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Invisibles para el gran Otro: guía para entender nuestra desigualdad simbólica

Tomás Felipe Molina

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La desigualdad es uno de los temas más discutidos de nuestros días. Obsesiona a políticos, economistas y sociólogos por igual. En todas partes encontramos estadísticas, números y reportajes sobre ella. Poco se trata, sin embargo, sobre una desigualdad tan insidiosa como la económica: la simbólica. Me refiero a que hay personas que son reconocidas por el gran Otro como sujetos y hay otras que no. En Colombia todos los días asesinan personas que no registran como sujetos ante el gran Otro, es decir, personas cuya vida no cuenta en el orden simbólico de la sociedad. En las líneas que siguen, pretendo pensar la historia de nuestra desigualdad simbólica a partir de Badiou. Eso podría darnos luces para entender por qué todavía hay personas visibles e invisibles en nuestra sociedad. Enseguida quiero mostrar qué posibilidades tenemos para cambiar la situación y cuáles son sus riesgos: la revolución y la reforma.

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El concepto de Evento de Badiou es quizá el más famoso de los que el filósofo francés ha propuesto. Podríamos sintetizarlo del siguiente modo: un Evento es aquello que ocurre de manera impredecible y tiene el potencial de cambiar radicalmente una cuestión social, científica o política, con consecuencias que demandan una fidelidad total al evento mismo. Dicho cambio es de carácter ontológico, es decir, transforma nuestras percepciones convencionales de la realidad, de lo que existe y es verdadero.

El Evento surge de problemas que no son reconocidos en la ontología dominante. En el caso de la política, el Evento siempre surge de la parte excluida, de quienes no aparecen en las coordinadas de la ideología oficial. El Evento trae a la luz verdades y sujetos anteriormente reprimidos o escondidos. Por ejemplo, hay revoluciones políticas que podrían ser clasificadas como Eventos, en tanto lograron darle la cualidad de sujetos a grupos humanos anteriormente ignorados como tal por el gran Otro, es decir, el orden simbólico de la sociedad. Si Colombia no ha tenido Eventos, eso nos podría ayudar a entender por qué existe todavía esa división tan radical en nuestro orden simbólico, i.e., por qué hay visibles e invisibles.

Podríamos pensar que, al menos de acuerdo a la historia oficial, la Independencia de Colombia fue un Evento. Según nos dicen, los neogranadinos oprimidos y excluidos por el gobierno peninsular se alzaron en armas, de manera impredecible, para construir una república igualitaria. Por tanto, habrían cambiado las coordinadas básicas de la lógica colonial: en vez de una sociedad jerárquica, dividida racialmente[1] entre incluidos (criollos, mestizos) y excluidos (indígenas, negritudes, zambos, etc.), habría un régimen de igualdad formal que por fin reconoce a los antes invisibles. El problema es que quienes organizaron la Independencia fueron los criollos y, aparte de los peninsulares, no había grupo más reconocido por el gran Otro colonial que ellos. No eran precisamente los excluidos, aunque se presentaran como tales. Por eso, la Independencia no podría ser pensada como un Evento.

Pero quizá las consecuencias de la Independencia encerraron un potencial emancipatorio mayor del que los historiadores superficiales le han dado. En el nivel puramente formal, el liberalismo de la naciente república provocó un cierto grado de universalismo: los mestizos, indígenas y negros ya no estarían divididos en castas, sino que serían ciudadanos iguales ante el gran Otro. Es cierto que eso no se manifestó en la realidad política de manera profunda, pero abrió el espacio para que los excluidos pudiesen hacer reclamaciones cada vez más difíciles de ignorar. En efecto, ahora podían pedir lo que antes era imposible: si todos somos iguales, ¿por qué nosotros no somos iguales? Precisamente por eso, la élite del país cambió su discurso después de la Independencia: su poder ya no se sustentaba de manera oficial en su blancura (en época republicana las divisiones raciales son ilegítimas) sino en su educación letrada. En cierto sentido, por tanto, ya no habría más diferencias raciales. Todos somos formalmente iguales. Pero, evidentemente, eso no es así: el universalismo republicano cuenta con un bajísimo nivel de eficiencia simbólica en Colombia. Este último concepto es muy importante para este argumento, así que vale la pena explicarlo con detalle.

