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La energía toroidal

Manuel Guzmán Hennessey

Energia

Sabemos que no se escribe con las manos, ni se ve con los ojos ni se dicen las cosas con la boca, sino que se escribe, se ve y se habla con el cerebro, por lo cual es preciso decir que el pensamiento expresa la evolución de la cultura ‘espejo del primer hombre y los demás… aún dentro del misterio de los ríos sin fin, aún dentro de la ruta incierta del lucero taciturno y de las palabras…”

Así quisiera decir ahora esta larga tristeza. Que tengo desde que murió Luis Enrique Nieto Arango, hace unos días. No con las manos ni con el pensamiento, sino con algún símbolo mucho más arraigado en la historia de las civilizaciones que pudiera expresar mejor lo que nos queda cuando se apaga un cerebro que contenía precisamente el pensamiento del hombre: espejo del primer hombre y los demás.
 
El símbolo de Osiris, llamado también la flor de la vida o la ecuación de Dios es la figura que representa un vector en equilibrio que irradia doce líneas de energía iguales. El modelo primario de esta corriente de energía en equilibrio alrededor de esta estructura se conoce con el nombre de toroide. Las líneas estabilizan su centro como los doce radios de una rueda. La energía toroidal, presente en la nueva física y quizá, en una nueva manera de entender el Universo, es la energía superior de la poesía. Con ella caminaba Luis Enrique por los pasillos de la Universidad del Rosario de Bogotá. Irradiando la energía de la vida.
 
La energía toroidal es la única que es capaz, a través de un humano, de crear. Si uno amplía el modelo toroide a su siguiente escala nos da 64 pirámides llamadas tetraedros. Ahora bien, si incluimos en este modelo a las esferas que representan el campo de energía toroidal y que envuelven cada una de las pirámides, descubriremos una matriz sorprendente: la superposición exacta del símbolo de Osiris, un modelo tridimensional que fue grabado por un objeto candente, hace miles de años, en el muro de piedra del templo egipcio. Este mismo símbolo de los 64 hexagramas está en el muro de China construido en 1420.  Y en la ciudad prohibida, donde están los dioses del sol, y en cuya entrada están los perros fúnebres, considerados los guardianes del conocimiento, que lo protegen con sus patas. Sobre tales hexagramas hablamos un buen día, bajo un sol que irradiaba la cabeza de Fray Cristóbal de Torres. Luis Enrique era experto en el arte de escribir en las piedras.
 
¿Y qué es lo que protegen los perros fúnebres de la China? Pues la misma figura geométrica de 64 pirámides. Pero aquel patrón de los 64 puntos concéntricos aparece en muchas culturas del mundo, como el calendario Maya, las tabletas sumerias, el árbol cabalístico de la vida y el sistema de sabiduría del I Ching. Y también en la ciencia moderna. La doble hélice de la genética mendeliana tiene un alfabeto de 64 cordones que se utilizan para codificar el ADN humano.
 
Cuando indagué un poco más sobre la noción toroidal de las 64 pirámides concéntricas, y me puse a buscar en la historia de los símbolos, las piedras, la física y la poesía (en ese orden) encontré numerosas referencias, todas relacionadas con la llegada de los dioses del sol. Quiero decir, los dioses de la luz y de la poesía. Entonces comencé a pensar en las palabras que pondría aquí, para hacer un homenaje a la vida y a la obra de Nieto Arango.

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Y esto escribí en El Tiempo el 23 de octubre:
 
Lo conocí saliendo de aquel rincón de la Universidad del Rosario adonde él se sentía como pez en el agua: el archivo histórico. Allí se guardan manuscritos, actas de grados y asertos, cédulas reales, escrituras, testamentos y decretos rectorales que dan cuenta de la laboriosa construcción de una academia libre. Comprometida cual la que más con lo mejor que tenemos en este país de infortunios. Aquel día le pedí que se devolviera un momento para mostrarle una fotografía de Pomponio De Guzmán, mi bisabuelo de Guaduas, que había sido consiliario del Colegio Mayor del Rosario en los comienzos del siglo XX. Miró bien el viejo mosaico y abrió sus vivaces ojos. Empezó entonces una larga disquisición de nombres, lugares y hechos que él sabía encadenar con un lenguaje preciso, siempre apuntalado por destellos intermitentes de sus ojos vivaces. Aquella disquisición se tornaría pronto en diálogo, porque a él le gustaba tanto hablar como escuchar. Y duraría (calculo yo, años) hasta que la pandemia nos privó del cafecito de los jueves, un poco antes de las once, cuando yo iba para mi clase de crisis climática. Un día me regaló la colección de libros que con el nombre de Humboldtiana rinde homenaje a Alexander von Humboldt. Aquí la tengo y es uno de mis tesoros. Quise dos o tres veces (por física falta de tiempo, no de ganas) abandonar una columna que tengo en la revista Nova et Vetera, pero él me lo impidió (siempre) con el mismo argumento inapelable: ‘cómo te vas a ir de la revista universitaria más antigua de Colombia (fundada en 1905) y la segunda de Latinoamérica’. Nadie sabía más de la historia de ‘El Rosario’ que él. Nadie hablaba con más propiedad, erudición y alegría sobre el archivo de libros antiguos. Hay más de nueve mil volúmenes entre libros de los siglos XV al XX, hay diez incunables (publicados antes de 1.500) y joyitas históricas que solo él sabía ubicar, papeles de Manuel del Socorro Rodríguez, cuentas del terremoto de 1917, fotografías del movimiento de una piedra de La Bordadita cosas así. A cada una le tenía anécdota. Lector de Russell y de Borges, su cultura era exquisita. Luis Enrique Nieto acabó siendo experto en epigrafía, el arte de escribir en piedra.
Cada poema un paso hacia la muerte, escribió Alvaro Mutis. 

“Cada poema un pájaro que huye
Del sitio señalado por la plaga…
cada poema un paso hacia la muerte…
cada poema un estruendo
de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas…
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía”.
 

Qué hermoso ser humano el que perdimos quienes tuvimos la fortuna de conocerlo. Que haya paz en su tumba.