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Democracia, corrupción y tejido social: la percepción de un Estado lejano a los intereses de la mayoría

Alain Mauricio Bayona Correa

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En el éxito editorial ¿Por qué fracasan los países?, los autores Acemoglu y Robinson (2012) explican la razón fundamental de las diferencias económicas y sociales entre países, mencionando casos donde algunos de ellos, siendo vecinos geográficos y compartiendo riquezas naturales, muestran diferencias; enfrentando por un lado altos niveles de pobreza y subdesarrollo, mientras otros prosperan de forma sostenible.

Para los autores esta diferencia se debe al proceso en que los países pobres han construido instituciones económicas que no crean incentivos adecuados u oportunidades para sus habitantes, entendiendo dicho proceso político como las reglas de juego para la participación de los habitantes en las decisiones que impactan al país en su conjunto.

Si bien, para dichos autores, las instituciones económicas son importantes, lo son más las políticas, que se vuelven fundamentales porque de su fortaleza depende la capacidad de los ciudadanos para controlar, influir o sacar beneficio propio. De acuerdo con su planteamiento, mientras más sólidas y participativas sean las instituciones políticas, menor será el riesgo de que las personas abusen de ellas para sus ambiciones de poder o dinero.

En su libro, los autores mencionan a Colombia como ejemplo de un país con inmensos recursos naturales, pero con instituciones económicas extractivas y no inclusivas, instituciones políticas excesivamente centralizadas y escasa presencia del Estado en algunos puntos de su geografía; lo cual facilita la alianza entre políticos y actores delictivos que persiguen intereses comunes, cuidando especialmente su influencia cuando hay elecciones que legitiman todo el funcionamiento estatal.

Esta explicación político-económica da cuenta de por qué Colombia, a lo largo de sus 205 años de historia como nación, ha visto amenazada la credibilidad de sus instituciones; aunque deja de lado un factor importante que mezcla el diseño político institucional con un elemento netamente individual, asociado al comportamiento como factor más importante para esta pérdida de credibilidad y de confianza en el Estado: la corrupción.

Ahora bien, planteado el argumento de cómo la corrupción afecta las instituciones político-económicas del Estado, y cómo esta afectación genera desconfianza e indefensión entre sus habitantes, con el consecuente deterioro del tejido social que abre paso a justificaciones de lucha contra la pobreza y la violencia, para cerrar la brecha entre quienes ostentan el poder y el grueso de los ciudadanos, son obligatorias unas preguntas para abrir el debate: ¿puede la psicología contribuir al estudio de la corrupción?, ¿es importante que la psicología se adentre en la investigación de la corrupción, sus causas y sus variables asociadas desde el punto de vista comportamental?, ¿cómo afectan las percepciones y actitudes frente a la corrupción hacia un posible cambio de rumbo?, y sobre todo, ¿cómo este conjunto de procesos psicológicos puede ayudar a reconstruir el tejido social y la creencia en las instituciones democráticas colombianas, cada vez más deslegitimadas?

La palabra corrupción es una aglutinante mezcla de comportamientos que aparece prácticamente cada semana en Colombia ligada a cualquiera de las ramas del poder público y las instituciones que de él se derivan en sus tres niveles territoriales; pero también entre particulares que tienen en común los elementos ya señalados: ambición de poder, de dinero o cualquiera de sus permutaciones.

Solo en el periodo comprendido entre 2010 y 2014, la Contraloría General de la República registró 506 Procesos de Responsabilidad Fiscal Ordinarios (PRFO) con fallo por responsabilidad fiscal; es decir, con obligatoriedad para los implicados de devolver el dinero o restituir el bien objeto del proceso (Contraloría General de la República, 2015). La Superintendencia de Industria y Comercio sancionó a ASOCAÑA por “cartelización empresarial para obstruir importaciones” y a Quala, por “publicidad engañosa en su producto Doña Gallina Criolla” (Superintendencia de Industria y Comercio, 2015).