Suponga que usted realiza una serie de posgrados y quiere traer los títulos a su empresa para que le aumenten el salario. No basta con que simplemente ostente los cartones en su oficina: es preciso que los lleve al burócrata correspondiente para que tengan efecto real. Lo que esto quiere decir es que los títulos solo valen si el gran Otro, en este caso representado por el aparato burocrático de la empresa, reconoce el valor de los títulos. De otro modo solo son cartones. En eso consiste la eficiencia simbólica. La misma lógica aplica para el caso de la Independencia: aunque la esclavitud se abolió formalmente en el XIX, el gran Otro, en este caso representado por la cultura, realmente no lo ha reconocido suficientemente. En otras palabras, la emancipación de una parte importante de la población es más o menos letra muerta porque el gran Otro solo la reconoce parcialmente. Por eso se dice aquí que el universalismo liberal ha tenido un bajo nivel de eficiencia simbólica en Colombia.

El gran Otro colombiano todavía no se inquieta porque algunos traten a ciertos grupos de personas como si fueran esclavos (empleadas de servicio que no reciben salario, regiones enteras excluidas de un bienestar básico, etc.). Por eso, es perfectamente normal tratarlos como meras cosas. El fin formal de la esclavitud tenía cierto potencial emancipatorio, y sin duda mejoró progresivamente las vidas de muchos, pero su alcance sigue sin contar con el nivel de eficiencia simbólica necesario para representar un cambio radical, un giro total de las coordenadas del Ser colombiano. El negro es nominalmente ciudadano, ¿pero es reconocido verdaderamente como tal por el gran Otro? Si la respuesta es negativa, entonces la Independencia fue un evento con minúsculas, no un Evento como la Revolución francesa. ¿Cuáles son los ideales de belleza del gran Otro? ¿Los de la antigua lógica colonial que prefiere la blancura sobre los fenotipos indígenas u otro?

Si la Independencia no fue capaz de lograr un cambio radical, las insurrecciones de esclavos, el Bogotazo, el liberalismo y las resistencias de los grupos tradicionalmente excluidos tampoco: no han podido transformar radicalmente el gran Otro, el Ser, la ideología dominante. El liberalismo sí ha conducido a una lenta reforma, preferible sin duda al orden anterior, pero que no ha podido eliminar el abismo simbólico entre visibles e invisibles. El capitalismo, según Marx, destruye los vínculos feudales, las lógicas propias del Antiguo Régimen. La dialéctica propia del capitalismo en Colombia, sin embargo, ha construido un capitalismo que se las arregla para continuar por otros medios las viejas lógicas coloniales (tal vez porque el capitalismo es justamente parte integral de nuestra condición colonial). Por eso, bien dice Robinson que las instituciones políticas y económicas del país han sido extremadamente excluyentes a lo largo de nuestra historia. Yendo más a la yugular del problema, mientras las viejas ideas se renegocian en el capitalismo (nuevas formas de cohabitación y matrimonio, nuevas identidades en constante cambio) y la transgresión es la norma del día, al mismo tiempo las lógicas de exclusión coloniales continúan. ¿Quién duda que las muertes de los excluidos cuentan menos para el gran Otro que las muertes de los incluidos por él? Los ciudadanos individuales se preocupan por la muerte de los invisibles, pero el gran Otro no logra registrarlas, es como si de algún modo no existieran.

Solo hemos tenido eventos con minúscula, modestas reformas del gran Otro que, aún así, se han enfrentado a grandes resistencias, incluso de parte de los excluidos que han asumido totalmente su papel de excluidos. En efecto, aunque nuestra sociedad es dinámica y los patrones de actuación y dominación se han renegociado muchas veces, sigue habiendo un aspecto traumático y Real que se mantiene tras cada renegociación: la exclusión de ciertos grupos y regiones. Justamente la violencia que retorna una y otra vez al país es el síntoma de esa exclusión insuperable hasta ahora, en virtud de que el gran Otro no es capaz de simbolizarla y superarla con su ontologia actual (por eso es síntoma de lo Real traumático).

