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Diplomacia y manifestaciones: un retroceso de insospechadas dimensiones

Mauricio Jaramillo Jassir

bogotá

Las manifestaciones masivas que se presentaron en Colombia a finales de abril y se extendieron en mayo, pusieron a prueba uno de los puntos más débiles de la administración de Iván Duque: la política exterior.

La postura asumida por el Estado colombiano, refleja un retroceso luego de que, durante los últimos años, varia administraciones de distinta estirpe ideológica avanzaran en líneas que se convirtieron en una tradición hoy irreconocible, por la forma en que se comporta Colombia de cara a la comunidad internacional.  Aunque las críticas se centraron en el papel opaco y ausente de la ex canciller Claudia Blum, es bueno recordar que la responsabilidad es más bien colegiada y toca al presidente, así como a varias de las figuras del Centro Democrático. Su intransigencia ideológica ha boicoteado la diplomacia colombiana en los momentos más críticos de las protestas y ha acercado al país a prácticas propias de regímenes autoritarios, en particular, la postura de negación y los señalamientos injerencistas a quienes justificada y pertinentemente piden mesura en el uso de la fuerza.
 
El papel de la diplomacia colombiana en medio de las tensiones no corresponde con la tradición diplomática en la que se había avanzado desde medianos de los noventa, cuando se pactó con el Secretario General de Naciones Unidas la apertura de una oficina del Alto Comisionando de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, instancia permanente de monitoreo del tema. Desde ese entonces, las 24 agencias del sistema de Naciones Unidas que operan en el país, han logrado una visibilidad para temas ligados a tales garantías y derechos, logrando mejoras sustanciales. Solamente en los 8 años de Álvaro Uribe, Colombia adoptó una posición de constante desafío a estas agencias a quienes acusó de injerencia cuando alertaban sobre los desmanes en el uso de la fuerza apoyada en la enorme popularidad de la ofensiva contra las guerrillas FARC y el ELN.
 
Durante las protestas de noviembre de 2019, justo antes de la pandemia, la desmesura para reprimir las manifestaciones no llamó tanto la atención internacional y el gobierno menospreció las exigencias internas para una mesura. En febrero de 2019, casi que un año antes de dicha coyuntura, la Oficina de la Alta Comisionado de los Derechos Humanos en Colombia había alertado sobre los riesgos evidentes del uso desproporcionado de la fuerza y advertía sobre una dramática situación para lideres sociales y excombatientes. El gobierno de Duque acusó a la agencia de injerencia indebida.

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En la coyuntura actual el desborde es evidente. La muerte de unas 40 personas en medio de las protestas provocó una catarata de reacciones internacionales, incluso de aliados de Colombia, como ocurrió con Chile y Estados Unidos. El primero expuesto a una situación similar, pero cuyo gobierno terminó pidiendo perdón un hecho que, sin duda marcó la pauta y demostró una voluntad de contrición que aportó para detener la violencia en el país suramericano y que Duque se niega a repicar inexplicablemente. En el segundo, las voces demócratas en la Cámara de Representantes de Gregory Meeks, Jim McGovern y Alexandra Ocasio-Cortez exigieron una rendición de cuentas para la administración colombiana e incluso sugirieron la posibilidad de aplicar la enmienda Leahy. Este mecanismo creado por el senador Patrick Leahy le prohíbe a Washington asistir militarmente a Estados comprometidos en la violación de los derechos humanos. Aunque es poco probable que suceda, la alerta es contundente por lo que el margen de maniobra para responder es estrecho y no basta con agitar la bandera de la soberanía nacional. 
 
De igual forma, la Unión Europea, Alemania y Argentina han llamado a la serenidad y expresado su inquietud por la degradación constante de la situación. En un hecho insólito, la cancillería colombiana decidió de manera abiertamente selectiva, responderle tan solo a Buenos Aires acusando al gobierno de Alberto Fernández de “intromisión indebida”. Es decir, de casi media docena de declaraciones, Claudia Blum solo le respondió a Argentina ignorando la enorme contradicción en la que se estaba incurriendo y que dejó al descubierto el doble rasero colombiano. 

Y, he aquí el punto más crítico de la salida en falso de la cancillería colombiana durante las protestas. Desde la llegada al poder de Iván Duque, su ministerio de Relaciones Exteriores se ha dedicado casi que exclusivamente a poner en marcha la estrategia del “cerco diplomático” para aislar a Venezuela. Todo con el fin de castigar la violación de los derechos humanos y como estrategia para empujar una transición a la democracia – como si aquello fuera posible desde afuera y a punta de sanciones-.

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En los dos años y medio de reconocimiento obtuso de Juan Guaidó en los que además se han apoyado todas las sanciones contra ese país, que agudizan su crisis aún en medio de la pandemia, el resultado de tal esquema es un fracaso absoluto. Algunos interrogantes que se desprenden de la coyuntura de este último mes consisten en: ¿de qué forma el gobierno prevé liderar en el Grupo de Lima el discurso de los derechos humanos en Venezuela, cuando al tiempo titubea y no ha podido explicar de forma categórica el uso de la fuerza en las manifestaciones?; ¿es posible liderar tal estrategia, cuando la política exterior colombiana adopta la retórica propia de regímenes autoritarios de considerar cualquier exigencia en materia de derechos humanos como injerencia indebida? Y, ¿no es este el momento de reconocer que el principal error consiste en abandonar la paz como bandera de la política exterior y atender los compromisos de Estado -y no solo de gobierno- que de esta se desprenden?