En cada acto de corrupción, así como en cada hecho delictivo público o privado, hay de por medio una decisión de alguien que desea obtener un beneficio y otro que facilita los medios para que se haga posible. De esta manera, así como son importantes las contingencias ambientales en cualquier comportamiento, no se pueden soslayar las variables inherentes a la persona, que le llevan a tomar la decisión y actuar en consecuencia con cada acto de corrupción.

Ahora bien, autores como Sartorius (2013) han dicho que la corrupción es el cáncer de la democracia; pero sin duda no solo de los sistemas democráticos, sino de cualquier forma de gobierno. Es tan antigua como la existencia misma de cualquiera de estas formas de administrar un Estado, siendo la causa en la caída de los grandes imperios.

Para el caso de Colombia, son esos hechos de corrupción los que minan, poco a poco, la credibilidad de los ciudadanos en las instituciones, especialmente las del Estado, al no encontrar garantía plena de los principios consagrados en los diez primeros artículos de su Constitución política. De esta manera y complementando los argumentos de Acemoglu y Robinson, es la corrupción la causa directa del deterioro de un país que crece en burocracia, pero no en eficiencia; y no solo son la pobreza o la violencia causas únicas en el deterioro del tejido social.

Esto puede corroborarse con la interesante relación que existe entre los países más pobres según el Índice Multidimensional de Pobreza (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2015) y aquellos países más corruptos según el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional (Transparency International, 2014). En ambos casos los países africanos como Sierra Leona, Chad, República Central Africana, Congo y Níger aparecen en los primeros lugares de la lista.

Esta desazón generada por las distintas formas de corrupción, que contribuye a la descomposición del tejido social por la ausencia de credibilidad en el Estado y sus instituciones político-económicas, nace desde el sistema electoral mismo que debería facilitar la participación democrática de nuestra sociedad en el sentido más amplio posible.

Sin embargo, los altos índices de abstención, que en los últimos diez años han superado el 50% (Registraduría Nacional del Estado Civil, 2013) y que en la más reciente elección para Congreso fue del 57% (Universidad Sergio Arboleda, Escuela de Política y Relaciones Internacionales, 2014), demuestran que algo está fallando en ese sistema de democracia representativa que solo está permitiendo la llegada de una aristocracia, que con el paso del tiempo se enquista más en el poder y lo ejerce con una muy depurada forma de nepotismo, heredando dicho poder entre sus allegados.

En este sentido y según Bolívar (2014), cuando lo “que legitima esta democracia de papel, es un sistema electoral corrupto, unas ramas del poder público sin independencia alguna, unos entes de control politizados y unos medios de comunicación alienados con el poder. Todo no es más que una pantomima bien montada” y eso pone en riesgo la estabilidad de un país que ha aprendido a vivir en desesperanza, al ver que no tiene predicción ni control sobre la cotidianidad de su vida como nación; y que vive atrapado en un juego de participación seudodemocrático, donde las reglas son creadas y modificadas por quienes tienen el poder para sostenerse en él.

Este juego de tronos crea las condiciones necesarias para que se presenten formas de corrupción configuradas de dos maneras: unas que se hacen en contravía de la ley, como el peculado o el prevaricato, y otras que se hacen conforme a ella, como la elusión tributaria, cuyo trasfondo deja mucho que pensar sobre la intención de quien la practica.

No obstante, de todas las formas de corrupción, son aquellos actos que van contra la ley los más impactantes y mediáticos, sobre todo aquellos ligados a grandes sumas de dinero. Lo son porque los delitos contra la administración pública o corrupción política tienen relación directa con los dineros y recursos que son recaudados para propósitos comunes y, por tanto, deberían administrarse con criterios de transparencia y eficiencia. Es la suma de estos hechos de corrupción la que contribuye al deterioro del tejido social en Colombia, cuya fragilidad se acentúa por otros factores combinados como la violencia o la pobreza, que afectan la dinámica social. La percepción colectiva de violencia genera una identidad negativa y pesimista y, como señala Myriam Jimeno (2010), “afecta la cultura política y con ella la acción política misma”.

