Skip to main content

¿Para qué sirve el arte?

Manuel Guzmán-Hennessey

¿Para qué sirve el arte?

Ante la primacía de lo económico en todas las esferas de la vida de hoy, cabe preguntarse sobre la utilidad del arte. Especialmente cuando los educadores se preguntan si vale la pena enseñar artes y humanidades, en un mundo que les exigirá a los profesionales cada vez más habilidades para producir y producir.

El arte sirve, entre otras muchas cosas, para entender que el acto de creación artística se diferencia de la creación científica en que el primero es realmente el único acto creativo que le es posible a los seres humanos, pues la creación científica es el resultado de una larga síntesis, evolución y mejoramiento del pensamiento.

Ahora bien, si atendemos lo que sostiene Jean Pierre Changeux, que aunque la ciencia "no se identifica con el placer ni el arte con la razón, no hay ciencia sin placer ni arte sin razón”, comprenderemos mejor que el entramado vigoroso arte-ciencia no es más que un sistema de vasos comunicantes de altísima complejidad, sustentado en lo que Koestler llama “el acto de creación”.

col1im3der

Changeux es un conocido neurobiólogo francés interesado en reunificar, en una dinámica profundamente humanística, las ciencias del hombre y de la sociedad con las del cerebro. En su libro Razón y Placer (1997) agrega: “suele oponerse la ciencia al arte; hasta hace poco, el simple hecho de imaginar que los inefables misterios de la belleza y de su creación pudieran ser objeto de una investigación científica de cualquier tipo parecía sacrilegio"[2].

El arte sirve para entender la ciencia y para estimular su mejoramiento. Las humanidades sirven para hacer una ciencia con conciencia y para entender mejor que pretender una ciencia sin arte es el exabrupto mayor de una civilización obcecada con la equivocada idea de ‘la utilidad y la eficacia de las enseñanzas’.

¿A qué me refiero?

A la reciente medida del ministro japonés de Educación, Cultura, Deportes, Ciencia y Tecnología, Hakubun Shimomura, de suprimir o reducir la enseñanza en artes y en humanidades.

Nótese que en la unión que refleja el nombre del cargo del ministro: ciencia, educación, cultura, deportes y tecnología, se advierte el principio griego de una educación humanística integradora: paideia, sobre la cual volveré más adelante. Subrayo por ahora la contradicción básica que hay en la medida japonesa.

Regreso a la idea de Changeux, retomada en el año 2000 por Frank Zöllner, cuando escribe: “Nos satisface tan poco el arte sin ciencia como desconfiamos de una ciencia sin un elemento artístico; por eso anhelamos ambas cosas para familiarizarnos mejor con esas dos materias[3].

¿Qué argumentos tuvo el ministro japonés para proclamar la bondad de su medida? Que las universidades debían centrarse en "áreas que satisfagan mejor las necesidades de la sociedad", dando por hecho que, entre las necesidades de la sociedad, no están el arte y la filosofía, disciplinas a las que Martha Nussbaum se atrevió a llamar ‘ornamentos inútiles’, en su libro Sin fines de lucro, publicado en 2010, por Princeton University Press.

El rector de la Universidad de Shiga, el señor Takamitsu Sawa, calificó de "antintelectual" la medida. Más que antintelectual es antihumana, y si se quiere inhumana, pues privar a los educandos del arte equivale a poner sobre sus ojos una venda perenne que les impediría ver la creciente complejidad del mundo, y también su belleza.  

Un filósofo esloveno, Slavoj Zizek, va más allá de Changeux, y plantea que en este siglo se producirá la unificación de las ciencias naturales con el concepto de libertad humana[4]. De manera que privar a los jóvenes del arte y de las humanidades vendría siendo un atentado en contra de sus libertades esenciales. No es de extrañar la nueva esclavitud, si tenemos en cuenta que esta ha sido denunciada, entre otros, por el papa Francisco y Naomi Klein. Ellos coinciden con Nussbaum en señalar el vínculo entre estas nuevas formas de esclavitud y el rabioso paradigma del crecimiento económico.

Se enseña solo aquello que puede resultar funcional al sistema predominante de producción y consumo, no aquello que promueva y estimule el pensamiento crítico de los jóvenes; es decir, se pretende, desde la educación, uniformar los pensamientos y las actuaciones para perpetuar un sistema social de producción y de exclusiones; y se busca, mediante el adoctrinamiento de las mentes juveniles, evitar las insurrecciones, las indignaciones y las renovaciones.    

Bertrand Russell nos devuelve la esperanza, haciéndonos pensar que el hombre finalmente triunfará en su batalla contra las nuevas esclavitudes. Escribe que “la ciencia, como persecución de la verdad, será igual, pero no superior al arte”.

El Renacimiento debe gran parte de su obra a los artistas[5], pero no ocurre así con la cultura del siglo XX –especialmente de su primera mitad–, que desdeñó la potencialidad del arte como fuente del saber científico. La más importante de las empresas de la mente humana fue siempre la de conectar a las ciencias con las humanidades; los pensadores del iluminismo, más específicamente los de la llamada Ilustración (siglos XVII y XVIII), procuraban múltiples y diversas hipótesis sobre un mundo material más justo para todos, y estimulaban la unidad intrínseca del conocimiento. La fragmentación de los saberes, en cambio, no es un reflejo del mundo real, sino un artefacto de la ciencia positivista. 

