Jardín Florido: retratos de monjas coronadas del monasterio de Santa Inés de Montepulciano
Jimena Guerrero, Lina Méndez, David Echrcerri y Ana Orobio
Jimena Guerrero, Lina Méndez, David Echrcerri y Ana Orobio
Anónimo
Óleo sobre lienzo
Colección de Arte del Banco de la República
Sor María Josefa del Espíritu Santo
Anónimo
Óleo sobre lienzo
Ca. 1817
Colección de Arte del Banco de la República
Para la década de 1620 el encomendero y alférez mayor de la ciudad de Santafé Juan Clemente de Chávez, antes de partir para su servicio como gobernador de la provincia de Antioquia, leyó sobre la vida de la beata Inés de Montepulciano, monja dominica italiana del siglo XIV. Chávez decidió fundar un convento bajo su advocación, pero quien materializará sus deseos, será su hermana, Antonia de Chávez, con la fundación del convento en 1645. Vale la pena resaltar que para ese momento Inés era beata y 81 años después sería canonizada y declarada santa oficialmente por la Iglesia católica[1].
En los conventos hispanoamericanos se desarrollaron amplias series pictóricas de monjas coronadas, las cuales alcanzaron gran popularidad en el territorio neogranadino entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. Las monjas retratadas seguían en clausura después de su muerte, como vidas ejemplares para el resto de sus hermanas y para la sociedad. Así, se hace evidente una filiación espiritual de las monjas vivas con sus hermanas fallecidas. Según Alma Montero, estos retratos son perfectos ejemplares de la muerte justa o florida pues representan a “aquellos que lograban un tránsito gozoso hacia la gloria, libres de todas las penalidades a que estaba sujeto el común de los seres humanos”[2].
Partiendo de esta iconografía, en el presente texto se busca estudiar la colección de retratos de monjas coronadas del Monasterio de Santa Inés, centrándonos en su tránsito y función simbólica desde el siglo XVIII hasta el XXI. Es de gran interés reparar en las distintas coyunturas históricas que estos retratos presenciaron y cómo han sobrevivido a ellos, como lo fueron las leyes de desamortización y exclaustración, la refundación del convento y la compra de la colección por parte del Banco de la República. En primer lugar, hablaremos sobre la iconografía de las monjas coronadas y sus implicaciones, luego sobre el posible recorrido de las pinturas durante el siglo XIX, su ubicación en el siglo XX, y la exclaustración de las pinturas al público del siglo XXI.
Los retratos de monjas coronadas se establecieron como una muestra encaminada a enaltecer uno de los momentos más importante al interior de la vida conventual femenina: la consumación del matrimonio místico con Cristo. Estos, fueron exclusivos para religiosas destacadas por desempeñar cargos y actividades cruciales en su monasterio, por lo cual era fundamental que su imagen respondiera a sus características más distinguibles[3]. Los retratos post mortem neogranadinos, se destacaron por ser particularmente realistas, representando las características tanto morales como físicas de cada monja, dando lugar a su recuerdo más terrenal[4]. Por medio de estas imágenes, no sólo se buscaba plasmar la consumación de sus nupcias con Cristo, también, se pretendía resaltar sus cualidades y virtudes como religiosa, de modo que la experiencia del deceso individual se convirtiera en enseñanza colectiva para toda la comunidad[5].
Sor María de Santa Teresa
José Miguel Figueroa
Óleo sobre lienzo
Ca. 1834
Colección de Arte del Banco de la República
De los retratos de este tipo que se conservan en Colombia, llama la atención de diversos investigadores el conjunto de pinturas que perteneció al Monasterio Dominico de Santa Inés de Montepulciano, actualmente en posesión del Museo de Arte Miguel Urrutia de Bogotá. La colección, es una de las más extensas y mejor conservadas que existe. Cuenta con 19 obras, fechadas entre 1730 y 1859, dos de las cuales son representaciones de religiosas coronadas vivas, fenómeno inusual en este modelo. Asimismo, cuenta con una obra firmada y fechada por el autor, particularidad que permitiría rastrear y establecer las posibles relaciones entre órdenes religiosas y artistas.
