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¿Cómo controlar la pandemia de la obesidad?

Javier Fernando Bonilla Briceño

¿Cómo controlar la pandemia de la obesidad?

La obesidad es una de las enfermedades metabólicas más antiguas de la humanidad, pero solo hasta aproximadamente tres décadas ha sido asociada a problemas de salud pública y a otras enfermedades que realmente generan una alta morbimortalidad [hipertensión arterial (HTA), diabetes mellitus 2 (DM2), dislipidemia, enfermedad arteriovascular, enfermedad coronaria, síndrome metabólico (SM), falla cardiaca, osteoartritis, apnea del sueño, litiasis biliar y más recientemente cáncer, entre otras]. Entender qué nos ayuda a aumentar de peso y cómo se controla, marcha más lentamente que el crecimiento de la misma enfermedad. Esto último favorece que existan cada vez más obesos, no solo en países desarrollados sino en países en desarrollo, como Colombia; donde ya desde hace una década se ha podido identificar que es un problema que afecta a toda la población, sin distinción de edad, sexo, ingreso económico, etc. Es de resaltar que crece su presencia en niños, lo que la convierte en un serio problema de salud. 

En sí, la obesidad consiste en el resultado de una alteración en el balance energético, debido a un aumento en el aporte y/o una disminución en el gasto. Del lado del aporte está la ingesta, mientras que del lado del gasto está el metabolismo basal; es decir, lo que gastamos por vivir (50-70%), el efecto térmico de los alimentos (10%) y la actividad física (20-50%). En esta perspectiva, el aumentar el gasto y/o reducir el ingreso calórico es una de las propuestas de manejo más racional que se viene ejecutando, desde hace ya más de una década.  Es aquí donde el ejercicio y la buena alimentación empiezan a ser una herramienta que, adecuadamente utilizada, estaría del lado de la balanza que ayudaría a equilibrar las calorías.
 

Sin embargo, nadie ha dicho que sea fácil. Los resultados de los estudios no son alentadores. De un lado, convencer a la comunidad para que haga ejercicio y, del otro, que sea bien prescrito, conduce a dos escollos difíciles de superar.

Asimismo, modificar los hábitos alimenticios también ha sido complicado, ya que existe demasiada información, difícil de creer en algunos casos, manipulada en otros. Junto a dichos inconvenientes, ocurre además que las personas prefieren opciones más rápidas y fáciles, pero muchas veces muy costosas. Sin embargo, no están resolviendo nada, ya que se encargan más de estética que de resolver un problema de salud de la población.

Pero ¿cómo enfrentar esta verdadera pandemia? Lo que en el ámbito médico ayuda al manejo de cualquier patología es entender de dónde viene y cómo se desarrolla la enfermedad. Con esto sentamos las bases de un tratamiento adecuado. Siendo así, lo primero es entender cómo los humanos evolutivamente presentamos esa “tendencia” actual a aumentar de peso; lo segundo cómo es el comportamiento del tejido adiposo, especialmente el visceral, y cómo interactúa no solo energéticamente (visión tradicional), sino hormonalmente con el sistema completo, lo que lo hace pieza clave en la integración metabólica sistémica. A partir de esta información consideramos un manejo dual: nutrición y ejercicio.

Con respecto a la primera parte, ya hace algunas décadas se viene contemplando una etiología evolutiva de las enfermedades metabólicas. A propósito, vale la pena mencionar a José Campillo en su libro El Mono Obeso, donde indica que allí “proporciona los datos y un nuevo punto de vista que permite, a cualquier persona interesada, encontrar el camino para ponerse en paz con nuestro diseño evolutivo y conseguir que nuestros genes de la era prehistórica y nuestras formas de vida de la era espacial estén en armonía y así gozar de una vida un poco más saludable y posiblemente más feliz”. Agrega que “en este siglo XXI recién estrenado todos deseamos que nuestra vida sea más larga, que nuestra imagen sea más saludable y juvenil y que gocemos de una capacidad física y de suficiente bienestar; no se trata de solo añadir años a la vida, sino también vida a los años”.

Evolutivamente, la tendencia del humano es a almacenar energía, ya que en otras remotas épocas era muy difícil conseguir el alimento. Lo cual determinaba que el que se consiguiera en época de abundancia tenía que ser almacenado, es decir, nuestros genes han evolucionado adaptando nuestro organismo a las diferentes formas de alimentación. Dicho de otra manera, nuestro metabolismo va experimentando cambios en respuesta a la escasez o a la abundancia. Y funcionó y nos hizo adaptarnos a este medio ambiente tan cambiante. Pero, como afirma Campillo, actualmente las cosas son diferentes: se le da un uso inadecuado al diseño evolutivo, ya que el medio ambiente y la nutrición abundante lo someten a una presión que desencadena enfermedad. Y aquí aparece la obesidad, resultado de una dieta continuamente hipercalórica, principalmente en carbohidratos y grasas, sobre un diseño evolutivo acostumbrado a guardar para la escasez, solo que esta última no se presenta.

Esta situación es similar a la que se presenta con fetos con vida intrauterina con escasez (hipótesis de Barker), que lleva a una modificación epigenética que hace que el feto se “acostumbre a ahorrar” (fenotipo ahorrador) desde el punto de vista metabólico. Estos niños cursan con retraso en el crecimiento intrauterino y bajo peso al nacer. Luego del nacimiento tienen una oferta amplia de comida hipercalórica y de nuevo se hace presente, pero en la niñez, la fatal obesidad.

