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Nicaragua, una deriva autoritaria que se confirma

Mauricio Jaramillo Jassir

Nicaragua

La excarcelación de más de 200 presos políticos por parte del gobierno de Daniel Ortega es una clara señal de la voluntad de empezar a negociar con la comunidad internacional un levantamiento paulatino de sanciones. No se trata en estricto sentido de una liberación, pues fueron deportados y despojados de algunos derechos civiles y políticos y sus bienes en el país confiscados. El motivo según las autoridades de Managua, traición a la patria. Aunque el gesto fue bien recibido en EEUU, que anunció que los más de 200 expulsados podrán permanecer en ese territorio un periodo de dos años, es insuficiente y la forma como procedieron Daniel Ortega y Rosario Murillo deja entrever la dramática situación de derechos humanos que sufre Nicaragua.

 

La deriva autoritaria en Nicaragua tiene tres momentos que sugieren la forma en que el sistema pasó de ser una democracia imperfecta con debilidades, como cualquier Estado de América Latina, a un sistema autoritario que se deshizo incluso de las formalidades mínimas democráticas. El primero momento ocurrió cuando en 2014 la Asamblea Nacional con mayoría oficialista del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) aprobó la introducción de la relección indefinida del presidente (además de 40 artículos de la Constitución). Se trata de un cambio que desnaturaliza el sistema de gobierno presidencialista pues precisamente su esencia está en que el mandato del jefe de Estado y gobierno esté definido. A partir de ese momento, el gobierno dispone de una ventaja estructural sobre la oposición que, difícilmente puede competir en igualdad de condiciones en una contienda electoral o ejercer el control político, deber de toda disidencia.

 

Cuatro años después, vinieron las multitudinarias protestas contra una reforma al sistema de seguridad social y sucedió un rompimiento de Ortega respecto de un sector representativo del empresariado que, hasta ese momento lo apoyaba. Las manifestaciones se tornaron violentas hasta que se terminaron saliendo de control. La oposición denunció el uso de milicias pro gobierno para reprimir a quienes protestaban y el saldo al finalizar 2018, llegó a la escandalosa cifra de 400 muertos (con una población total de 6,8 millones). Los intentos de diálogo entre la oposición y el oficialismo desde ese momento fueron infructuosos en buena medida por la intransigencia de las partes, y porque a diferencia de Venezuela, para ese entonces, Nicaragua no era un asunto que llamara la atención regional. Jamás de dio una presión encaminada a hallar una solución a largo plazo para la crisis política. Con la aparición de la pandemia en 2020, el sandinismo retomó el control y en medio de una ralentización económica vinieron las sanciones económicas por parte de Estados Unidos y Europa.

 

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Daniel Ortega

 

En medio de semejantes dificultades, pero con una economía que se ha mantenido a flote a pesar de la crisis política, Nicaragua tuvo elecciones generales en 2021. Estas se desarrollaron en un ambiente de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y sin garantías para a oposición. 14 candidatos fueron despojados de sus derechos políticos y a varios se les ordenó arresto domiciliario o intramuros y primó un ambiente de censura y autocensura. En la víspera de las elecciones que tuvieron lugar en noviembre la Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtió sobre una situación de “impunidad estructural” frente a las graves violaciones que no serían atendidas ni pasarían por la justicia.       

 

A diferencia de Venezuela donde se generó una parálisis económica desde 2017 por la combinación de factores que abarcan desde el mal manejo del PDVSA, las sanciones unilaterales impuestas por EEUU durante el gobierno de Donald Trump hasta la pandemia, en Nicaragua la economía ha tenido un desempeño paralelo al político, sin cruzarse. Esto le he permitido al gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo mantener, de todos modos, ciertos márgenes de legitimidad. 

 

Por eso la expulsión de 222 nicaragüenses que serán despojados de nacionalidad es preocupante y no parece allanar el camino hacia un diálogo conducente al restablecimiento democrático. La CIDH ha celebrado la excarcelación recordando que “pone fin a años de encierro arbitrario, bajo condiciones deplorables de detención, por ser consideradas opositoras al gobierno, ejercer legítimamente las libertades fundamentales de expresión, reunión y asociación, así como la defensa de los derechos humanos”. Sin embargo, la propia comisión lamenta que se les impida el derecho a la nacionalidad consagrado en la Convención Americana de Derechos Humanos.       

 

Recién posesionado Gustavo Petro, Colombia se vio envuelta en una polémica por su inasistencia al Consejo Permanente de la OEA en una sesión destinada a condenar a Nicaragua por la degradación de los derechos humanos. A raíz del incidente y ante el silencio inicial de la cancillería circularon versiones que apuntaban a que Bogotá estaba enviando una señal hacia Managua, para despejar el camino de una negociación por el espinoso litigio frente a la Corte Internacional de Justicia (NICOL II). Sin embargo, el gobierno termino dando respuesta a un derecho de petición interpuesto por un periodista, aclarando que se trataba de no entorpecer un posible acercamiento para lograr la liberación de presos políticos nicaragüenses. 

 

Sobre esa intención no se volvió a dar información, pero se tiene la expectativa de que en el futuro pueda darse una facilitación por parte de alguno de los gobiernos progresistas que actualmente son mayoría en la región. Algunos de estos tienen mayor ascendencia sobre Ortega y podrían empezar por mejorar la situación desde el punto de vista estrictamente humanitario, para luego pensar en un esquema de diálogo conducente a recuperar el Estado de derecho, extraviado hace varios años.