Para Badiou, en todo caso, los Eventos son situaciones casi milagrosas. No abundan. Sigamos en su órbita, pero pensemos las posibilidades de incluir a los invisibles de manera más flexible. Tenemos dos caminos. En primer lugar, el de la revolución. Es decir, supongamos que queremos transformar radicalmente al gran Otro para que reconozca a los invisibles. Hay varios problemas con esta posición. Hablemos aquí solo de los políticos. En primer lugar, el gran Otro no puede cambiarse radicalmente sin grandes convusiones[2]. Si la historia enseña algo es precisamente la imposibilidad de algo así: aquello sucede siempre de modo traumático, violento. En eso tienen razón los conservadores que temen la revolución: como la fundación de todo sistema implica por definición la violencia (simbólica y/o física) para imponerse sobre el antiguo, es imposible que un cambio de esa naturaleza sea tranquilo y placentero.

De hecho, puesto que el viejo sistema es incapaz de reconocer la lógica del nuevo como legítima, sus partidarios lo aborrecerán: la revolución por necesidad provoca una reacción de quienes moran ontológicamente en el Antiguo Régimen, i.e., émigrés, rusos blancos, cubanos en el exilio, etc. Por lo demás, como bien lo vio Burke, las revoluciones políticas que cambian el gran Otro tienen un desarrollo muy criticable: primero, se formará una nueva oligarquía enriquecida por la confiscación; segundo, el desorden dará lugar a un despotismo militar cada vez más desastroso. Por eso, cualquiera de sus lectores habría podido predecir tanto el desarrollo de la Revolución francesa, como el del chavismo. Pero, como también lo vieron Lacan y otros psicoanalistas, la revolución tiene el paradójico efecto de restablecer el mando brutal de la dialéctica del amo y el esclavo. Destruir el Antiguo Régimen trae consigo formas aún más duras de dominación. Por eso Gómez Dávila decía que son ‘bienaventurados los revolucionarios que no presencian el triunfo de la revolución’.

Supongamos ahora que no nos gusta este camino y preferimos el de la reforma. Visibilizar inmediatamente a los oprimidos conllevaría sin duda una dosis de convulsiones, pero arriesgarse a no hacerlo significa continuar con la violencia que mantiene el orden actual, además de la obvia continuación de la invisibilización de los excluidos. Un moderado puede optar, entonces, por un punto medio: una transformación modesta del gran Otro que no implique la refundación total del sistema, sino meramente una reforma parcial de sus aspectos más desagradables. Para eso tiene que haber un político dispuesto a la educación del gran Otro, de manera que los invisibles puedan, poco a poco, entrar a ser sujetos. Eso también produciría resistencias y reacciones, pero manejables por un político hábil.

Aquí es imposible renunciar a la importancia de los factores económicos. Quienes logran mejores condiciones materiales son más reconocidos por el gran Otro. Hasta cierto punto, el capitalismo funciona como una suerte de neoplatonismo del dinero: quien esté más cerca al Uno del Capital tiene un grado de realidad mayor, es decir, es más reconocido como sujeto. El desarrollo económico, entonces, es condición necesaria para la visibilización de los oprimidos. El problema es que no basta, justamente porque quien no es reconocido como sujeto no se beneficia del desarrollo económico sino de manera muy tangencial. Quien quiera visibilizar a los excluidos, por tanto, tiene que crear unas condiciones simbólicas mínimas para que éstos puedan entrar como sujetos en el aparato productivo y no como meros esclavos (en el sentido aristotélico de herramientas que pertenecen a otro). Es decir, debe dárseles el reconocimiento básico de su humanidad por medio de un grado mínimo de libertad, condiciones laborales dignas, etc.