Con respecto a la segunda parte, la idea es poder plantear cuándo y cómo la obesidad se convierte en una enfermedad de alto riesgo para el desarrollo de otras patologías potencialmente mortales. Es importante resaltar que el tejido adiposo no es patológico en sí, ya que se comporta como un órgano endocrino liberador de hormonas, llamadas adipocinas, cuya actividad puede ser anti o proinflamatoria. La adiponectina es casi exclusivamente secretada por el tejido adiposo. Se sabe que tiene un efecto antiaterogénico (o sea, va en contra de obstrucción de las arterias por grasa), disminuye la acumulación de triglicéridos séricos, promoviendo su oxidación, aumenta la sensibilidad a la insulina, disminuye la acción de otros factores que promueven la inflamación del tejido adiposo, tal es el caso del factor de necrosis tumoral (TNF) y la interleucina 6 (IL-6), claves en el desarrollo de la obesidad. Informes de investigaciones con pacientes han encontrado que, con respecto a los niveles de adiponectina, estos se ven reducidos con el aumento de la grasa visceral y en pacientes con DM2, pero se aumentan al tiempo que reducen el riesgo  de sufrir de DM2.

Con tal panorama, la adiponectina se convierte en una adipocina que se produce en gran cantidad en un tejido adiposo “sano” no “inflamado”; está en niveles séricos elevados en personas delgadas no adiposas; pero su producción se ve seriamente comprometida en tejido adiposo disfuncional, “inflamado”, lo que se asocia con la obesidad y otras enfermedades como la DM2.
 

Pero ¿qué favorece que el tejido adiposo, especialmente el visceral, pueda inflamarse crónicamente? Existen factores desencadenantes de dicha inflamación como el estrés oxidativo, la hipoxia (ambos asociados al sedentarismo y al tabaquismo), dieta hipercalórica, aumento en los niveles de TG en la sangre, entre otros, que producen aumento de marcadores asociados a inflamación como el TNF, la proteína C reactiva y la IL-6. Investigaciones de tipo epidemiológico, así como clínicas muy recientes, establecen que un estado crónico leve inflamatorio tiene un papel muy importante y central en el desarrollo de la patogénesis de la disfunción metabólica asociada a la obesidad y que, además, también acompaña a la DM2. Esta inflamación favorece una serie de condiciones metabólicas poco deseables, como la resistencia periférica a la acción de la insulina, alteración en los lípidos de la sangre, colesterol y TG; así como a enfermedades como la hipertensión arterial (HTA), grupo de condiciones que se reúnen en una patología llamada síndrome metabólico. 

Ahora se tiene un panorama genético marcado por un desarrollo evolutivo que nos ayuda a guardar energía en forma de tejido adiposo para la época de escasez. Pero el humano nace en la actualidad y encuentra un mundo enmarcado por factores de riesgo como una dieta occidental (hipercalórica), rica en carbohidratos, grasa de origen animal, bebidas azucaradas, alimentos ultraprocesados; así como también el sedentarismo, el tabaquismo, el estrés, etc., lo que inflama crónicamente nuestro tejido adiposo. Este conjunto de situaciones llevan a un aumento de la adiposidad, principalmente la visceral. Entonces, el tejido adiposo se convierte en el “verdugo”: lleva a dislipidemia, ateroesclerosis, resistencia periférica a la insulina, que concomitantemente aumenta los niveles de glucosa en la sangre, factores todos que constituyen el síndrome metabólico. Este es factor de riesgo para DM2 e HTA, y estos a su vez se convierten en riesgo de infarto agudo de miocardio, falla cardiaca, aneurisma de la aorta, etc.

El tratamiento debe establecerse individualmente, porque en cada paciente las condiciones son completamente distintas. Sin embargo, es claro que dos componentes son pilares fundamentales: la dieta balanceada y el ejercicio físico.

Sobre la dieta hay ya bastante escrito y es mucha la información disponible. Existe la reconocida dieta mediterránea (DASH), aquella que tenían los pueblos alrededor del mar Mediterráneo en la década de 1960, con un consumo elevado de aceite de oliva, algo de vino tinto, alto consumo de alimentos de origen vegetal, consumo moderado de pescado, mariscos, productos lácteos fermentados (yogur y queso), aves de corral y huevos, con un bajo consumo de carnes rojas y procesadas, y también de dulces.  Un informe de 2015, de la revista Nutrition, dice que la principal forma de tratar el síndrome metabólico es restringir el consumo de carbohidratos.

Sobre el ejercicio existe suficiente información pero, de igual manera, mucha controversia. Hay suficientes trabajos de investigación que informan cómo el ejercicio moderado exhaustivo aumenta el gasto calórico, modifica el perfil lipídico y reduce la obesidad, intentando cuadrar la balanza de las calorías. Sin embargo, hace poco se publicó que el ejercicio no tenía efectos sobre los pacientes con obesidad, es decir, que si tengo una comida con muchos carbohidratos y grasas, no sería pertinente ir a gastar lo comido haciendo ejercicio; de otra manera, dicho coloquialmente: “el que peca y reza empata” no funciona.

También existen investigaciones muy interesantes que establecen la existencia de cuatro grupos de pacientes: gordos enfermos metabólicamente, gordos sanos metabólicamente, es decir, no tienen un tejido adiposo patológico; pero también existen flacos adiposos “flaco barrigón”, con dislipidemia y por último flacos sin tejido adiposo enfermo. Lo interesante de esta información es que los gordos enfermos se mueren de lo mismo que los flacos adiposos, es decir, enfermedades del corazón, del cerebro y cáncer. Visto así, pareciera que la obesidad no es lo único que mata de estas enfermedades, y que existe otro factor que es una pandemia tan importante como la obesidad: el sedentarismo.

Finalmente, es un hecho que la obesidad es una gran pandemia que enferma y mata la humanidad y es importante atacarla, con la nutrición como base. Pero el sedentarismo también lo es, y solo o acompañando a la obesidad lleva también a enfermar y matar, por lo que la actividad física es base para el tratamiento.