Desde esa perspectiva la corrupción afecta el tejido social, pues al ser dicho tejido la sumatoria del trabajo realizado por las redes que agregan valor a los individuos y la sociedad, hace posible el incremento de sus alternativas de desarrollo con la finalidad de mejorar su calidad de vida. Por eso una sociedad donde la corrupción anula o dificulta la urdimbre del tejido social a sus ciudadanos, impide que dicho tejido sea más fuerte y que la sociedad pueda responder mejor ante los fenómenos que suelen amenazarla, como la inseguridad, el delito y el mismo desorden social.

Teniendo en cuenta lo anterior, en relación con la democracia y la corrupción es preciso recordar que mientras más organizadas y eficaces sean las instituciones sociales, mientras más capaces sean de ajustarse a los cambios económicos y estructurales del país, y más frecuente sea la participación de los ciudadanos, mayor será la fortaleza de ese tejido como mayores también las posibilidades de que cada individuo pueda realizarse en dicha sociedad.

Cualquier fenómeno que atente contra esas condiciones anteriormente descritas impactará proporcionalmente en el debilitamiento del tejido social y sus repercusiones podrían alcanzar dimensiones de país, afectando incluso su permanencia en el tiempo. Esa es entonces la amenaza de la corrupción y, para acercarse a ella desde la psicología, es necesario reconocerla no solo como el conjunto de delitos contra la administración pública, que va en contravía de los principios básicos de un sistema democrático, donde el bien común debe prevalecer sobre el interés particular, sino también como afectación al tejido social, en tanto se trata de una serie de hechos públicos y privados que menoscaban la confianza de los habitantes en aquellas instituciones creadas precisamente para satisfacer sus necesidades.

Debe ser considerada sí la corrupción como un crimen gravísimo que implica siempre un impacto mayor que pone en riesgo la vida en el corto plazo, como sucede actualmente en la Guajira colombiana; sobre la cual Camargo Cruz (2015) informa que cifras no oficiales reportan 5000 niños wayús muertos por físicas hambre y sed, porque el Estado no garantiza estos derechos fundamentales, a pesar de estar consagrados en la Constitución política.

También debe ser pensada como un crimen con consecuencias a mediano plazo, como sucede con las devoluciones del IVA tramitadas por funcionarios de la DIAN que desfalcaron al Estado en 300 mil millones de pesos, utilizando empresas legalmente constituidas que solo existían en documentos (Hernández, 2014). También puede considerarse la corrupción como un crimen de consecuencias a largo plazo en el caso de cohecho de Yidis Medina para favorecer decisiones legislativas que llevaron a la reelección presidencial de Álvaro Uribe (Amat, 2015), pues fue durante su segundo mandato que buscaron favorecerse intereses para grupos particulares.
Ahora bien, ¿puede la psicología contribuir al estudio de la corrupción y su relación con el tejido social? La respuesta no es solo afirmativa, sino necesaria. Ya la psicología ha avanzado en el propósito de investigar la relación existente entre crimen y percepción de seguridad, desde una perspectiva de calidad de vida, incluyendo aspectos ambientales, laborales y de participación ciudadana, como señala Ospina, citado por Ruiz (2007).

Existen también otros antecedentes donde la psicología ha comenzado a abordar la corrupción política (Laso, 2007), relacionando los fenómenos de corrupción con el deterioro de la confianza, basándose en los estudios de Zack y Knack (1998). Estos autores utilizaron la World Values Survey para concluir que mientras mayor sea la distancia social existente entre interlocutores, menor será la confianza generada; lo cual se articula con la relación entre los países con alta puntuación en el Índice de Percepción de Transparencia (menos corruptos) y los altos puntajes en la escala de confianza, ya que estos países (Dinamarca, Nueva Zelanda o Finlandia) cuentan con sistemas democráticos donde la cercanía entre electores y elegidos es más frecuente y directa.

Desde otra latitud, Camacho (2002) describe cómo en Venezuela la corrupción se ha constituido en una conducta socialmente aprendida a lo largo de un proceso histórico, donde la impunidad y los beneficios han sido motivadores del delito. Según Camacho, el hecho se ha reforzado cuando el delincuente es de “alto rango y prestigio social”; es decir, cuando las autoridades y los administradores de justicia poco podían o querían hacer para castigar a los delincuentes.

