Los almendros no en flor
Manuel Guzmán-Hennessey
A propósito de los incendios del Amazonas, y de la enborme pérdida de diversidad biológica que está ocurriendo allí, recordé el verano del año 2007, particularmente caluroso y lleno de incendios forestales en España. Aquel verano irrumpió —en la primavera de Madrid— como un lento presagio. Todavía no era junio y ya el calor asfixiaba.
Desde un cielo que parecía venirse abajo tironeaba la piel de los días, y fue así como, poco a poco, se fue llevando las fragancias de sus parques y avenidas. Los almendros de Quinta de los Molinos se fueron desvaneciendo, del morado al rosa, del rosa al violeta pálido, y luego: del violeta pálido al blanco negruzco, quizá, como un negro presagio de los días por venir.
Pero la evolución de aquella transformación de los paisajes tardaría varios años. Y en aquel año de 2007 comprobarían los científicos cuanto habíamos avanzado, como especie, como civilización y como cultura, hacia un abismo cada vez más cercano y desconocido. Tantos y tan drásticos cambios hubo en tan poco tiempo, en los colores, los olores y la forma del mundo que, poco a poco, sus gentes se fueron acostumbrando a las nuevas texturas de la vida: los rosados más o menos grises, ciertos grises rotundos, los marrones intensos y los ocres —sobre todo los ocres— ofrecidos al desgaire de unos vientos de muerte, en el sortilegio terroso de sus variadas gamas.
El almendro[1] es el árbol de la primavera. Florece cuando llegan los primeros calores, entre marzo y abril, y nos prodiga sus frutos entre agosto y noviembre. Pero es un árbol de doble filo. Puede producir almendras dulces o amargas, las dulces tienen propiedades nutritivas y son sabrosas, las amargas son venenosas. Al contacto con la saliva producen ácido clorhídrico y bastan 20 o 30 almendras para tener riesgo de muerte. Solo los entendidos saben distinguir si es un almendro dulce o uno letal, pues ambas variedades poseen flores idénticas: hermafroditas, que tienen el androceo y el gineceo en la misma flor. Todo es doble en los almendros y aquella condición de belleza y fortaleza, de dulzura y veneno, de masculinidad y feminidad, quizá nos sirva para entender mejor la trampa doble de nuestra crisis: sabemos que el modo de vida que escogimos para progresar puede llevarnos a la hecatombe colectiva, pero al mismo tiempo es dulce y nos produce confort, sabemos que no podemos seguir usando masivamente combustibles fósiles para mover el progreso de los pueblos pero sabemos, al mismo tiempo, que no podemos dejar de usarlos, por lo menos por un tiempo más o menos largo. Si este tiempo nos alcanza o no para conjurar las catástrofes que se vienen, no está en nuestros cálculos. Nos dedicamos a vivir el presente como si no hubiera mañana, y mucho menos, un mañana catastrófico que aún podemos evitar.
El asunto es que uno de aquellos días de la primavera, viernes quizá, el autor de estas notas caminaba por la plaza Margarita Xirgu al tiempo que los espectadores de la obra Dominic public representaban, en calidad de actores, el guión de Roger Bernat. Entonces pude ver (o prever) un paisaje humano tan angustioso y singular, que se me antojó sería como el del fin de los tiempos: confusión de miradas y movimientos, titubear de pasos, dudas e incertidumbres, temores del otro humano ¿cercano, distante, hermano?, palabras sueltas, asombros y miedos de variadas raigambres. Y cuando pregunté qué era todo aquello me explicaron que era una obra de teatro, en la que los espectadores —investidos de actores en la plaza pública— debían contestarse unas preguntas que iban escuchando en sus auriculares, desde donde también se escuchaban los compases de la Flauta Mágica de Mozart. Y así, de esta manera, los actores-espectadores de la obra de Bernat, debían interactuar con los transeúntes que por allí pasaban (yo uno de ellos). ¡Vaya puesta en escena! Me dije. Y decidí quedarme hasta el final de la obra, para entender mejor lo que pasaba o tal vez para aprender algo de aquella inesperada lección de la primavera. Concluí que todos éramos actores de un guión ajeno, dictado —entre músicas sublimes— acaso por un dios malo o un titiritero vengativo. Razoné que la sociedad que nos tocó vivir, esa ‘organización sin alma’ que anticipó Tagore en los albores del siglo XX, era también la sociedad del fin de las primaveras. La sociedad del antropoceno y de la trampa bifronte del desarrollo, una especie de Gran Teatro del Mundo donde la mayor parte de los hombres y las mujeres funcionaban como actores de reparto, sin posibilidad alguna de determinar sus destinos. Manejados a control remoto por ‘las maravillas del avance científico y tecnológico’. Por el paradigma predominante del progreso y el desarrollo, cuyas normas nos venían dictando ¡cómo no! desde los bancos multilaterales y las reuniones del G-7, el G-8 y el G-20.
Parque Quinta de los Molinos, Madrid
Pensé en los versos del poema de Borges: “Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito. Este anfiteatro es hoy toda la Tierra. No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada. También el jugador es prisionero de otro tablero de negras noches y de blancos días. Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”. Permitirán los lectores que hoy recuerde aquel día del año 2007, en la plaza Margarita Xirgu, de Madrid. Paolo Lugari. Y que, volviendo al Amazonas, me pregunte: ¿por qué no se les ocurre una siembra masiva de árboles?. En el Vichada hay 6 millones de hectáreas disponibles, y esfuerzos gigantescos de reforestación se han visto en otros países. El pasado 29 de julio Etiopía plantó más de 350 millones de árboles en un día. En Toluca, México se planea la siembra de 13 millones de árboles. ¿Por qué no se piensa en grande? Como China, que quiere convertirse en pocos años en una ecocivilización. Ellos sufrieron los embates del cambio climático en los años noventas (cuando se desbordó el río Yangtzé y hubo sequía en el río amarillo) y reaccionaron. Se propusieron sembrar bosques que cubrieran cerca de un cuarto del gigante y van bien. Ya se han plantado cerca de 13 millones de hectáreas. Pensar en grande no significa simplemente pensar para crecer, sino pensar para vivir mejor. Por eso el proyecto de los chinos, como todo lo de ellos, es cultural. La revolución cultural de la crisis climática, que incluye el repoblamiento boscoso del territorio pero también la más ambiciosa apuesta por las energías renovables del mundo. Y la felicidad: “una casa bonita, un cielo azul, una tierra verde y agua limpia” (Green is gold: the strategy and actions to China´s ecological civilization).
La crisis del Amazonas debe representar para nosotros una oportunidad para repensar el futuro. Para repensarnos como parte de un grupo de países que comparten un ecosistema estratégico de importancia global. Voy a la red para actualizar la emergencia y leo en BBC: el fuego sigue fuera de control. En solo Santa Cruz (Bolivia) ya van dos millones de hectáreas. Los científicos del colegio de biólogos de La Paz creen que regenerar todo esto tardará 300 años.
[1] Prunus amigdalus