “La tierra de los mezquinos”, El Espectador, semana del 9 al 15 de enero de 2005. (*Columnista de The New York Times).