Al confirmar que una religiosa había fallecido, iniciaba el ritual fúnebre con el traslado del cadáver, en procesión, al coro bajo del monasterio. En ese lugar, las religiosas preparaban y ornamentaban a su compañera, le colocaban la corona florida, como símbolo de su victoria por un tránsito gozoso a la gloria eterna, reservada sólo para las almas más justas[6], y la palma floral, compuesta por lirios y rosas, que hacía referencia a la preservación de su castidad y buen desempeño durante la vida religiosa[7]. Se presume que durante el velatorio entraba al espacio conventual el pintor, quien tenía como tarea narrar con el pincel la vida excepcional de la fallecida. Al finalizar la imagen, en la mayoría de los retratos, se agregaba la cartela, inscripción en donde se registraba su nombre, el de sus padres, fecha y lugar de nacimiento, fecha de defunción, el nombre del convento donde profesó y en algunos casos, una breve reseña sobre sus virtudes, labores y legados. De esta manera, la pintura se convertía en un elemento visual ejemplarizante para la memoria colectiva del convento[8]. Estos retratos se hicieron hasta bien entrado el siglo XIX, época en la cual las tensiones políticas afectaron a los conventos, más no a la manera de conservar su memoria colectiva, la cual cruzaba los muros conventuales moldeando la sociedad colonial en ámbitos como la educación, la vida espiritual de los laicos, el prestigio y la riqueza, por la importancia de estos espacios en su cotidianidad.
Sor María Gertrudis Teresa de Santa Inés, “El lirio de Bogotá”
Anónimo
Óleo sobre lienzo
Ca. 1730
Colección de Arte del Banco de la República
Tras la Independencia, el 21 de julio de 1821, el Congreso de la República aprobó la fundación de escuelas para niñas en los conventos de religiosas, decreto que el convento de Santa Inés acató, a pesar las dificultades económicas y de no tener un espacio destinado para las aulas, sin que éste rompiera la clausura. De acuerdo a lo estipulado, La priora del momento Sor María de Santa Teresa, establece una pequeña escuela pública al lado del Monasterio, en donde educó a más de 25 niñas, “promoviendo que estas le enseñaran a las demás”[9]. Este colegio duró aproximadamente 20 años e instruyó a mujeres que luego fueron esposas y madres de presidentes, magistrados y hombres importantes de la nación[10].
Sor María de Santa Teresa
Anónimo
Óleo sobre lienzo
Ca. 1843
Colección de Arte del Banco de la República
Conforme transcurría el siglo XIX, el convento de Santa Inés, junto con el resto de monasterios bogotanos, poco a poco fueron perdiendo importancia tanto en términos económicos, como simbólicos. Quizás el acontecimiento que mermó aún más el rol de estos espacios dentro de la vida de la sociedad republicana fue la expedición de decreto de Desamortización de Bienes de Manos Muertas por el presidente Tomás Cipriano de Mosquera el 9 de septiembre de 1861 y dos meses después, el 5 de noviembre la extinción de las comunidades religiosas. Esto significó que a todas las comunidades religiosas se les fueron expropiados sus inmuebles. Para el caso específico de los conventos de clausura de Bogotá, el día 6 de febrero de 1863 fueron rodeados los edificios conventuales por miembros del ejército, lo que ocasionó fuertes críticas tanto por conservadores, como liberales. De acuerdo con varios relatos de religiosas, (...) se personó en el convento el Gobernador del Distrito Federal Miguel Gutiérrez Nieto para decir a las monjas que era inútil la resistencia, pues iba a traer 200 soldados para que invadieran el monasterio y se quedaran a vivir allí permanentemente. De nada valieron los ruegos. Al poco rato llegaron los soldados y ocuparon el patio central[11].
De las 37 monjas que habitaban en el convento en ese momento, 11 viajaron el 14 de enero de 1864 a la Habana, al convento de Santa Catalina de Siena. De estas, las dos hermanas Cifuentes, regresarían a Bogotá en 1879, para años después refundar el cenobio en 1889. Las 26 monjas restantes se ubicaron en la casa de Enrique y Manuela Paris.
