El odio como falta de vergüenza
Hernan Urbina Joiro
Pensamientos sobre la afligida realidad de quienes necesitan autoenvilecerse con el odio para sobrellevar una vida sin vergüenza.
Intolerancia. Discriminación. Xenofobia. Todas palabras de amplio uso contemporáneo, buenos sinónimos de odio y buenos descriptores de esta era de creciente tirantez en la sociedad también están ligadas, triste y ominosamente, con la noción de «asesinar algo». Corominas y Pascual detallan en el Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico que la palabra asesino deriva del término árabe haššāšīn, que describía en el siglo XI a los secuaces del sectario musulmán Viejo de la montaña, y que tenían que perturbar sus mentes con una bebida de hašīš —marihuana u hojas de cáñamo— a cada masacre que cometían contra los rivales ideológicos del Viejo. María Moliner indica que la palabra asesino además se aplica a lo que es capaz de causar daño físico o moral. En suma, asesino se trata de alguien, como lo indica la definición originaria, que debe autoperturbarse para causar daño deliberado, porque la lucidez le arrostra que su acto es impropio. Asesinar tendrá siempre una connotación perversa, distinta a las palabras cambiar, transformar, evolucionar o resguardar.
¿Qué hay con la teoría de que se puede nacer con «una personalidad asesina»? Es posible. Vivir a gusto la autoperturbación que elude la verdad que impide «asesinar algo» no tiene que lograrse siempre con el uso de una bebida o una sustancia. Los seres humanos no sólo son los únicos que desde temprano pueden autoinfligirse sufrimiento con la vivencia de la envidia, sino también los únicos que pueden elaborar historias con las que «despiertan» y hacen «despertar» a otros a una «nueva realidad» para odiar. No es azar que la palabra odio derive del latín odĭum, que significa: despertar, pero también significa: coger y tomar —a otros—. Odio es vivencia profunda de querer causar daño, que puede inspirar a otros que quedan cogidos o tomados por la misma enajenación del que busca «asesinar algo».
De modo que asesinar está muy vinculado con la noción de engañar malignamente, con la mentira que asesina. Este engaño no se trata de una simple forma de «escape». Se trata de vivir y hacer que otros vivan la ausencia de dignidad que impide cometer lo infame: es no tener y hacer que otros no tengan vergüenza de «asesinar algo». Pero este autoengaño con el odio que ciega, que vive el «asesino de algo», también equivale a derrota por ser un escape autodestructivo, más parecido a la esclavitud que a la libertad o al dominio sobre sí mismo, puesto que este triste ser siempre necesitará autoenvilecerse para sobrellevar lo que asesina en otros, un escenario donde se refuerza con desolación el sensible parentesco etimológico entre las palabras dolor, domador y dueño.
No obstante, el camino de la elevación de su obra hacia la condición de arte resultó ciertamente tortuoso en tanto que no se solía hablar de su talento, ni de su arte en sí; como sí de su personalidad como mujer: “Callada, suave, buena amiga, discreta, enigmática, alma de paz, de pureza y de luz, llena de bondad y de sensibilidad finísima” (Lleras 2005, 10). Quizá esa fue la razón por la que su accionar tomó camino retador, como si se tratara de una mujer que deseaba hacerse sentir, que deseaba que la escucharan y la vieran a partir de sus capacidades artísticas, más que a partir de su personalidad afable.
Así pues, en la medida en que la encontramos revolucionando el arte de un país que se había quedado en las tendencias artísticas más clásicas, es posible encontrarla también ocupando varias plazas y actuando en varias escenas significativas para la historia nacional. En 1929, por ejemplo, participa con una cabeza de estudio en la exposición de la escuela de bellas artes, a instancias de su amigo Ramón Barba. Tres años más tarde, la encontramos desempeñándose como secretaria en la Sección de Provisiones del Ministerio de Guerra colombiano, por la época en que el país afrontó el conflicto colombo-peruano, bajo la presidencia de Enrique Olaya Herrera (Ministerio de Cultura. Colombia en el umbral de la Modernidad. Bogotá: Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1997. Citado en: Colarte s.f.).
