Sudán ¿una revolución fallida?
Mauricio Jaramillo Jassir
Casi una década después de que se inauguró la llamada Primavera Árabe, el mundo vuelve a sorprenderse por levantamientos populares frente a regímenes que parecían hace unos años como inexpugnables, pero que con el paso del tiempo van mostrando signos de agotamiento e incapacidad para entender la extrema necesidad de ceder a la alternancia.
Esta vez fue el turno de Sudán, el país más extenso del África y que fue por mucho tiempo, severamente criticado por las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en dos conflictos concomitantes, en la zona de Darfur donde el derrocado Omar Al Bashir temía por una separación y el sur en general, alejado del contagio musulmán y quien desde la independencia en 1956, le huyó a la instauración de un modelo de Estado donde la principal fuente de derecho fuera el Islam según el esquema de la Sharia.
Desde la independencia, Sudán vivió bajo los estragos de la guerra civil entre el norte y el sur. En 1989 luego de décadas de turbulencia, Omar Al Bashir accedió al poder a través de un golpe de Estado, y consiguió amplios apoyos para estabilizar el país a un precio muy elevado en términos humanitarios, especialmente en el sur.
A comienzos de siglo, estalló la crisis en Darfur un territorio de difícil control para Sudán, por lo cual ese gobierno llevó a cabo una campaña sistemática de represión de la que se acusa a Al Bashir. En ella fueron asesinadas más de 300 000 personas. El país llegó a ocupar el primer lugar en el número de desplazados en el plano mundial y en 2004 de forma sorpresiva George W. Bush y su entones secretario de Estado Colin Powell reconocieron que en dicha zona se estaba produciendo un genocidio orquestado desde Jartum, la capital.
Una acusación muy grave, pues se pensaba en ese entonces, que el reconocimiento por parte de la principal potencia militar debía suponer en alguna medida responsabilidad por la subsiguiente inacción. Washington, valga decir, intentó mayores sanciones en contra del régimen de Al Bashir en el seno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. No obstante, se encontró con la oposición de China y de Rusia que veían en ese entonces con mucha preocupación, la voluntad estadounidense para abrir otro frente de batalla después de Afganistán e Irak con resultados trágicos. Es justo reconocer que más allá del interés por el petróleo que tenían Beijing y Moscú en territorio sudanés, causaba mucha preocupación una intervención humanitaria que aunque con loables propósitos podía terminar de agravar la situación. La entrada de la OTAN en Afganistán alteró el Asia Central, la invasión de Irak por parte de Estados Unidos trastocó el Oriente Medio, y una operación en Sudán hubiese adelantado la tragedia que supuso el nacimiento del Estado Islámico con tentáculos en la zona del Sahel.
Aun sin una intervención humanitaria ni con sanciones de las proporciones pretendidas por Washington, las acusaciones contra Al Bashir prosperaron. En 2009 y 2010, la Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto en su contra por genocidio, crímenes de lesa humanidad y de guerra ¿De qué forma Al Bashir pudo permanecer tanto tiempo en el poder al abrigo de levantamientos? Una de las razones tiene que ver con que se presentó como el único capaz de estabilizar el país y garantizar la unidad. Agobiado por la presión internacional, permitió la celebración de un referendo en el sur que terminó en la independencia de tal territorio y en el surgimiento de Sudán del Sur en 2011, Estado que muy poco después de haber logrado su separación cayó en una guerra civil.
En 2013, también ocurrieron manifestaciones contra el régimen pero solo en las grandes ciudades. Esta vez la situación fue diferente pues se trató de cuatro meses de protestas sostenidas en todo el país, que finalmente lograron la simpatía de los militares que terminaron deponiendo al jefe de Estado. Todo empezó por el aumento en los precios de la harina que terminaron por triplicar el precio del pan. La gente fue perdiendo poco a poco el miedo, y convirtió el cuartel general del ejército en el epicentro de sus reivindicaciones, tal como lo fue la emblemática Plaza Tahrir en Egipto o de Audin en Argelia.
Ante la decisión de los militares de conservar el poder por dos años para organizar las bases de una transición al tiempo que suspenden la constitución, vienen a la memoria los regímenes militares que en tantas zonas del mundo han monopolizado los procesos de normalización a un costo humanitario y democrático muy alto. En todo el Cono Sur ocurrió que esgrimiendo el argumento de la lucha contra la subversión, se aplazó de forma indefinida una necesaria democratización y por miles hoy todavía se cuentan las víctimas no reconocidas de tal periodo. Pero sin duda, uno de los peores antecedentes regionales fue la toma de los militares en Argelia tras las elecciones legislativas de 1991. De allí la enorme preocupación de la comunidad internacional por el anuncio de que será el general Abwad Ibnouf quien gestione la transición. Se entiende, por tanto, el repudio generalizado de la población, pues los sudaneses parecen presentir la muerte de una dictadura, al tiempo que peligrosamente corren el riesgo de acercarse a otra.