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¿Filósofos en la política?

Tomás Molina, Ph.D.

Platón enseñando a Aristóteles, por Luca della Robbia - De I, Sailko, CC BY 2.5

El poeta griego Aristófanes escribió una comedia llamada “Las Nubes” en el año 423 a.C. En ella, mostró a Sócrates colgando de un cesto desde el que observaba el cielo. Está allí porque, según él mismo, debe estar lejos de la tierra para poder pensar bien. En el Teeteto, Platón relata una famosa anécdota sobre Tales de Mileto. Estudiando las estrellas se cayó a un pozo y una muchacha tracia se burló de él, diciendo que estaba loco. Tanto se concentraba en lo que estaba en los cielos que el filósofo no podía ver lo que estaba debajo de sus pies.

En la muchacha tracia y en Aristófanes podemos ver la misma crítica a los filósofos: son seres que viven pensando en cosas absurdas, alejadas de la realidad de todos los días, y por lo mismo difícilmente tienen cabida en este mundo. Según la imagen que aquí describimos, hay un abismo que separa a la filosofía del resto de actividades humanas. Por eso, cuando un filósofo intenta participar en la política se le recuerda el antecedente platónico: ya el filósofo griego lo había hecho, con resultados muy adversos para él mismo. Otros recordarán el antecedente de Séneca: después de un brillante periodo en el que el romano asesoró exitosamente a Nerón, se le ordenó que se cortara las venas. Así pues, el filósofo debe devolverse a su mundo de las ideas, debe subirse, en fin, al canasto en el que Sócrates colgaba según Aristófanes, pues en ninguna otra parte encaja. ¿En las empresas? No, gracias. ¿En la política? Una insensatez. ¿En las artes? Resulta irrelevante.

Los prejuicios que la imagen aristofánica de la filosofía encarna no carecen de asidero en la realidad. En efecto, hay algo de otro mundo en la filosofía y en los filósofos. Son (somos) seres extraños. Aristóteles cuenta otra anécdota (Pol. I. 1259a) sobre Tales de Mileto para concluir que los filósofos podrían volverse ricos si así lo desearan, pero eso no es algo que les interese mucho. Pertenecen, entonces, a una minoría que prefiere el conocimiento a las riquezas. Como también lo solía contar Aristóteles según uno de sus discípulos, Platón una vez dio una clase pública sobre el Bien. Los atenienses llegaron pensando que iba a contarles cómo hacer dinero, cómo estar saludables o cómo ser fuertes, pero Platón se dedicó a demostrar matemáticamente que el Bien es Uno. Aquí también se ve la diferencia entre el filósofo y los demás. El filósofo podría hablar sobre cómo hacer dinero, pero no es algo que le interese.

No es solo eso. Hay otro punto en el que la diferencia entre los filósofos y los demás es muy importante. La República de Platón empieza con Sócrates descendiendo al Pireo, el puerto de Atenas, es decir, el lugar donde la gente de la ciudad llevaba buena parte de sus negocios y su vida cotidiana. Lo hace con la intención de ver una procesión en honor a la diosa Bendis. Lo celestial es aquello que lo convence de bajar. Pero Polemarco, un comerciante de la zona, quiere que se quede abajo con propósitos que no son religiosos. Sócrates no tiene ganas. Solamente por medio de una amenaza no muy velada es que el filósofo accede a pasar la noche en el puerto.

¿Por qué Platón quiso mostrar a un Sócrates renuente a continuar en la parte baja de la ciudad? Los problemas filosóficos del libro están conectados con el drama que allí se desarrolla. Uno de los puntos principales de Platón en la República es que, a pesar de que los filósofos deberían gobernar, realmente no están interesados en hacerlo. Según el ateniense, es más fácil convencer a las multitudes de que se dejen gobernar por los filósofos que a los filósofos de que deberían gobernar las comunidades políticas. Queriendo dedicar su vida a la contemplación, los filósofos no ven buenas razones para cesar en su actividad y dedicarse a los asuntos humanos. Esto quiere decir que a los filósofos no les interesa el poder. No es su prioridad. Solo gobernarán si se les obliga a hacerlo. Los filósofos no comparten la fascinación común con el poder.