La promesa de los libertarios pretende ir en esta dirección: darles las libertades básicas a quienes nunca han podido ser reconocidos por el gran Otro, justamente por, entre otros, su ausencia de recursos económicos. Por ejemplo, quienes venden en la calle no son registrados por el gran Otro como empresarios auténticos, sino como una molestia, puesto que no cuentan con los permisos necesarios. Y no cuentan con ellos porque son muy caros, complicados, etc. De manera que si se les reduce las barreras de entrada al mercado formal, podrán acceder a préstamos, mejorar sus negocios y prosperar. La idea seguramente va en la dirección correcta, en el sentido de que es patentemente claro que los invisibles tienen unas barreras de entrada aún más grandes que el resto de la población para registarase ante el gran Otro como empresarios legítimos. Esa sería una forma indirecta de educar al gran Otro para que reconozca a los invisibles. Crearía, en otras palabras, condiciones simbólicas mínimas para que entren a ser sujetos económicos.

Pero el liberalismo de esta clase tiene claras limitaciones y problemas. La libertad económica de quienes han sido tradicionalmente excluidos es mucho más baja que la de una gran empresa, por la sencilla razón de que sus decisiones pueden tener mayores costos, que sus derechos de propiedad son mucho menos seguros y que cuentan con menos habilidades para el gran Otro, encarnado esta vez en el mercado laboral. Están en grave desventaja. La libre competencia entre los radicalmente desiguales no es justa. ¿Quién duda, por ejemplo, que quienes salen de ciertos colegios, tienen ciertos apellidos y cuentan con cierto capital simbólico, tienen más oportunidades de conseguir un buen empleo que los demás, aunque objetivamente tengan el mismo o peor rendimiento que quienes tienen origenes humildes? El gran Otro siempre prefiere a los que reconoce como suyos. El liberalismo parte de la premisa errada de que ya todos somos simbólicamente iguales ante el gran Otro y, por tanto, la competencia es solo cuestión de mérito. Al menos en Colombia, es claro que no es así. Debe empezarse por equilibrar la balanza simbólica.

Por lo demás, el imperativo liberal siempre está del lado de la eficiencia económica. El reconocimiento de ciertas personas como sujetos se hace siempre y cuando traiga beneficios económicos, no porque es una Verdad. Si es más rentable tener invisibles, o si es necesario que haya excluidos para que el capital se reproduzca con mayor rapidez, el capitalismo liberal los tendrá. En consecuencia, no está atado a la ética sino a la eficiencia pura y necesita un correctivo. Los excluidos deben ser tratados en condiciones de igualdad porque el gran Otro reconoce ese hecho como una Verdad, como una cuestión irrenunciable. Esto se debe manifestar, por ejemplo, dándoles a los excluidos la misma seguridad que a los poderosos, o garantizándoles de facto el mismo acceso a la educación superior que a los ricos. Lo anterior no se logra con un dejar hacer y dejar pasar, pues eso es continuar con lo que ya existe, sino con una política activa que amplíe la mirada del gran Otro. Quien no entra en sus coordenadas no existe.

El gran Otro colombiano está muy inclinado hacia ciertos sectores para que el resultado de la libertad sea equitativo. Esta debe ir acompañada de una reforma simbólica que prepare a los mismos empresarios a entender que tratan con sujetos, no con meras herramientas, de manera que deban pagarles salarios humanos, darles libertades mínimas, etc. Un liberal diría que el mercado debería encargarse de corregir y humanizar a los empresarios. Pero se le olvida el hecho básico de que el mercado no es un dispositivo ciego, sino axiológico y ontológico, i.e., actúa de acuerdo a los valores de la sociedad que lo encarna y solo reconoce como sujetos a quienes entran en sus coordenadas como sujetos. Un mercado indiferente a los invisibles no castigará a los empresarios que los excluyen. No se trata, entonces, de como piensan tantos abogados y economistas, de una mera regulación estatal, de cambiar la legislación, sino también de un cambio cultural. El gran Otro debe ser reformado. Habría que ver, por tanto, quién o quienes están a la altura de semejante tarea en Colombia. Si no tenemos Eventos, al menos que tengamos reformas.

 


[1] Sobre este tema vale la pena leer el ya clásico libro de Santiago Castro-Gómez, la Hybris del punto cero.

[2] Otra razón para considerar como irónico que un partido conservador como Cambio Radical tenga ese nombre.