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Sobre nuestra obsesión con el trabajo

Tomás Molina

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En uno de sus ensayos, Montaigne cuenta la historia de una aldeana que estaba muy habituada a llevar en brazos un ternerito; por lo mismo, cuando éste creció hasta convertirse en un buey la susodicha seguía cargándolo. El pensador francés quiere mostrar con la historia el poder que la costumbre tiene sobre nosotros.

Estamos habituados a hacer las cosas de un modo y nos resistimos a toda desviación. Todo cambio, por lo tanto, debe superar un obstáculo gigantesco: la resistencia que todos tenemos a cambiar nuestro modo de ser.

Lo anterior lo puede comprobar cualquier persona que proponga, por ejemplo, reducir el horario laboral a seis horas. No, evidentemente, como una cosa que se pueda realizar ahora mismo en el país, sino como un proyecto para el futuro: organizarnos como sociedad para trabajar menos y vivir más. Frente a tal idea, muchos reaccionarán señalando que es el colmo del descaro y la vagancia, habituados como están a llevar en brazos un buey. No se les puede proponer que dejen el animal en el suelo, que descansen un poco: esa es una herejía. De hecho, yo hice el experimento y encontré una férrea resistencia. No tanto del orden económico como del ético y cultural: a muchos les parece que un horario de esa naturaleza es conducente al vicio y la pereza. Eso último dice al menos dos cosas sobre los colombianos.

En primer lugar, nos han acostumbrado a que el trabajo es la única actividad positiva que podemos realizar. Hasta el cultivo de uno mismo me fue señalado como vanidoso y propio de vagos. En Colombia hay quienes no conciben actividades legítimas fuera del trabajo. Parece que los ciudadanos simplemente tienen que producir riqueza. El derecho a vivir una vida tranquila y silenciosa, donde las personas puedan cultivar sus talentos improductivos, resulta hasta ofensivo para muchos. Es el capitalismo en su versión más bárbara: debemos entregar todas nuestras energías a la acumulación del capital. Y lo peor: debemos disfrutar nuestro síntoma, no se vale quejarse. Esto ya lo había visto Benjamin cuando decía que el capitalismo es una religión que no nos permite descansar de ella misma: no hay días ordinarios, todos son festividades donde debemos adorar. Incluso nuestro ocio se convierte en una rigurosa y santificada preparación para seguir acumulando el capital. Esta es una variación de la observación de Weber sobre el deber protestante: quien gasta para sus propósitos personales le roba a la gloria de Dios. En este caso, quien gasta tiempo para actividades que no están directamente relacionadas con la expansión del trabajo y el capital le está robando gloria al capital.  No podemos descansar del capitalismo, hacerlo es un pecado gravísimo. 

En segundo lugar, muestra qué clase de sociedad hemos tenido históricamente. Colombia, qué duda cabe, ha tenido una sociedad hostil a la movilidad social. El sistema económico y político se ha cerrado para quienes quieren mejorar su condición. Para aquellos que no cuentan con apellidos ilustres, herencias y contactos, la única opción legal para dejar de ser pobres es el trabajo duro. Un trabajo mucho más pesado que en sociedades más abiertas e igualitarias que, con razón, produce orgullo en quienes han tenido cierto éxito. Por eso mismo, pensar en reducir la carga laboral se interpreta como una afrenta al dios que les tendió la mano para salir de la pobreza. Trabajar menos es indigno de él. Esto, por cierto, también ha vuelto a muchos hostiles a la idea de que los pobres pueden salir de su condición sin pasar tantas penas: “si nosotros llegamos a la clase media a punta de trabajo y deudas, ¿por qué ellos no pueden”. En Colombia se espera una suerte de purificación religiosa, de ascetismo riguroso, sin el cual no es posible superar la pobreza. Que los pobres dejen de serlo sin penas infinitas es indignante para quienes tuvieron que pasarlas.

Pero las cosas no tienen que ser así. Los colombianos pueden trabajar menos, siempre y cuando la educación mejore y se vuelvan más productivos. Es cuestión de organizarse para mejorar la sociedad. No es preciso trabajar doce o catorce horas para aplacar al oscuro dios del trabajo. Tampoco es necesario pasar todo nuestro tiempo de ocio entrenándonos para aumentar el capital. ¿Han notado ustedes como, por ejemplo, muchos video juegos actuales no son más que una reproducción de la lógica capitalista en lo virtual? Coleccione monedas, aumente su poder, y si llega a morir, no se preocupe: regresará como un muerto viviente. Lo rescataremos. Tal y como a los bancos. En todo caso, lo paradójico es que trabajar incesantemente para el dios del capital resulta perjudicial para el trabajo en sí: los trabajadores rinden más si están tranquilos y descansados, si no tienen dolores de espalda y un agobio constante. Eso ya debería ser obvio a estas alturas de la historia. Pidámosle a nuestro nuevo dios días normales donde no tengamos que adorarlo rigurosamente.

Ahora bien, el trabajo en Colombia es extraño. La mayoría de oficinistas, por ejemplo, se desvive por trabajar cuanto puede, pero considera que trabajar es pasar tiempo en la oficina. Al tiempo que se quiere complacer al capital, se le engaña trabajando de forma deshonesta. La nuestra es una ética del trabajo en la que cuenta el esfuerzo y el tiempo, no el resultado. Basta con estar en la oficina catorce horas para que se nos considere más comprometidos que quien termina su trabajo en cuatro de manera eficiente y honesta. Un horario más humano, acompañado de una ética del trabajo más racional y menos dedicada a complacer a dioses oscuros, seguramente mejoraría nuestras vidas. Ya es hora de ir pensándolo. Es falso que solo haya individuos preocupados por su propio bienestar. Las sociedades también se pueden poner metas y alcanzarlas. Ahí están los libros de historia para quienes se empeñen en negar semejante verdad tan trivial.