De regreso a Colombia trabajaba arduamente de 7 de la mañana a 7 de la noche en cuatro instituciones diferentes. Durante cuatro años esa era su vida, pero entonces ocurrió una detonación, literal y metafóricamente hablando, en su cotidianidad que le hace replantear su momento. En 1989, la guerra de los carteles de la droga tenía en jaque a la institucionalidad, e intimidada a la sociedad, y, en una semana de septiembre de ese año, la ola terrorista estalló seis petardos en Bogotá y Cali contra instituciones financieras.
Un día, luego de que dos bombas fueran lanzadas contra las oficinas de Colmena y la Caja Social de Ahorros en Chapinero, un sujeto abandonó un maletín que contenía una carga explosiva en el banco Granahorrar y estalló minutos después. La esposa del profesor Vélez estuvo a tan solo tres minutos de ser una de las víctimas de esa bomba en el entonces Centro Comercial Centro 93. La situación era angustiante e invivible para todos. Hasta un rocket de fabricación casera fue disparado contra la Embajada de Estados Unidos esa semana. Vélez y su esposa no lo dudaron: era, a su pesar, el momento de salir a respirar otro aire fuera de Colombia y viajaron a Francia con su hija recién nacida.
Unos pocos meses después, entre 1990 y 1991, estaba trabajando en el Hospital Regional y Universitario de Estrasburgo en calidad de Adjunto al Servicio de Exploraciones funcionales del Sistema Nervioso como médico neuropediatra. Allí se encargó del manejo de la sección de estudio para pacientes con epilepsia, leía electroencefalogramas y video-electroencefalogramas y, además, era consultor en neuropediatría en el Hospital Universitario y Hospital Haute-Pierre.
Al regresar al país llegó al Instituto Neurológico de Colombia como jefe del Departamento de Neurología Infantil y coordinador de la Clínica de Epilepsia, donde lidera un equipo de trabajo que atendía un número importante de pacientes con esta y otras patologías. Posteriormente, fue como jefe del Departamento de Rehabilitación y Neurociencias al Centro Nacional de Rehabilitación (Teletón) en Convenio con la Universidad de la Sabana. Él y su equipo veían diariamente cerca de 100 pacientes en régimen ambulatorio.
Pero fue hasta el año 2000 que llegó a la Universidad del Rosario, durante la decanatura de Jaime Pastrana. Vélez asumió el rol de Director del Departamento de Ciencias Clínicas y, desde entonces, ha ocupado casi todos los cargos posibles dentro de la Escuela: director de Publicaciones, jefe de la Oficina de Investigaciones, presidente del Comité de Ética en Investigación de la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, miembro del Consejo Académico de la Facultad de Medicina, director/editor de la Revista Ciencias de la Salud, profesor titular y coordinador del Grupo de Investigación en Neurociencias (NeURos). “Solo me ha faltado ser decano”, dice sonriendo.
La dirección de NeURos ha llevado a que se encuentre en la clasificación más alta de Colciencias, que se haya diversificado desde una aproximación clínica a una más amplia que incluye las ciencias básicas, la ingeniería, la tecnología y la rehabilitación, y a la creación de redes tanto nacionales como internacionales.
Sus ojos se le iluminan cuando habla del Grupo, pero también por su responsabilidad al frente de la Revista Ciencias de la Salud que dirige desde 2002 y con la cual lleva 17 números con alcance internacional. Eso y la investigación con los estudiantes le apasionan. “Me gusta dirigir investigaciones, tratar de abrirles los ojos a los estudiantes en investigación”, señala. Hoy en día hace docencia en posgrados y trabaja con los residentes en investigación, especialmente en epilepsia y problemas de neurodesarrollo.
A NeURos llegan las mentes virginales de los semilleros de investigación (entre 40 y 60 jóvenes). Entre 15 y 20 trabajan en proyectos de investigación en un grupo que ha crecido, que tiene un laboratorio de neurociencias. El sueño de Vélez es que se convierta en un Centro de Investigación para que incluya docencia, investigación y extensión y que allí se hospede la Maestría en Neurociencias. Ese quiere que sea su legado.
Hoy a Vélez se le reconoce por sus aportes a la comprensión de la neurofibromatosis, en cómo mirarla desde el punto de vista cognitivo. Pero también por su trabajo clínico e investigativo en áreas como la epilepsia, los trastornos del neurodesarrollo y del aprendizaje, el trastorno por déficit de atención, y en el campo de la epidemiología.
En tiempos en que, a su parecer, “la medicina se ha deshumanizado, casi que se ha convertido en la simple tarea de un técnico viendo una enfermedad”, Vélez hace consulta tres veces a la semana. “Me gusta hablar con los pacientes, dedicándoles una hora y curiosamente así he llegado a (tener) más pacientes porque se corre el rumor de que se les escucha”. El profesor me dice esto y decide desenfundar su móvil. Me muestra el mensaje de texto de una de sus pacientes en el que le agradece por su atención y por renovarle la esperanza.
Así, Vélez reparte su tiempo entre la familia, para la que cocina por gusto con cierta regularidad, la investigación en NeURos, la revisión de artículos de sus colegas para la revista, los fines de semana en bicicleta, que ha venido sirviendo de sustituta a su afición por el tenis (que no practica desde hace algunos meses por una lesión en sus meniscos) y su infaltable cita semanal con su grupo de bridge.
Aunque esté próximo a su pensión, muy seguramente por gusto propio, por algunos años más, la espigada silueta del profesor Vélez seguirá recorriendo los corredores de la Quinta de Mutis, guiando la lectura de sus estudiantes, y su voz retumbando en algunos congresos más, como lo ha hecho en un centenar de ellos.