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Cultura y Sociedad

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Ciencia y religión: ¿Pelea de gallos?

No. Su relación no tiene por qué estar definida por la confrontación ni tienen por qué estar azuzándose con espuelas. Para un grupo de filósofos investigadores de las universidades Rosario, Nacional y Javeriana, la ciencia y la religión son ámbitos humanos distintos y complementarios que pueden convivir en la modernidad.

  Fotos: Leonardo Parra / Ximena Serrano
Por Amira Abultaif Kadamani

Septiembre/2019

Jane Wilde, la primera esposa del físico británico Stephen Hawking, se dedicó en alma y cuerpo a su marido, en aras de que su genialidad pudiera descollar hasta trascender en la historia. Y efectivamente así lo hizo. Desde muy temprana edad, con solo 32 años, este científico demostró su brillantez al intentar unificar, por primera vez, las dos grandes teorías de la física del siglo xx: la de la relatividad y la de la mecánica cuántica.

Él consagró su vida a responder inquietudes tan hondas como cuál es el origen del universo y a establecer postulados tan absolutos como “la teoría del todo”, que fue el preámbulo para su última conclusión: “Dios no existe”, conforme se establece en su libro final, Brief Answers to the Big Questions (Breves respuestas a las grandes preguntas), publicado en octubre de 2018, siete meses después de su muerte.

Sin embargo, para Wilde las dos preguntas que Hawking y muchos científicos modernos no logran resolver son: ¿Por qué estamos y para qué? ¿Cuál es la razón de esta imposibilidad? Están escarbando en el lugar equivocado. Para esta lingüista creyente, la respuesta no anida en la ciencia, sino en la fe y el amor. Los mismos que, a su juicio, conjuraron el milagro de la vida de su esposo, a quien a los 22 años le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad que, según los pronósticos médicos, solo le permitiría vivir dos años. Pero vivió 54 más.

Este célebre cosmólogo, que quiso explicar el gran diseño universal a millones de legos, se convirtió en una figura de culto para el público de masas y en un ícono del racionalismo férreo que impera con especial vigor en la ciencia moderna. Conforme a esta, la religión —entendida como un conjunto de creencias y prácticas, en la que puede o no existir la idea de un Dios— está basada en supersticiones, que, por supuesto, no tienen ningún valor cognitivo, y, por tanto, la única relación posible entre las dos (ciencia y fe religiosa) es el conflicto.

Pero para los investigadores Carlos Miguel Gómez, Raúl Meléndez y Luis Fernando Múnera (del Rosario, Nacional y Javeriana, respectivamente) esta imagen pugnaz no es necesaria y, además, resulta muy empobrecedora porque no deja comprender a cabalidad qué es la razón, qué es la religión y qué es la ciencia, así como tampoco su alcance y su función. Si desde la perspectiva científica se asume que la investigación rigurosa es la mejor aproximación que tiene el hombre para lograr un conocimiento real de la naturaleza, y a su turno, si desde cierta manera de comprender la religión se concibe que solo las doctrinas de fe permiten una visión verdadera del mundo en su totalidad, estos tres doctores en filosofía proponen una tercera vía: aquella en la que la ciencia y la religión sean pensadas “como prácticas humanas que emergen dentro de un marco u horizonte de sentido previo”, según lo expresan en el capítulo introductorio del libro Ciencia y creación, publicado recientemente y que condensa nueve ensayos de reconocidos filósofos que sostienen este punto de vista.


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El análisis de Gómez, Meléndez y Múnera se apoya en que “toda ciencia presupone una imagen de la naturaleza”, y esa presuposición es análoga a un acto de fe. Cabe anotar que no es necesariamente religioso, sino que es un acto de fe en el sentido de tener confianza en algo cuya verdad o falsedad no puede comprobarse. Es decir, la imagen de la naturaleza en la que descansa la investigación científica no es resultado de esta misma, sino de la manera de comprender la realidad, la cual es dada por la ciencia. Ellos apelan a una metáfora que Ludwig Wittgenstein hace en Sobre la certeza: “el movimiento de las aguas de un río solo es posible gracias a que el lecho del río se mantiene firme”.

En palabras de Carlos Miguel Gómez, director del Centro de Estudios Teológicos y de las Religiones (CETRE) de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, “tanto la ciencia como la religión y, en general, toda actividad humana, parte de presupuestos, de principios tácitos, de tomar algo por dado que no nos detenemos a pensar ni a demostrar; es una precomprensión articulada y significativamente ordenada del mundo, a partir de la cual construimos conocimiento y sentido”. Para este creyente teísta, pero no institucional y cuya fe es ante todo un tipo de experiencia o una manera de vivir, “uno primero cree y luego justifica”.

 
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Raúl Meléndez, investigador de la Universidad Nacional de Colombia, afirma que es evidente que la ciencia no agota todas las formas de racionalidad. En todo caso, es muy importante que la religión no haga caso omiso de los avances científicos.