Desde la psicología también se han hecho aproximaciones teóricas que, por su relevancia histórica, son importantes de mencionar; como el concepto de normas perversas, según el cual los Estados elaboran leyes y normas difíciles de cumplir, que sirven como base para la permisividad y la normalización de hechos contrarios a la ley, que degeneran en comportamientos corruptos (Fernández-Dols & Oceja Fernández, 1994).

Rosch y colaboradores (1976) hacen su aporte al tema de la corrupción, pero dan mayor importancia al procesamiento de la información desde de la cognición social como factor más relevante. De igual manera, para comprender mejor el impacto psicológico de una percepción grupal sobre la corrupción política, es preciso acudir al complemento con modelos culturales como el planteado por Hofstede (1991).

Tal vez el intento más riguroso sea el del psicólogo español Luis Fernández Ríos (1999), titulado Psicología de la Corrupción y los corruptos, realizando una aproximación a las variables psicológicas de los comportamientos corruptos. Para ello, abarca como primera medida la problemática en la definición de la corrupción desde diferentes ángulos: definiciones explícitas, casos particulares como los delitos contra la administración pública, pasando por un recorrido histórico de la corrupción en varios países e incluyendo otros aspectos ligados a la corrupción, como la perspectiva de la opinión pública y lo colectivo.

En su obra, Fernández Ríos también analiza los comportamientos corruptos desde el análisis experimental, y detalla los abordajes desde las teorías sociobiológica y del control social, entre otras. Partiendo de un concepto según el cual “el ser humano es un animal con una tendencia biológica a la corrupción”, elabora un modelo explicativo relacionando variables de tipo sociocultural, organizacional y psicológico que le permiten plantear las causas de la conducta corrupta.

Pero ¿cómo un conjunto de procesos psicológicos como la percepción, la formación de actitudes, la cognición y la motivación, entre otros, pueden ayudar a reconstruir el tejido social y la creencia en las instituciones democráticas colombianas, cada vez más deslegitimadas?

Para responder esta pregunta es necesario, primero, saber si los ciudadanos y quienes aún no lo son demuestran una aversión por la democracia, la política y sus actores y, de ser así, adentrarse en la causa de dicho distanciamiento con algo que debería ser de interés para todos, en tanto resultan afectados por las decisiones tomadas por los políticos que eligen o dejan de elegir por su abstención.

Una vez establecidas las líneas de base, podremos entonces desde la psicología intervenir en el fortalecimiento del tejido social afectado por la desesperanza de la corrupción, para lo cual bien vale la pena preguntarse si es posible acudir a conceptos como el de resiliencia comunitaria y eficacia colectiva. El primero se entiende como la capacidad de movilización de una comunidad luego de un evento catastrófico; de donde es importante señalar el pilar de honestidad estatal como antagonista de la corrupción que, según Suárez Ojeda (2001), “desgasta los vínculos sociales”. Este concepto ya ha demostrado su efectividad como coadyuvante en la recuperación de poblaciones que han sufrido los embates de fenómenos naturales como el huracán Katrina (Wyche, 2011). Por su parte, la eficacia colectiva, entendida según Sampon como “la confianza y las expectativas positivas entre los vecinos de un sector” (Ruiz, Eficacia Colectiva, Cultura Ciudadana y Victimización, 2010) ha sido útil en la atención de grupos que han visto amenazada su vida (Browning, 2014).

Cualquiera sea el caso, es mucho lo que puede aportar la psicología para el estudio de la corrupción en Colombia y su impacto en la percepción que tienen los ciudadanos sobre su sistema democrático y su credibilidad en las instituciones políticas y sus actores, para conocer cuáles son las razones de la alta abstención en los procesos electorales e instancias de participación ciudadana en el control social como forma de prevención de la corrupción.

De esta manera, se podrá contribuir desde la academia a reconstruir el tejido social; y seguramente solo podrá hacerse, como asegura la directora de Transparencia por Colombia, mediante la participación de todos los actores, “del Estado, de los medios de comunicación, de la empresa privada, de los organismos de cooperación internacional y de manera muy visible de la sociedad civil y sus organizaciones” (Ungar, 2011).
 
Referencias
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