Sor Teresa de Jesús
Anónimo
Óleo sobre lienzo
Ca. 1773
Colección de Arte del Banco de la República
Más allá de los efectos económicos que tuvo la Desamortización, poco se ha indagado en el impacto que tuvo en la vida diaria de los conventos y en el caso que nos atañe, en la conformación y preservación de su acervo pictórico. Las diversas mudanzas y la desintegración de la comunidad, con el viaje de algunas a Cuba y otras a España, nos hace preguntarnos qué pudo haber ocurrido con su colección pictórica y escultórica en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo XIX, considerando que el convento preservó hasta hace poco, la serie completa de monjas coronadas y la serie de la vida de su santa patrona, santa Inés de Montepulciano.
Es necesario considerar que la colección pictórica de las religiosas no era de interés para el Estado, ya que no representaban una fuente significativa de ingresos económicos, a comparación de las estancias, haciendas, locales o alhajas que podían tener las religiosas. A partir de las escasas noticias que provienen del archivo del monasterio, las experiencias de otros conventos y dada la importancia que estos retratos de monjas coronadas tuvieron dentro del convento, sugerimos varias posibilidades. Una, que las religiosas que se quedaron en Bogotá lograron conservar en el interior de los improvisados monasterios las pinturas. La segunda opción, que los retratos fueron entregados a familiares o amigos de confianza que se aseguraron de proteger las piezas.
Sin embargo, no contamos con inventarios ni datos previos o posteriores a la desamortización que puedan constatar la preservación de la colección en su totalidad. El único inventario que conocemos fue realizado para una Visita Canónica al monasterio el 27 de octubre de 1937. En él, se mencionan 16 retratos de monjas muertas ubicadas en la Sala Capitular, lugar en el que se toman las decisiones más importantes del convento, y 3 retratos de monjas vivas sin localización exacta. Este es un hecho interesante, pues luego de lo sucedido en el siglo XIX y la refundación en 1889, las monjas coronadas se registran juntas. Cosa que podría evidenciar la perdurable memoria colectiva y un influyente modelo en la vida conventual.
Sor Micaela de Santa Rosa
Anónimo
Óleo sobre lienzo
Ca. 1831
Colección de Arte del Banco de la República
Por otro lado, el significado de los retratos de monjas coronadas cambia en el momento en que salen de la clausura por primera vez para hacer parte de la exposición de Arte religioso de la Nueva Granada dentro del marco del XXXIX Congreso Eucarístico, en el año 1968[12]. Sólo hasta el 2011, los Museos Colonial y Santa Clara, se interesan por visibilizar la colección, organizando la exposición Una vida para contemplar, curada por las historiadoras Olga Acosta y Laura Vargas, en donde se expuso la serie de la vida de la santa patrona del monasterio. Dos años después, en el Museo Santa Clara, se realizó la exhibición Cuerpos opacos, la cual pretendía sacar a la luz el proceso de la muerte al interior del cenobio, para esta muestra solo se utilizaron los retratos de monjas muertas. Por último, gracias a la gestión entre las religiosas y diversos académicos, el Museo del Banco de la República adquirió la serie de la vida de santa Inés y la colección de monjas coronadas. Al contar con la colección más grande y mejor conservada de religiosas coronadas, el Museo lleva a cabo la exposición Muerte Barroca, curada por la historiadora mexicana Alma Montero en donde también participaron la colección que perteneció al monasterio de la Concepción y Santa Clara, transformando el aura de las obras y del espacio.
Si bien los lienzos ya no pertenecen al monasterio, las monjas todavía conservan reproducciones de las imágenes ubicadas a la entrada de la clausura, en donde se da a entender que no es tan importante el original, sino lo que estos retratos simbolizan para su comunidad. En la historia del arte, la función de las imágenes se reevalúa constantemente. Desde la Colonia, para las comunidades religiosas las imágenes han tenido una misión puramente contemplativa. Al sacar la obra de su contexto y exponerla en otro sitio, como lo es un museo, la imagen pierde su función devocional y cobra un nuevo sentido bajo los parámetros del arte[13].