¿Pero cómo es posible que a los filósofos no les interese el poder? ¿Entonces por qué inventaron la filosofía política? Los filósofos deben defender su actividad frente a personas como Aristófanes y la muchacha tracia. ¿Por qué dedicarse al conocimiento en vez del comercio o la política? La respuesta lleva necesariamente a la cuestión de cuál es el mejor modo de vida. Pero los modos de vida no existen en abstracto sino en una comunidad política. Por lo tanto, justificar la vida filosófica implica hablar de la filosofía en un contexto político. El filósofo termina interesado en la política porque su indiferencia ante la riqueza y el poder debe ser justificada políticamente. El estudio de las cosas políticas empieza para justificar la vida filosófica en la ciudad.

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Busto de Aristofanes- Dominio público

Aún así, el filósofo se puede resistir a hacer algo distinto que investigar los asuntos políticos desde una segura distancia teórica, usualmente porque sufre de lo que Hegel llamaba el alma bella. Como lo explica el alemán, el interés de esa alma está en no contaminarse con un mundo que considera inferior a sí misma. El quietismo del alma bella queda aparentemente justificado cuando dice que si todo fuera diferente, que si el contexto fuera otro, la belleza y la nobleza serían todavía posibles, de manera que la participación en la política no sería repugnante. El alma bella prefiere no manchar su elevado ideal moral antes que actuar en un mundo que lo contamine. Pero es ahí donde Hegel encuentra una grave hipocresía. El alma bella es cómplice del mundo horrible que desprecia, precisamente porque se niega a actuar para cambiarlo, so pena de ensuciarse.

Lograr que los filósofos participen en la política no es, sin embargo, imposible. El buen estudiante de Platón sabe que la feroz crítica a la democracia del libro VIII de la República incluye un elogio velado, como Leo Strauss y otros tantos han visto. La principal razón es que el principio de la democracia es la libertad. Ese régimen es el único que tolera todos los modos de vida compatibles con la libertad ajena y propia. La filosofía, por tanto, puede hacer parte de un régimen democrático. La democracia permite la verdadera Justicia, es decir, que los filósofos bajen por voluntad propia a la caverna. En un régimen democrático el filósofo puede bajar voluntariamente al Pireo, aunque Sócrates se haya resistido al inicio de la República. No solo eso, el filósofo debe hacerlo si, como Platón lo muestra a los lectores atentos, ha comprendido que la Justicia consiste precisamente en bajar a la caverna. ¿Pero qué significa hacerlo? Sócrates, como lo relataba Cicerón, fue el primero que trajo la filosofía de los cielos a la tierra. Uno podría decir que es el primero que bajó a la caverna. ¿Para qué? El Sócrates de Platón cuenta en el Gorgias que se dedicaba al arte político, es decir, al arte de hacer mejores a los ciudadanos. El que Sócrates baje al Pireo a hablar de política y justicia es prueba del carácter político de la caverna.

Aquí vuelven Aristófanes y la muchacha tracia con su burla. ¿Y de qué sirven filósofos en la política? Pero tras la vuelta que hemos dado ya tenemos clara una cosa: el filósofo ya no es indiferente al suelo que pisa. El filósofo que vive en el cesto es anterior al regreso a la caverna. La distancia que lo separa de los demás ciudadanos se ha acortado, puesto que su interés ha pasado de los asuntos celestiales a los comunes. Y sin embargo, ¿qué trae de bueno el filósofo a la política? La respuesta es obvia: la filosofía misma. Cada ciudadano trae a la arena pública su propia experticia y con eso ayuda al bien común. El ingeniero, el economista y el médico, por ejemplo, aportan la manera de pensar específica de su profesión. ¿Cuál es la del filósofo? Como lo apunta Žižek, la tarea de la filosofía, al menos en parte, es mostrar que el modo en que percibimos un problema puede ser parte de un problema. La filosofía nos obliga a pensar las cosas con una intensidad única que, por lo mismo, descubre que hemos estado viendo las cosas de manera equivocada. El filósofo no debe intentar ser rey, ni debe presumir que sabe todas las respuestas, pero sí debe pensar los asuntos políticos y, en algunos casos, participar directamente en ellos. Su experticia es una contribución necesaria a la comunidad.