Ciencia moderna y religión, una oposición errónea
Conforme lo exponen los investigadores en su libro, “la doctrina cristiana de la creación, construida a partir del fundamento bíblico y el diálogo fecundo con la filosofía griega, se ha constituido en el pilar a partir del cual se generó una nueva comprensión de la naturaleza como creación y del lugar del hombre en ella”. Y gracias a esta comprensión nace la ciencia moderna y su conversación, accidentada pero productiva, con la religión. De ahí que la idea de la oposición entre las dos es, a su juicio, fundamentalmente errónea y “se origina más en un esfuerzo por defender posiciones cercanas al ateísmo o al agnosticismo que en un examen juicio de la historia del surgimiento de la ciencia y la evolución de las ideas”.

 

El enfrentamiento entre ciencia y religión surge en un momento particular de la historia, específicamente después de la Ilustración, y se vuelve muy álgido a lo largo del siglo xix, cuando las ciencias empezaron a florecer y entendieron la fuerza de su potencial: desarrollar un modo de conocimiento teóricamente libre de presupuestos y prejuicios que, con una visión directa, privilegiada y objetiva de la realidad, pudiera garantizar una comprensión válida y mejor fundada sobre esta, que la ofrecida hasta entonces por doctrinas filosóficas en consonancia con la religión. Sin embargo, esto no toma en cuenta esa precomprensión del universo ni las valoraciones subjetivas del investigador —naturales a su humanidad y dadas por su cultura y tradición—, y, por ende, tampoco que la razón no es enteramente autónoma ni que la ciencia no puede justificarse totalmente a sí misma.
 


¿Creer tiene algún valor cognitivo? Aunque esta pregunta ha sido uno de los leitmotivs inconclusos de la filosofía del siglo xx, bajo lo expuesto por Gómez, Meléndez y Múnera, claro que sí. Adicionalmente, ellos validan la visión de que la ciencia y la religión son instancias diferentes que no se contradicen, pues cada una se ocupa de responder a cuestiones distintas. Siendo sintéticos, pero no reduccionistas, se podría decir que la primera trata de descubrir las leyes que explican el orden causal de la naturaleza, mientras que la segunda aporta valoración sobre la realidad, y orientación y sentido de la vida. De ahí que se piense que el tipo de preguntas que abordan son diversas, y eso las hace, en vez de incompatibles, complementarias.

 
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Para Carlos Miguel Gómez, director del Cetre de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, “tanto la ciencia como la religión y, en general, toda actividad humana, parte de presupuestos, de principios tácitos, de tomar algo por dado que no nos detenemos a pensar ni a demostrar; es una precomprensión articulada y significativamente ordenada del mundo, a partir de la cual construimos conocimiento y sentido”.


Pero, aun así, la ciencia puede argumentar que de dichas funciones de la fe no se deriva ningún valor cognitivo, quizá solo una función ética. Y ante eso, estos autores responden que “si bien la creencia religiosa cumple diversas funciones en la vida de los creyentes, todas ellas solo son posibles porque la creencia religiosa señala hacia lo real por excelencia, aquello que da fundamento, sentido y dirección a todo lo demás”. Por esto, un creyente que no asumiera que su fe dice algo sobre la realidad caería en una suerte de autoengaño, en tanto que sus creencias le servirían para orientar su vida en cierta dirección a la vez que negarían la posibilidad de acoger una verdad, al estilo de quien afirma que va a ser feliz pero simultáneamente piensa que la felicidad no existe. En otros términos: la fe no puede comprenderse si se excluye de ella toda pretensión de verdad.

“Decimos que la ciencia y la religión pertenecen a ámbitos humanos distintos, pero separarlos demasiado puede resultar problemático porque puede negar que las creencias tengan una dimensión cognitiva, y para muchos esta es esencial si se asume que la religión comporta nuestra comprensión del mundo”, indica Raúl Meléndez, para quien es evidente que la ciencia no agota todas las formas de racionalidad. “En todo caso, es muy importante que la religión no haga caso omiso de los avances científicos”, añade.

Hacerlo es muy exigente, por decir lo menos. Pero resulta esencial, so pena no solo de caer en el fundamentalismo, sino también de no cortarle las alas a la fe. “La creación no tiene lugar de una vez para siempre, como un acto único que da origen a cuanto existe, sino que debe comprenderse como un proceso inacabado en el que Dios despliega su obra creadora a través del desenvolvimiento mismo de su creación”, conforme explican los autores en su libro.

Bajo este precepto de que la creación es una obra continua, la religión podría arar en conjunto con la ciencia para develar los misterios del universo, lo que permite que se halle en el proceso el significado de ese esfuerzo. Algo que quizá hasta Hawking alcanzó a advertir —y admitir— si se toma en consideración lo que, según sus tres hijos, dijo alguna vez: “El universo no sería gran cosa si no fuera hogar de la gente a la que amas”.