Septiembre/2019
Aveces el derecho funciona más como espada que como escudo”. Con esa metáfora, Laura Porras, profesora de Derecho Constitucional y Laboral de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario, explica uno de sus mayores intereses de investigación: la forma en la que el derecho afecta desproporcionadamente a las personas más vulnerables, entre ellas, a las mujeres.
Originalmente, su trabajo no priorizaba el estudio de variables de género sino de clase, pero 18 meses de trabajo etnográfico con comunidades en barrios de las localidades de Suba y Ciudad Bolívar, en Bogotá, la hicieron reflexionar sobre la forma como las desigualdades afectan con más fuerza a las mujeres.
“La conclusión es simple: las personas pobres tienen menos alternativas que las ricas, las mujeres tienen menos alternativas que los hombres, y las mujeres pobres tienen menos alternativas que los ricos (bien sean hombres o mujeres) y que los hombres pobres”, indica en un texto sobre la conciliación entre el trabajo productivo y reproductivo en las calles de Bogotá, que elaboró con Andrés Rodríguez Morales, estudiante de último semestre de Jurisprudencia de la universidad. El documento hace parte de una edición de la Revista CS, del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Icesi de Cali, en la que se juntaron 12 investigadores del país, cuyos trabajos insisten en la idea de que “el derecho es inútil para proteger a las mujeres más vulnerables”.
El Derecho Laboral vigente no fue pensado para la gente que se autoemplea, como las vendedoras informales, que Laura estudia, sino asociado con países que vivieron un verdadero proceso de industrialización, no solo europeo. “Nosotros ni siquiera hemos pasado un proceso de industrialización como el de Europa, pero nos copiamos las normas de manera acrítica”, señala. Por eso, la necesidad de entender cuál es el panorama actual de la clase trabajadora del sector informal, dentro del que aproximadamente el 69% de los trabajadores son autoempleados, es decir, no tienen una relación contractual de dependencia con un empleador.
En las calles bogotanas trabajan unas 82.000 personas, de las cuales casi el 60% son mujeres. Dado que todavía ellas llevan una carga mayor en asuntos de limpieza y cuidado en el hogar, las fórmulas para conciliar la vida laboral con la vida familiar les resultan más complejas, porque “ni los mecanismos que ofrece el Derecho Laboral para conciliar tensión entre familia y trabajo, ni la oferta pública de cuidado se amoldan a las exigencias del rebusque callejero”, señala la investigadora.
Para las trabajadoras asalariadas, o aquellas independientes que cotizan a la seguridad social, el Derecho Laboral garantiza que mientras estén embarazadas o en periodo de lactancia no pueden ser despedidas y estipula una licencia remunerada durante los primeros meses de vida del bebé. El Código Sustantivo del Trabajo también establece el derecho a dos descansos remunerados de 30 minutos durante los primeros 6 meses de edad del menor, y la Ley 1857 de 2017 faculta a los empleadores a adecuar los horarios para facilitar el acercamiento del trabajador con los miembros de su familia.
Por supuesto, nada de esto aplica para las vendedoras ambulantes, cuyas jornadas laborales además se extienden más allá del estándar de ocho horas de los asalariados, porque deben trabajar hasta conseguir el dinero necesario para la subsistencia básica del día.
La profesora Laura Porras, quiso comprobar, a partir de la revisión de sentencias de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, qué tanto las mujeres pobres logran la más básica de las aspiraciones: que un juez reconozca que el trabajo doméstico o de cuidado es trabajo.
Entre otras, esa es una de las razones por las cuales la oferta pública de cuidado de Bogotá tampoco se amolda a las condiciones del trabajo en la calle y “exigen comportamientos incompatibles con el trabajo productivo de las mujeres”, agrega Porras.
Así, por ejemplo, las instituciones de atención a la primera infancia tienen horario estricto de ocho horas, sugieren que sea la madre, en compañía de otro adulto, la que ofrezca el alimento al niño cuando este no quiere comer y esté en la institución, y “amenazan” con acciones ante autoridades cuando se incumpla el esquema de control de crecimiento y desarrollo.
No se discute que las normas pretenden condiciones ideales para el bienestar de los niños, pero resultan desanimando a las mujeres situadas “en la periferia y no en el centro de la creación jurídica”, para quienes abandonar sus trabajos para ir a alimentar al niño o emplear tiempo en consultas médicas no urgentes, implica dejar de recaudar lo básico para el alimento de toda la familia, por ejemplo.
Y entonces, para el cuidado de sus hijos, “la flexibilidad propia de los arreglos informales que las vendedoras logran con sus familias o vecinas (especialmente en materia de horario y formas de pago), hace que los prefieran sobre la oferta pública, aún a pesar de que esta última no solo es menos costosa, sino que está estructurada en ideales de crianza quepueden desarrollar mejor el potencial de los niños”, indica la investigación.
Con este estudio, elaborado a partir del diálogo con 13 vendedoras ambulantes con hijos menores de cinco años, y el trabajo etnográfico doctoral de Porras, los académicos confirman que “el derecho no tiene en cuenta las necesidades de conciliación de las tareas productivas y reproductivas de las mujeres que trabajan en la calle, porque ellas se sitúan en una especie de ‘zona crepuscular’ donde el derecho estatal es menos aplicable”.
Trabajo invisible
¿Qué pasa cuando el trabajo ni siquiera es reconocido como tal? La misma profesora Laura Porras, doctora en Derecho de la Universidad de Ottawa, quiso comprobar a partir de la revisión de sentencias de la Corte Suprema de Justicia de Colombia qué tanto las mujeres pobres logran la más básica de las aspiraciones: que un juez reconozca que el trabajo doméstico o de cuidado es trabajo.
Junto a su colega Karena Caselles, quien fue magistrada auxiliar de la Sala Laboral de esa corte durante ocho años, y ahora lo es de la Corte Constitucional, estudiaron 50 años de sentencias —desde 1948 hasta 2018—. Encontraron 579 en las que se solicitó la declaratoria de la existencia de contrato realidad, es decir que se reconozca una relación laboral independientemente de la existencia o no de un contrato o de la denominación que se le haya dado a este.
De estas, solamente cinco eran de mujeres cuyo pago —de haberlo tenido era máximo un salario mínimo y su más alto grado de escolaridad era el bachillerato. Eran trabajadoras del campo, en fincas, o dedicadas a labores domésticas en casas de familia, que no recibieron compensación por sus servicios. De todas esas sentencias, solo una reconoce el derecho a la mujer. Una sentencia en cincuenta años.
“En teoría jurídica se ha escrito mucho sobre el trabajo invisible de las mujeres, lo que hicimos nosotras fue intentar demostrar, a partir del estudio de casos reales, que lo que dice la teoría es también cierto para el caso colombiano”, señala la investigadora, quien comprobó, además, con cinco de 579, que los casos de mujeres vulnerables ni siquiera llegan a instancias superiores como las cortes.