Incluso el odio que engaña para poder «asesinar algo», es, en cierta forma, además un retroceso evolutivo de millones de años. Aprendimos a tolerar organismos externos amenazantes en nuestros propios cuerpos e ideas externas amenazantes en nuestra propia mente. Es cierto que siempre se tiende a rechazar aquello que se percibe como «distinto», pero no es menos válido decir que, «eso» que amenaza, puede dejar de hacerlo cuando se le encuentran puntos de semejanza. Esto no significa indiferencia o desdén, sino dejar de ser sectario, conocer otras definiciones acerca de eso que intimida, tener una dignidad que considera la vergüenza propia y la vergüenza ajena: es tener una conciencia más ensanchada, no sedada o encogida.
Otras expresiones contemporáneas andan en labios y manos para nombrar este odio —vivencia solo humana— que incita a «asesinar algo». Antes de que el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich usara por primera vez el término posverdad en su ensayo de 1992, donde impuso: «Nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en algún mundo de posverdad», ya los seres humanos llevaban muchos años como los únicos seres capaces de inventar historias con las que despiertan —y hacen despertar a otros— a vivir el odio, en el que quedan cogidos o tomados los que buscan «asesinar algo», los que buscan torcer la historia, asesinar grandes ideas, grandes creaciones, todo aquello que es objeto de su odio.
Claro que no es simple la cuestión en torno a los seres que parecieran siempre andar en busca de «asesinar algo». Son ineludibles otras preguntas como: ¿Por qué muchos no pueden reprimir ese deseo de «asesinar algo»? Complicada pregunta. Pero, tal vez, si encontraran un resquicio de luz sólo sobre ese interrogante, tal vez, entonces, hallarían al tiempo un territorio de paz; tal vez, luego se esforzarían con lucidez, con verdad, en darle auténtica virtud a lo que hacen, que empezaría a tener auténtico valor y, tal vez, les brotaría la vergüenza de mostrar y defender una fundada dignidad con lo que hacen en sus vidas: encontrarían la estrecha vinculación entre las palabras valor, virtud y vergüenza.
Pareciera que contra el autoenvilecimiento que lleva a «asesinar algo», lo que podría imponerse sería una conciencia engrandecida que convierte en algo más pequeño —que envuelve— al odio enajenante que incita a «asesinar algo»; una conciencia ensanchada con nuevos y mejores significados sobre eso que se teme y se odia y que recuerda permanente la dignidad o vergüenza que impide «asesinar algo»; una conciencia ampliada que se opone al olvido, a que nos olvidemos y a que nos olviden.
Aun siendo criminales —y capaces de inducir a que se masacren grupos humanos entre sí—, quienes ejercen profesionalmente la mentira, el odio y la muerte enajenados por el autoenvilecimiento —pues hasta las ideas que otros les malmeten deben ser aprobadas y abrazadas— son seres humanos y vale decirles con esperanza, una vez más: una conciencia atrofiada por el odio podría ser acorralada por casi que cualquier cosa que amenace. Una conciencia ensanchada, por el contrario, envolvería, por ser más grande, a eso que hace sufrir —odiar— e induce a «asesinar algo». Esto representaría una mejor noción de auténtica «grandeza» de los seres humanos que, siendo resilientes, serían más sabios y, acaso, más felices.
Lecturas recomendadas
Kreitner Richard. Post-Trust and Its Consequences: What a 25-Year-Old Essay Tells Us About the Current Moment. The Nation. November 30, 2016
Urbina Joiro. Acercamiento a la tristeza que impulsa a destruir: lo siniestro, la envidia y la sonrisa. Bogotá. Revista Nova et Vetera. Volumen 2. Nº 20. Octubre de 2016.
Urbina Joiro Hernán. Del lenguaje del sufrimiento. En: Humanidad Ahora: diez ensayos para un nuevo partidario de lo humano. Cartagena. Fundación Humanidad Ahora. 2016.