Los griegos hablaban de la noción de paideia, según la cual el ideal del conocimiento consistía en la integración de todos los saberes. Hoy se habla indistintamente de civilización, cultura, técnica, tecnología, arte, saberes empíricos o ancestrales, virtualidad. Todas estas nociones nos conducen a reduccionismos cada vez más especializados, en los cuales lo que prima es la individualización de un saber muy específico y no la generalización e integración de los conocimientos.

Recuperar el postulado griego de la kalokagathía (kalos-kai-agathos): la fusión entre lo bueno y lo bello en la construcción y la práctica del saber. No un pensamiento separado, sino “una educación y una exhortación al mismo tiempo”, como preconizó el ideal socrático: hacer que tu alma sea lo mejor posible.

Apolo, que en la mitología griega era el dios de la razón, también era considerado el protector de las artes y, al mismo tiempo, el dios de la belleza; en el Oráculo de la Pitia, el de la serpiente de Delfos y Tracia, se representa a Apolo acompañado de Dioniso, el instintivo dios del placer.

En nuestra lengua, arte proviene del latín “ars” y la palabra técnica, asociada en un principio con el quehacer de la ciencia, proviene del griego “téchne”; ambas palabras se refieren a la habilidad para realizar alguna tarea o lograr un objetivo. Los griegos no disponían de una palabra específica para designar el arte, para ello usaban “téchne”, equivalente a lo que podrían significar las palabras oficio, habilidad o pericia. Tal ambivalencia sugería, a mi modo de ver, que no había necesidad de inventar la palabra específica para decir el arte, pues al decir oficio estaba implícito que este debía ser ejecutado como si fuera un arte.

Platón, en su diálogo Gorgias, resalta una condición que debe cumplir la “téchne”, la de servir para mejorar el objeto sobre el cual recae. Se consideraba que las habilidades relacionadas con el arte debían valorarse por servir a la realización de los valores supremos de la vida. La educación, según este ideal, no debía centrarse en la simple enseñanza de saberes aislados, sino que debía procurar la globalidad del conocimiento.

De hecho, la palabra “ars” significa, en su raíz, que es “ar”, unir, ensamblar, articular. En la Edad Media se empezó a hablar de artes liberales, que era lo que se enseñaba en las universidades, y se dividían en ‘trivium’ y ‘quadrivium’; dentro de las primeras estaban la gramática, la retórica y la lógica; y en las segundas, la aritmética, la geometría, la música y la astronomía.

El concepto de ars (arte) engloba, según los diccionarios, todas las creaciones realizadas por el ser humano para expresar su visión sensible acerca del mundo.

En la Grecia antigua se consideraba que la formación de los ciudadanos debía abarcar dos frentes simultáneos y complementarios: el del robustecimiento del espíritu, que incluía el arte y la ciencia; y el del cuerpo, que incluía el deporte y la formación para la guerra.

Homero había postulado la areté física, que se llevaba a cabo a través de los paidotribes, pero los citaristas agregaron la areté espiritual, que concedía importancia a la poesía, la danza y la música, procurando cierto papel de catarsis contra la formación de los guerreros, mediante la cual purificaban y transformaban el alma de los alumnos.

Este era el modelo de educación superior en Grecia –la Universidad–; el colegio daba los rudimentos de la lectura, la escritura y el cálculo, mediante los maestros, llamados grammatistas.

Más tarde se unieron los paidotribos, los grammatistas y los citaristas, para formar la triada educativa de los griegos modernos, cuyos ideales se fundieron en una clase de armonía fundamentada en los valores físicos, las virtudes morales, y el conjunto armónico de la belleza física y la bondad.

Para los griegos, la belleza era fundamental y objetiva; estaba relacionada con alétheia, que era la verdad, y la base de la realidad, de lo cual nació el famoso lema que guio su pensamiento filosófico: lo verdadero, lo bueno y lo bello convergen.

La convergencia de la ciencia, la ética y el arte (lo que en fenomenología se conoce como las esferas eidéticas o las regiones del ser) era considerada esencial en todos los presupuestos educativos de la Grecia antigua.

La verdadera sabiduría, o sindéresis, entendida como la capacidad para juzgar rectamente, se da como resultado simbiótico de la “plenitud entre significación y verdad”: la integración de la ciencia, el arte y la ética, de lo cual es posible colegir que el conocimiento o el arké es una realidad vivencial emergente que se da en la mente y en la vida de las personas, y que no depende de sus componentes aislados, sino de su interacción.

Sabio, como consecuencia de lo anterior, es quien es capaz de vivir los aspectos “verdaderos” de la realidad (la ciencia), la armonía y elegancia de lo bello (el arte) y el respeto, aprecio y valoración de la índole de esa realidad (la ética). Pero no se enseña arte y humanidades para que las personas sean más sabias. No, se educa en estas materias para que las personas sean mejores seres humanos, para que afinen su visión y su discernimiento sobre lo bello y lo bueno, para que aprehendan la complejidad del mundo y sobre todo, para que mantengan ante la economía, la sociedad y la cultura, una postura crítica y vigilante.

Se enseña arte y humanismo, en últimas, para contribuir a subvertir un orden caduco y necesario de renovar a fondo en las estructuras de la sociedad de hoy. Precisamente por esto se teme su divulgación en las escuelas, debido a “que la libertad de pensamiento resulta peligrosa”, como sostiene Nussbaum.