Es bien sabido que la historia suele ser la que cuentan los vencedores, pero los caídos en desgracia, aunque callen, también tejen un relato; sus silencios son indicativos de algo más. ¿Cuál es entonces la relación entre la historia y el silencio?, se pregunta Felman. Respuesta: “en una filosofía de la historia que se centra (consciente o inconscientemente) en el poder, a los que no tienen poder (los perseguidos) se les priva constitutivamente de tener voz. Puesto que la historia oficial se basa en la perspectiva del victorioso, la voz con la que se pronuncia con autoridad es una voz ensordecedora; no nos permite darnos cuenta de que todavía queda en la historia una reivindicación, un discurso que no oímos”.
Es ese silencio el que Uribe y De Gamboa pretenden escuchar por parte de quienes viven no solo la realidad colombiana, sino la de otras latitudes; y ese es el poder que los distintos autores les conceden a los silentes. Ana María Ochoa, música de formación, se sumerge en el silencio estridente de los prisioneros en calabozos de aislamiento en Estados Unidos y América Latina, sin ningún contacto humano ni acceso a la luz natural como en el que estuvo confinado el expresidente uruguayo Pepe Mujica; celdas que por sí solas constituyen un régimen de tortura que lleva a los reclusos a estados extremos de aniquilamiento.
Entre tanto, el sociólogo Rigoberto Reyes acoge el acallamiento en el que han caído pequeñas comunidades rurales o semiurbanas del México contemporáneo, ante el azote de organizaciones criminales, que han alterado por completo la cotidianidad y configurado en la población nuevos estados y definiciones del silencio. En esa misma vía expone su pensamiento Mauricio Pilatowsky, un filósofo e historiador para quien dentro de la violencia mexicana se ocultan no solo intereses políticos sino actores que teóricamente representan la ley pero que se mimetizan en el crimen organizado; adicionalmente, él considera que la colonización y la conquista españolas fueron procesos que construyeron una “empresa” violenta del terror que a la postre terminó legitimando acciones, comportamientos y lenguajes hostiles muy arraigados en la cultura mexicana.
“En 2016, cuando el país estaba sumido en el punto más álgido de la polarización que generó este proceso, y los lenguajes de guerra y paz integraron todo, pensamos en abordar el silencio como vía alterna de esa otra historia que no se cuenta”, señala la antropóloga e historiadora María Victoria Uribe.
No muy distante de esas realidades, la filósofa Ángela Uribe analiza los alcances, límites y características del perdón ofrecido por Jorge Iván Laverde, alias El Iguano, miembro de las extintas Autodefensas Unidas de Colombia a sus víctimas. Por obtener los beneficios de la Ley de Justicia y Paz, él pide perdón en un acto público y sin asomo de contrición alguna a los familiares de cerca de 4.000 personas que resultaron ser sus víctimas; en este caso, según la filósofa, El Iguano ha debido callar, pues su silencio tendría, al menos, un poco más de sentido. Por su parte, el filósofo Wolfang Heurer habla del enmudecimiento paralizante de los alemanes tras el horror del nazismo y cómo décadas después surgieron movimientos literarios y periodísticos que pretendían recuperar el lenguaje y la memoria. La filósofa María del Rosario Acosta hace un análisis netamente filosófico acerca de los retos lingüísticos que las experiencias traumáticas plantean, proponiendo la necesidad de una gramática del silencio. A esa idea se suma el también filósofo Carlos Thibeaut, quien reflexiona sobre varios tipos de silencio, tanto positivos como negativos, siendo estos últimos derivados del daño ocasionado por otros y frente a los cuales no solo se requieren palabras para abordarlos y conceptualizarlos, también acciones de parte de instituciones y grupos humanos que deben reaccionar ante ellos, no ignorarlos.